Fernando Mires – POR LA PATRIA, POR LA RELIGIÓN, POR LA FAMILIA. Una crítica conservadora al nacional-populismo de nuestros días

 


 A lo largo y ancho de esa construcción no geográfica sino más bien cultural y política que es el espacio occidental -al que Trump designa como “nuestro hemisferio”- asistimos al avance de nuevas derechas políticas a las que muchos llaman derechas extremas. El mundo, no cabe duda, está girando políticamente hacia la derecha. No vamos aquí a explicar ese fenómeno – lo hemos hecho ya en otros artículos -. Digamos simplemente, y por el momento: es una evidencia, es decir, algo que todos vemos.

LAS TRES DERECHAS

Cabe constatar, y esta premisa puede ser importante, de que no hablamos de una sola derecha sino de un combinado de derechas. En términos más políticos, de una alianza entre las derechas de ayer con las derechas de hoy. Para precisar aún más: de una alianza entre tres derechas. A la primera, la vamos a llamar derecha tradicional. A esa derecha, religiosa, familiarista, patriarcal que todos conocemos.

La segunda derecha, a la que podemos llamar derecha empresarial (industrial, comercial y finaniera), surgió durante el periodo de la modernidad industrial en sentido opuesto a la derecha originariamente monárquica. Liberal en lo económico, a veces también en lo político, suele girar hacia posiciones progresistas, si eso es necesario para resguardar sus intereses, pero también hacia posiciones afines a regímenes autoritarios cuando se encuentra amenazada por las cambios propuestos por las izquierdas.

Como anotaba Antonio Gramsci, los agrarios tienen por lo general un partido y las industriales (y urbanos) suelen carecer de partidos. Más bien tienden a orientarse hacia los que más posibilidades ofrecen para la reproducción de sus capitales, no vacilando tampoco, si no encuentra más alternativa, en apoyar a las más furiosas dictaduras militares, como sucedió en la mayoría de los países latinoamericanos y en el sur de Europa durante el siglo XX.

La tercera derecha, a la que llamaremos derecha populista, algunos también la llaman derecha revolucionaria, es un fenómeno relativamente nuevo. Al decir populista, entendemos que conjuga en sí dos principales elementos constitutivos a todo populismo: un líder mesiánico y/o épico y gandes movimientos de masas, condiciones que han hecho decir a no pocos analistas que esa derecha es un nuevo fascismo adaptado a las condiciones que priman en las democracias occidentales del siglo XXl. En esa discusión no entraremos aquí.

Ahora bien, en muy pocas ocasiones la derecha populista se encuentra en condiciones de llegar por sí sola al poder, de modo que debe concertar alianzas con otras derechas a fin de obtener la mayoría absoluta que requiere para gobernar. Eso supone que su agresividad se vea atenuada, en parte, por los partidos constitucionalistas de derecha. Por lo mismo, si esa derecha obtiene la primera mayoría, bregará por la unidad de derechas, pero al mismo tiempo intentará imponer su hegemonía sobre el resto de las derechas. Para las derechas vale también esa consigna que hicieron popular las izquierdas, pero puesta al revés: “la derecha unida, jamás será vencida“. En América Latina hay dos ejemplos nítidos: la Argentina de Milei y el Chile de Kast.

Milei se ha visto obligado a gobernar con la derecha-derecha y con la derecha centro de Bullrich y Macri. En lo económico, hay plena concordancia. Después de la inflación descontrolada desatada bajo el peronismo cristinista no hay ninguna otra posibilidad que aplicar una política de schock, afirman, y no sin cierta razón, todas las fracciones derechistas.

En lo político hay más diferencias. Milei ha sabido hacer concesiones en la distribución de los puestos públicos entre las dos derechas moderando un poco su tono populista pero sin dejar de ser populista. Milei debe saber que él no es un derechista de alcurnia sino un derechista plebeyo con tendencias anarquistas, muy semejante en las formas a los peronistas, en fin, una figura que seguramente no entusiasma al derechismo más tradicional.

Para defender los valores clásicos de derecha tradicional, Milei aparece como una persona poco apropiada. A nadie va a convencer si se las diera de representante del orden familiar o posara como devoto religioso. A sus defensores les basta con que se declare en contra del “estado profundo“, (léase estado económico). En lo sustancial, la alianza de derechas argentina menos que política es económica. Una alianza de clases, diría un marxista. Una alianza entre las elites (económicas) y las masas, diría un buen lector de Hannah Arendt. No es el caso de la derecha chilena.

