La prensa vive de vaticinios. En el fondo, un vaticinio no solo es una mercancía: se trata de dar respuestas a una demanda colectiva. ¿Quién no quisiera saber lo que nos deparará el destino? ¿Quién no quisiera que la historia, no solo la nuestra, también la universal, se ajustara si no a un plan preconcebido, por lo menos a una lógica previsible? ¿A quién no gustaría que de pronto apareciera un profeta que nos dijera cómo y cuándo va a terminar la guerra en Ucrania?
Para responder a la demanda de vaticinios, la prensa acude a los llamados expertos, y algunos de ellos se las dan de profetas. El problema es que los expertos nunca está de acuerdo entre sí. Así, hay quienes nos dicen que Ucrania expulsará a los rusos en un breve tiempo, pero el tiempo avanza, y la invasión, aunque estancada, se mantiene. Los filoputinistas anuncian la derrota inminente de Ucrania, pero Ucrania resiste heroicamente. Las noticias del día nos dicen en cambio que las ganancias de cada parte se cuentan en centímetros y las pérdidas en seres humanos. Otras nos dicen que la guerra ha entrado a una fase de empate macabro y que por lo mismo es necesaria una negociación, cuanto antes. Pero los verdaderos actores, sobre todo Putin, quien es el que tiene la llave de la negociación, no quieren negociar.
Todos sabemos que si Putin retira sus tropas de ese país euro-occidental que es o ha llegado a ser Ucrania, se acaba la guerra, Europa viviría en paz, el “dulce comercio” (Montesquieu) sustituiría a las balas, Rusia volvería a ser económicamente próspera, viviríamos sin tantos miedos, seríamos más felices que antes, y los ucranianos comenzarían a rehacer sus vidas dejando sus intensos dolores detrás. Pero no. Pese a todos los vaticinios, la guerra va a cumplir un año y medio, y la soldadesca de Putin sigue masacrando a la población civil de Ucrania, sin pausa ni tregua.
Ahí lo tenemos asesinando gente en un país vecino, aún sabiendo que así nunca va a ganar, y aún al precio de que ocupe a toda Ucrania, aún haciendo desaparecer a todos los ucranianos, está condenado, sino militar, política, cultural e históricamente, a ser lo que ahora es: el gobernante más odiado del mundo, un criminal a quienes millones de personas de buena voluntad deseamos la muerte. Entonces no faltan los vaticinadores de la historia del futuro y nos dicen: Pero puede haber algo peor si Putin se va.
En el país donde yo vivo, Herbert Münkler, destacado polítólogo (el first, dicen algunos) y Joschka Fischer, el más competente ministro del exterior alemán del siglo XX, nos alertan. Cuidado, nos dicen: sin Putin la situación podría ser más grave. Puede que sí, puede que no, pienso yo. Y ahí paro en mientes en que no escucho esas frases por primera vez.
Recuerdo perfectamente por ejemplo que durante Breschnev, los representantes del la Realpolitik alemana, sobre todo los socialdemócratas (Bahr, Wehner, entre otros) nos aseguraban que bajo Breschnev había que preservar la distensión, y que provocar al dictador ruso podía llevar a un recambio maligno que convertiría a la guerra fría en una caliente. La recomendación era clara: no había que apoyar a los disidentes, ni a los de la URSS ni a los de otros países comunistas pues sin Breschnev la situación podría ser peor. Pues bien, después de la muerte de Breschnev la situación no solo no fue peor, fue mucho mejor, fue maravillosa, apareció un milagro, y ese milagro se llamó Gorbachov. Los vaticinios se los llevó el viento y los vaticinadores pasaron al olvido.
El mismo canciller Helmut Kohl no quería creer en el milagro Gorbachov. De acuerdo a su programación ideológica, la Perestroika era una estratagema comunista. Siguiendo su fija idea (más bien, su ideología), no se le ocurrió nada más inteligente, en una declaración de prensa, que comparar a Gorbachov con Goebbels. Fue necesario el auxilio espiritual de Margaret Thatcher y Ronald Reagan para que el obsesivo mandatario retirara sus opiniones.
