Fue uno de esos goles
asesinos, uno de esos que te tiran para abajo, goles que te hacen odiar la
vida, goles hijos de puta. Para colmo, autogol. Así fue el primero que le
encajó Bélgica a Brasil. Justo en los momentos en que Brasil estaba jugando
mejor, poco después de un casi-gol del atlético Thiago Silva, cuando todos los
caminos se veían abiertos y el futuro parecía esplendoroso, la desgracia de
Fernandinho les cambió por unos momentos la vida a los brasileños. El segundo,
el cometido por De Bruyne, pareció sellar el destino. De pronto llegaron al
recuerdo las imágenes del 2014: la derrota de Brasil en su propia casa frente a
Alemania. Las condiciones parecían anunciar una catástrofe similar.
A Brasil no le quedaba otra
alternativa que usar el segundo tiempo para atacar con todo. Y si se pierde, al
fin y al cabo da lo mismo perder por un gol que por siete.
El primer tiempo, después
del primer gol, fue de los belgas. Todo de ellos. Mostraron lo que tienen. Y tienen mucho.
Un arquero candado como Courtois. Un
defensa central fuerte y técnico como Kompany, quien se descuelga hacia el
ataque cuando nadie lo espera. Un mediocampista como Fellaini, quien a paso
cansón ordena con sapiencia el juego para que los suyos se tomen un respiro y
volver a a atacar. Un centrodelantero de miedo como Lukaku quien más parece
gladiador que jugador de fútbol. Y tienen a Hazard. Sobre todo tienen a Hazard
quien cuando la agarra desde atrás y se dispara hacia adelante parece un
torpedo, sembrando pánico entre los contrarios. Imposible de ser frenado sin riesgo de cometer un asesinato.
Brasil hizo lo que le
correspondía hacer en el segundo tiempo. Atacó y atacó. Sin pausa. Lo hizo por
las puntas después que entró el rápido Costa, por el centro al toque-toque,
desde disparos a quemarropa, desde cualquier lugar. Por entrega y por empeño
nadie podrá criticar a los brasileños. Las habilidades de Firminho (quien
reemplazó al inexplicablemente bajo William), los centros de Marcelo a los que
nadie llegaba, de una u otra manera la pelota negaba su destino. Ya fuera una
pierna postrera, ya fueran las torpezas cometidas por Coutinho, ya fuera esa
pizca de buena suerte que a todos nos hace falta en la vida, ya fuera la atajada
milagrosa de Courtois en los últimos segundos, quedó en evidencia lo que
habíamos visto en otros encuentros: a Brasil le falta un definidor, un
verdadero 9, uno que sepa adivinar al instante la intención del centro y meter
la pata en el segundo preciso.
El gol de Renato Augusto
abrió las esperanzas. Pero sucedió lo que tenía que suceder. Comenzaba otro de
esos momentos crueles en los cuales tu miras el reloj más que al partido. Esos
instantes temblorosos y sombríos en los que sientes en tu piel el paso
inexorable del tiempo. Cuando ves llegar a tu encuentro el momento inevitable
del final.