En Chile, con José Antonio Kast, la derecha tradicional parece haber alcanzado el poder en desmedro de la derecha populista. Pero esa solo es una apariencia

En su campaña electoral Kast supo presentarse como un hombre de dos mundos. Un pie en la derecha más tradicional (es religioso, familiarista y supercatólico). El otro en la derecha populista, sobre todo en lo que se refiere al tema económico. Con la misma fuerza que Milei es un enemigo declarado del estado social y un fanático del libre mercado. Como el hábil político que es, ha asumido una posición centrista entre las derechas. A un lado la derecha conservadora ex piñerista de Matthei, al otro lado, el intransigente neofascista Johannes Kaiser. En ese contexto Kast deberá mediar entre los valores constitucionalistas de la derecha tradicional y los valores fascistoides de la derecha nacional-populista. 

¿Hasta cuando esas tres derechas permanecerán unidas en Chile? La respuesta solo puede ser esta: hasta que aparezca un centrismo político en condiciones de conectar con la izquierda democrática y con la derecha constitucionalista. Ese, el gran vacío de la política chilena, coincide con ese otro gran vacío de la política europea, sobre todo en países como España y Francia, vacío dejado por el deterioro del centro político. Mirado el tema desde una perspectiva internacional, los bloques de derechas argentinos y chilenos (y que de una manera u otra se dan en casi todos los países de la región) comparten la misma comunidad de destino del espectro derechista norteamericano.

Donald Trump en su santa alianza en contra del liberalismo político de los demócratas ha debido tropezar, no en pocas ocasiones, con una fracción constitucionalista del conservadurismo, una que no se deja arrastrar fácilmente por el populismo trumpista y sus evidentes excesos, sobre todo en materia de política internacional. El más fuerte apoyo a Trump deviene de MAGA, no del partido republicano, pero es un apoyo no constitucionalizado. De hecho constatamos una contradicción entre ambas entidades, una que puede agrandarse en el tiempo si los signos de crisis económica continúan presentes en los EE UU. Si es así, podríamos pensar que en los EE UU podría darse una convergencia entre el Partido Demócrata y fracciones constitucionalistas del Partido Republicano. Pero esa por ahora es solo una posibilidad. Una que solo se puede dar si existe la voluntad de formar frentes informales en contra del nacional-populismo, como ha ocurrido ya en algunos países europeos (Polonia, Holanda, y potencialmente en Hungría y Turquía).

Todo indica entonces que la única alternativa para detener el avance de las ultraderechas populistas, debe darse en una convergencia de todos los demócratas, sean estos de derecha, centro e izquierda

¿Un retorno a los Frentes Populares surgidos en Europa en contra del avance del fascismo? No necesariamente, pero sí algo parecido. Los Frentes Populares antifascistas europeos de los años treinta fueron una propuesta de la URSS lo que significó que, desde el comienzo, la buena idea de un frentismo antifascista estuviera marcada por posiciones antidemocráticas. No es el caso de los frentes democráticos que han comenzado a ser creados de modo informal en diversos países europeos.

En fin, lo que se quiere decir aquí es que, en ninguna parte, las izquierdas democráticas ni los liberales políticos se encuentran por sí solos en condiciones de desbaratar la ofensiva nacional populista, en estos momentos encabezada por el trumpismo unido con el putinismo a nivel internacional. Ahora, si no tiene lugar una convergencia entre izquierdas y derechas democráticas, el avance nacional-populista continuará de modo rampante hacia la conquista, no solo de estados nacionales, sino del poder mundial. Como señalaba un estimado colega: de lo que se trata en estos momentos es unir a quienes defienden la triada: Igualdad, Solidaridad, Fraternidad, con los que defienden la otra triada: Patria, Religión y Familia. Una unión imposible, pensarán muchos. No necesariamente, pensamos aquí.

Los principios derivados de las revoluciones norteamericana y francesa, Igualdad, Fraternidad y Solidaridad, son conceptos que sin problemas pueden ser avalados por conservadores cristianos. Igualdad, porque Dios nos hizo iguales ante la ley religiosa y moral. Solidaridad, porque todos somos prójimos, y Fraternidad porque somos hijos del mismo Dios, es decir hermanos. Lo mismo puede suceder con la triada Patria, Religión y Familia.