Joschka Fischer, quien fuera un político muy realista, también se deja llevar por el ímpetu vaticinador de los profetas apocalípticos. En su más reciente artículo, “El riesgo de una Rusia debilitada”, nos augura un futuro sombrío. En su opinión, la fallida asonada de Prygozhin es solo la antesala de un violento derrumbe del poder de Putin. Pero lo más seguro, aduce, es que la caída de Putin no nos llevará a la paz. Al igual que la Rusia de Putin, la futura Federación Rusa “permanecería encerrada en el pasado, muy alejada de cualquier perspectiva de modernización social, política o económica. Representaría una amenaza permanente para el flanco oriental de Europa y para la estabilidad global en general. Tendríamos que armarnos contra ella, y lo más probable es que nuestros nietos y bisnietos tengan que hacer lo mismo”.
Al llegar a este punto, cabe una reflexión: ¿Cuándo el mundo ha sido muy diferente al futuro que nos pinta Fischer? Desde que aparecieron las luchas democráticas, digamos, a partir de la gran revolución francesa, el mundo ha vivido en ascuas. La razón democrática no ha sido solo impuesta con los argumentos de los grandes filósofos, sino defendiéndose en los campos de batalla. La paz perpetua que pronosticara Kant, se ve muy lejos en el horizonte. La democracia es la lucha por la democracia, sea a nivel nacional, internacional y global. De modo que algún vez tendremos que llegar a una pesimista deducción, y es la siguiente: el mundo neolítico ha superado al paleolítico, pero el mundo neolítico no ha sido todavía sustituido por el mundo político. En el mejor de los casos estamos en el medio de una transición. La mayoría de las naciones del globo no son democráticas, ni siquiera son políticas, y sus gobiernos, no solo no aceptan la democracia. Además, la odian.
A veces he pensado por alguna razón que no entiendo, en que a lo largo de la política europea moderna penan los fantasmas del viejo pasado, sobre todo cuando vemos como sus políticos no resisten la tentación de pensar la realidad no en su contingencia, sino en su imaginaria trascendencia. Asistimos a una evidente filtración de las aguas del pensar teológico hacia los interiores del patio político internacional. O dicho en otra imagen: la no modernidad teológica vive dentro de la modernidad política, subsumida pero no desaparecida. La política, aún en los países más seculares, sigue siendo, en muchas ocasiones, una práctica metafísica.
Entiendo por política metafísica, pensar la realidad desde un “más allá” cuyas condiciones no están dadas en el “más acá”. Un ejemplo de metafísica política lo encontramos por ejemplo en la tan citada y todavía aplaudida frase atribuida a Otto von Bismarck: “la diferencia entre un político y un estadista es que el político piensa en las próximas elecciones y el estadista, en las próximas generaciones”. De acuerdo a esa frase deberíamos deducir que esa desgracia humana llamada Putin, es un gran estadista, al igual como lo habría sido Hitler. Putin, efectivamente no piensa en las próximas elecciones (los resultados, por cierto, los conoce de antemano) pero sí en las próximas generaciones. La horrible destrucción que padece Ucrania, según su metafísica, es un medio del que se vale la historia para crear la grandeza de la Rusia del futuro. Lo triste del caso es que Putin no es el primero ni será el último que piensa así. El es uno más en una hilera de monstruosos dictadores cuyo propósito es destruir el presente para realizar su imaginado futuro.
Un estadista sería, según la diferencia entre un político normal y un estadista establecida por Bismarck, un político futurista, es decir, alguien que concede más valor a un futuro desconocido que a un presente conocido. Quizás con el propósito de contrariar a Bismarck, el canciller alemán Helmut Schmidt, siendo una vez preguntado por la prensa acerca de cuáles eran sus visiones sobre la Alemania del futuro, respondió con dureza: ¿“Visiones? Quien tiene visiones pertenece a la psiquiatría, no a la política”.
Schmidt, como en cierto modo Merkel, han sido gobernantes pragmáticos. El futuro, para ambos, no existe en tiempo presente. Y desde el punto de vista de una lógica política tenían razón. El futuro no existe, porque simplemente es futuro. La política hay que hacerla -de acuerdo al título del antiguo film- “de aquí a la eternidad” (con Deborah Kerr, Donna Reed, Burt Lancaster, Frank Sinatra, Montgomery Clift). Pero no desde la eternidad hacia aquí.