Patria, Religión y Familia son conceptos ultraconservadores, pre-modernos y reaccionarios, pensará un clásico izquierdista. Aquí, sin embargo, pensamos lo contrario. Los tres mencionados son conceptos universales que las izquierdas, sobre todo las socialistas, entregaron al patrimonio de las derechas. En estos momentos, los nacional-populistas pretenden, en su alianza con el conservadurismo clásico, apoderarse de los valores llamados conservadores. Por lo mismo, en vez de negarlos –esa es nuestra propuesta- hay que devolver a esos valores el sentido democrático que en ellos se encierra.

EN NOMBRE DE LA PATRIA

Patria es un concepto resbaloso. Algunos lo usan como un sinónimo de nación, error en el que incurre la propia REA. La acepción más simple, y con la que me quedo, es “lugar, ciudad o país en que se ha nacido”. En el uso más común, patria es el lugar originario que se añora.

Una vez alguien definió patria como el lugar en que a uno le gustaría morir. Otros lo usan en su sentido semántico, “patria es el país de los padres” o “tierra de los padres”, definición un tanto peligrosa pues ata a cada uno con un pasado  imaginarioy puede usarse incluso en sentido étnico o racista. Por ejemplo, para un sector de AfD en Alemania, la segunda y tercera generación de hijos de emigrantes continúan siendo emigrantes. Está de más decir que esta es una opinión racista, como muchas de las que abundan en el popular partido alemán. De acuerdo a esas percepciones, la patria la llevaríamos impresa en el color de la piel y en el apellido que llevamos.

Precisamente en contra del uso fascistoide del concepto de patria, JürgenHabermas propuso el término de “patriotismo constitucional” usado por primera vez por Dolf Sternberger (1947). De acuerdo a ese término, el patriotismo sería des-lugarizado y pasaría a convertirse en adhesión voluntaria a la constitución del país donde uno reside. La idea, siendo buena, tiene, sin embargo, un problema: convierte el término patriota en un sinónimo de ciudadanía

Ciudadanía, supone en efecto, el reconocimiento y la aceptación de la norma constitucional del país donde uno reside. De ahí que, volviendo al comienzo de este excurso, podríamos decir que patria es más bien un concepto vinculado, no tanto con el nacimiento, sino con lugares y costumbres del país que cada uno añora. Así, patria, tiene que ver más que con condiciones objetivas, con sentimientos subjetivos. Por eso hablamos de amor patrio y no de amor constitucional. Y si es amor, solo puede ser voluntario, pues hasta ahora nadie ha inventado el amor obligatorio.

La verdad, no debería estar escribiendo sobre este tema si es que los redactores de la Estrategia de Seguridad Interior de Estados Unidos no hubiesen designado como “partidos patriotas” a los partidos nacionalistas y populistas de la extrema derecha europea, los que perteneciendo a la UE, han declarado una guerra a muerte a la UE, en nombre de la unidad nacional. Se trata precisamente de gobiernos y partidos que proponen una Europa fragmentada, sin vínculos organizativos, con naciones que solo conciertan alianzas puntuales de acuerdo a intereses inmediatos y no históricos. En fin, con el retorno de Europa a las condiciones que vivía antes de la primera guerra mundial, cuando la guerra entre naciones era la norma y la paz la excepción. Podemos decir que la inscrita en la Estrategia de Seguridad del gobierno de Trump, es una rebelión en contra de la filosofía política de Kant. Esa, hay que afirmar, no puede ni debe ser la patria de ningún demócrata, menos de un europeo que tenga una mínima conciencia sobre el pasado de su país.

Los partidos llamados patrióticos son, en el sentido estricto del término, partidos antipatrióticos. No es casualidad que casi todos ellos estén de acuerdo con la invasión de Putin a Ucrania y en desacuerdo con la patriótica (aquí cabe el término) defensa que hacen los ucranianos de su patria. Más aún, lo ha dicho el mismo Putin, la guerra a Ucrania es una guerra en contra de Europa. Por supuesto Putin no se refiere a la Europa de Orban ni de Erdogan, sino a la Europa de los gobiernos democráticos de Europa. En términos reales, los por el documento de Seguridad Nacional del trumpismo llamados patriotas, son los más antipatriotas del mundo y como tal deberían ser denunciados por los, lamentablemente, excesivamente liberales gobiernos democráticos de Europa.