En eso pensaba mientras leía el interesante relato escrito por Anne Applebaum sobre el secretario general de la OTAN Jens Stoltenberg, elegido ¡por décima vez consecutiva! Interesante, porque en ese seguimiento que vengo realizando a la invasión de la Rusia de Putin a Ucrania, mi opinión sobre Stoltenberg ha ido cambiando. En un comienzo me parecía un simple burócrata, una persona sin carisma, en ningún caso un hombre de grandes ideas. Pero al observarlo casi a diario en la pantalla, me detuve a pensar en que la palabra burócrata no tiene por qué tener siempre un significado peyorativo. Sin burócratas ninguna sociedad o ningún estado funcionaría. Hay en verdad, malos y buenos burócratas. Si Stoltenberg es un burócrata, pertenece a la segunda categoría.
La segunda vez que cambié mi opinión, fue cuando me di cuenta que Stoltenberg no solo es un burócrata sino, además, un excelente político. Por de pronto, no sigue la recomendación de Bismarck, pues no piensa en las generaciones del futuro (ni en los nietos de Joschka Fischer) sino en las actuales, las que están padeciendo la guerra en Ucrania, las que están haciendo política de guerra en Europa, en los gobernantes que llevan sobre sus hombros la tarea pesada de enfrentar una guerra genocida, sin salirse un centímetro de los límites fijados por la institución que representan, en este caso la OTAN. Límites que no provienen de reglamentos, sino de un tejido discursivo que Stoltenberg no se cansa de urdir junto con su personal, en constante intercambio de opiniones con diversos actores políticos. Y esa es exactamente la función del político: no crear ideas, pero sí, articular ideas nacidas de los diversos intereses de las partes involucradas.
Gracias al trabajo de personas como Stoltenberg, la OTAN ha sido reconstruida después que Trump la declarara inservible y Macron le diagnosticara “parálisis cerebral”. La de hoy no es la OTAN cautelosa de la guerra fría, tampoco es la que se vio involucrada en las fantasías de George W. Bush, durante la “guerra en contra del terrorismo internacional”. La OTAN de hoy -en otro texto la hemos llamado “tercera OTAN”- es, en las palabras de su secretario general: “una alianza defensiva que representa a una amplia variedad de países y regiones: Europa del Este y Europa del Sur, Escandinavia y Turquía, Gran Bretaña y Francia. Toma decisiones por consenso.
Como bien lo caracteriza Applebaum, Stoltenberg es un hombre multilateral. Un multi-estadista, o si se prefiere, un estadista global. Cargo que desempeña con profesionalidad y sobre todo con paciencia, siguiendo la recomendación de Max Weber sobre el ejercicio de la profesión política: “Política significa un lento horadar, con pasión y objetividad al mismo tiempo, sobre duros maderos”.
Quien quiera alcanzar lo que hoy parece imposible debe dedicar sus esfuerzos a realizar lo posible. Nadie, mucho menos un político, debe posponer los intereses de las generaciones presentes, o llamar a sacrificar vidas en nombre de generaciones futuras que nadie sabe como serán. Para ayudar al futuro -creo que esta es una idea budista- basta hacer bien las tareas que nos demanda el cada día. Como hace Stoltenberg en sus por lo menos cuatro reuniones diarias. Frente a esos imperativos, el alto funcionario no ofrece vaticinios. Si Rusia ataca a una nación europea como Ucrania, hay que defender a esa nación, tratando de evitar un escalamiento que lleve a otra guerra mundial. Hay que ayudar con armas a Ucrania, eso lo tiene muy claro. Hay que llevar a Putin a la mesa de negociaciones, y si no es posible convencerlo, hay que obligarlo. Eso lo tiene aún más claro. Y si Putin extrema su locura hasta llegar al momento nuclear, pues, tendrá respuesta inmediata. Así dijo sin titubear Stoltenberg a Anne Applebaum.
El futuro nace desde el hoy. Quien no es responsable frente al hoy, nunca podrá serlo frente al mañana. Probablemente Stoltenberg, como todos nosotros, no tiene idea cuándo y cómo irá a terminar esta guerra. Solo cabe asumirla respondiendo a los hechos que ofrece el presente y no a las fantasías metafísicas de los politólogos y de los estadistas cuyos pies están en el futuro y sus cabezas en el vacío.
¿Y los vaticinios? Ah, dejemos esa tarea a los brujos, no a los políticos.
Referencias
Max Weber - POLITIK ALS BERUF, Stuttgart 1999
Joschka Fischer - EL RIESGO DE UNA RUSIA DEBILITADA (polisfmires.blogspot.com)
Fernando Mires - LA TERCERA OTAN (polisfmires.blogspot.com)
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