Lejos de ser nacionalistas como se autoproclaman, los partidos “patrióticos” son vasallos de las decisiones que provienen desde el Kremlin y de la Casa Blanca, es decir, de dos imperios. Son los partidos de Putin y Trump, y como tal deben ser nombrados. Con la “patria” que ofrecen no puede estar de acuerdo ningún verdadero patriota. Si hay que reivindicar el concepto patria, usado por los conservadores tradicionales, hay que romper con los patriotas de Trump y Putin, no solo en los EE UU, sino en todo el Occidente político. Algo parecido debe suceder con el concepto de religión.

DIOS NO ES POLÍTICO

La religión cristiana es, y probablemente seguirá siendo, la religión simbólica de Occidente. Pero también la libertad de culto pertenece a la tradición democrática occidental, y a esa identidad adquirida tampoco se puede renunciar. En la opinión de un conservador tradicional, la religión es necesaria para que los individuos puedan y deban actuar de acuerdo con una normatividad que exige separar a las fuerzas del mal de las del bien, como lo estatuyen los diez Mandamientos y el Sermón de la Montaña pronunciado por Jesús. En ese sentido, para liberales políticos como para demócratas de izquierda, muchos de ellos tan religiosos como los conservadores, cada religión, no solo la cristiana, ofrece una normatividad para residir en esta tierra de un modo civilizado. No se puede, en efecto, estar en contra de las religiones y a favor de los derechos humanos ni a la inversa tampoco. No podemos negar que la religión, sobre todo la cristiana, ha sido y sea fuente inspiradora para el ejercicio político en Occidente. Los partidos demócrata cristianos, por ejemplo, extraen sus doctrinas políticas del telón de fondo religioso del que provienen. Pero en ningún caso pueden ser definidos como defensores del estado confesional. Ahí está el punto; ese es el problema.

La secularización, o separación entre Iglesia y Estado, ha sido una de las conquistas más importantes, quizás la más importante de la modernidad. Una conquista, como destacó varias veces Benedicto XVl, beneficiosa para ambas partes. Para el Estado, porque que se vio liberado de una tutela supraestatal que lo ataba en el más acá. Y para la Iglesia, porque así, liberada del dominio político, pudo dedicar sus energías al mundo espiritual al que pertenece. Occidente no existiría sin esa separación esencial. A riesgo de ser demasiado generalista, podría afirmar que Occidente es esa separación.

Parece absurdo afirmar estos abc en el siglo XXl. Pero, en contra de lo que creíamos que, después de la democratización de España y Portugal, los militares regresarían a sus cuarteles y los monjes a sus monasterios, estamos viendo, no sin cierto horror, que en países que creíamos modernos como Polonia y Hungría, como Turquía, e incluso Rusia, las religiones están volviendo al poder político.

Los dirigentes de los partidos nacional-populistas protestan en contra de los emigrantes que provienen de zonas no secularizadas, como son la mayoría de los estados islámicos. Pero a la vez impulsan un proceso de des-secularización, en nombre de sus propias confesiones. En Hungría y Polonia, la Iglesia católica ha sido introducida en el juego político de un modo similar a como lo hizo el franquismo en la España dictatorial. En Turquía, el Islam está pronto a ser elevado a doctrina oficial del Estado, tal como ocurre en Irán. En Rusia, el monje Kiril, patriarca de la Iglesia Ortodoxa, considera al asesino Putin como un enviado de Dios a la tierra y otorga a la invasión a Ucrania el carácter de una cruzada de la cristiandad. Si en Roma no estuviera el Vaticano, partidario y defensor de la secularización, el gobierno italiano también estaría pidiendo el regreso de la iglesia al poder político. Dios está volviendo a la tierra pero atraído por gobiernos antidemocráticos, autoritarios y dictatoriales e incluso fascistas. Contra ese uso y abuso de la cristiandad, los demócratas deben protestar. De la misma manera que los verdaderos patriotas deben defenderse de la identificación de patriotismo con nacionalismo, los verdaderos religiosos deben defenderse del secuestro de Dios por los autócratas.

FAMILIA SÍ, PERO PARA TODOS

Los conservadores tradicionales, constitucionalistas y democráticos, son consecuentes defensores de la familia monogámica. La tesis que sustenta esa posición surge del hecho de que, para ellos, y no solo para ellos, la familia es la base de todo orden social y político.

La familia, tal como la conocemos, es un fenómeno relativamente reciente en el desarrollo de la humanidad. Sin intentar incursionar en arenas antropológicas, es indesmentible que el aparecimiento de la familia monogámica tuvo que ver con el aseguramiento de la propiedad paterna a través del linaje, razón que explica por qué la familia apareció primero en los estamentos más poderosos de los ordenes sociales primarios. Como sea, y en ese punto el conservadurismo tradicional tiene razón, en que la familia es el núcleo del orden social. Si aceptamos ese punto de partida, las corrientes liberales y democráticas no tienen razón alguna para discutir a a los conservadores la necesidad de preservar el orden familiar. Sin ese orden, la llamada sociedad, no funcionaría, opinan los conservadores. Y en ese punto, tienen razón.

Todo está adaptado y ordenado sobre la base de la existencia de las familias, desde las construcciones de las casas y departamentos, el tamaño de los refrigeradores, el sistema de impuestos, el uso de los apellidos, las referencias al pasado de nuestros abuelos, las historias familiares, el aseguramiento del futuro de los hijos, la transmisión generacional de los valores vigentes, y mucho, muchísimo más. Por esas razones no hay ninguna motivo para alguien democrático, dígase de izquierda o derecha, para protestar en contra de la existencia de las familias. Desde el momento en que reconocemos a nuestros padres y a nuestros hijos, todos somos familiaristas, guste o no. La defensa de la familia - que incluye el derecho a no tener familia -  no puede ser solo patrimonio del conservadurismo tradicional en tanto la familia es parte del orden ciudadano donde vivimos todos.

La familia, sin embargo, como nada en este mundo, puede ser estática. La familia moderna occidental es cada vez menos patriarcal y hombre y mujer igualan sus prerrogativas en su interior. Con el avance de la democracia extrafamiliar la democracia interfamiliar se ha hecho cada vez más presente, y a veces, solo puede cambiar sobre la base de conflictos generacionales los que no solo son frecuentes sino, además, necesarios.

La familia, para que exista, también debe cambiar. Si hubiéramos seguido manteniendo la familia patriarcal del siglo XlX, las familias habrían explotado por dentro. Los cambios interfamiliares son una condición para que la familia siga manteniendo su rol de núcleo social. O en otras palabras, si queremos seguir manteniendo el orden familiar, no podemos dejar fuera de ese orden a nadie. Visto de esa perspectiva, el aparecimiento de la familia entre personas del mismo sexo da cabida a amplios sectores ciudadanos hasta ahora mantenidos al margen del orden predominante, o confinados en lugares clandestinos como si fueran parias o delincuentes.

El matrimonio igualitario, en lugar de sustituir, ha ampliado el orden familiar, al hacerlo más incluyente y extenso. No hay, en verdad, ninguna razón para que el conservadurismo tradicional se oponga a la ampliación del orden familiar. Familia sí, pero para todos, debería ser el lema conservador. Familia para todos, independientemente de los sexos y de los géneros. Pues si la familia no es para todos, la familia está destinada a transformarse en una reliquia del pasado, y por eso mismo destinada a desaparecer.

Obviamente, los conservadores constitucionales y democráticos no pueden ser felices si sus demandas son conducidas por líderes como Milei, Trump, Putin, algunos de ellos incapaces de fundar familia, otros de reconocida vida licenciosa, todos lejanos a la moralidad que quieren representar. Ni la patria puede ser patrimonio de líderes violentos que en nombre de la nación destruyen otras patrias, ni la religión puede ser convertida en la ideología de líderes que predican la muerte y el asesinato colectivo, ni la familia puede ser destruida al ser encerrada en recintos aislados de la realidad social. En todo eso, conservadores, liberales e izquierdistas democráticos deberían estar de acuerdo y sin complejos formar frentes defensivos en nombre de la patria, de la religión, de la familia, y sobre todo, de la libertad que necesitamos para que todo eso exista.

Puede ser que entre izquierdistas democráticos, liberales y conservadores, existan profundas diferencias. Pero todos pueden estar de acuerdo en un punto, a saber: necesitamos de ese piso común construido para dirimir nuestras diferencias (Arendt). Con el avance del nacional-populismo en sus más diversos formatos, lo que está en juego en estos momentos es la existencia de ese piso común cuya base originaria es la patria, la religión y la familia, de acuerdo a la libertad que nos otorga la norma constitucional.