El siglo veinte fue el más trágico de la historia de la humanidad. Sin embargo, como en una película norteamericana, tuvo un final feliz. Dos guerras mundiales, millones de muertos, dos totalitarismos, el alemán y el soviético, cada uno con sus respectivos campos de concentración, invasiones y genocidios, no fue poco sobrepasar. Parecía en efecto que el desaparecimiento de las democracias estaba programado, así lo pensaron tal vez algunos ilustres suicidas de la talla de un Walter Benjamin y Stefan Zweig. Pero Occidente, gracias entre otras cosas al surgimiento del imperio norteamericano, terminó, en distintas oleadas, imponiendo su hegemonía en todas las áreas, hubieran sido estas económicas, militares, y por supuesto, culturales. El ideal democrático, me refiero a esa revolución comenzada con las revoluciones madres de la modernidad, la norteamericana y la francesa, continuaba avanzando, sorteando escollos, rompiendo muros.
El modo americano de vida adaptado a distintas nacionalidades fue convirtiéndose poco a poco en un ideal mundial. Hasta nuestros días, miles, millones de jóvenes chinos, rusos, sudasiáticos y hasta islámicos, visten, bailan e incluso piensan de modo “occidental”. La hegemonía parecía no estar más en disputa. El fin de la historia en su versión hegeliana fue pensada como una realidad presente. Así la entendieron politólogos como Francis Fukuyama.
Para decirlo con Benedetto Crocce, el siglo veinte, en sus tramos finales, había pasado a ser el escenario de una “hazaña por la libertad” de dimensiones globales. Efectivamente, la revolución tecnoeconómica global que hoy estamos viviendo fue precedida por una suerte de globalización de la democracia. En en el sur de Europa, las dictaduras, algunas restos del derrotado fascismo como la española de Franco, la portuguesa de Salazar, la Grecia de los coroneles, fueron desmoronándose una detrás de otra, sin violencia e incluso con claveles en los fusiles, como en Lisboa. En América del Sur, a su vez, las dictaduras de “seguridad nacional” emprendían la retirada y al irse dejaban abierto el pasadizo para que su lugar fuera ocupado por partidos democráticos. Pero el broche de oro lo puso sin duda la caída del imperio soviético.
El fin del comunismo sorprendió a muchos, aunque no a tantos que habíamos seguido con atención los sucesos de Hungría y de la RDA durante los años cincuenta, la primavera de Praga del año 1968 y, sobre todo, el nacimiento de la primera y única revolución obrera de Europa, la de Solidarnosc, surgida en contra de la tiranía comunista. Son capítulos de una larga historia que terminaría, no con el derrumbe del muro de Berlín en 1989, sino con la declaración de independencia de Ucrania, el año 2001. Visto así, Gorbachov no fue el iniciador del fin del imperio soviético sino el hombre que culminó ese fin. Las dictaduras comunistas, las llamadas nomenklaturas, para decirlo con la terminología de Gramsci, no fueron hegemónicas, solo dominantes. Nunca lograron ganar la aceptación de sus pueblos; solo su sumisión.
El derrumbamiento real y simbólico del Muro de Berlín en 1989 pareció iniciar una nueva era en la historia de la humanidad. Una revolución democrática que continuó en los albores del siglo veintiuno con el desarrollo de movimientos políticos y culturales como el ecologismo, el feminismo, hasta llegar a las reivindicaciones “de género” que escandalizan a tantos amantes del pasado.
Naturalmente, esa revolución global, como todo gran acontecimiento histórico, portaba consigo los gérmenes de su negación. No hay revolución sin contrarrevolución. Lo que nadie esperaba, pero sí sucedió, fue que la ola contrarrevolucionaria iba a ser mucho más alta y más fuerte que la ola revolucionaria. Recién hoy podemos entender mejor ese fenómeno.
La magnitud de la ola políticamente contrarrevolucionaria que estamos viviendo ocurre porque esta se ha cruzado con una revolución económica y tecnológica solo comparable a la que tuvo lugar después de la invención del fuego, o de la electricidad. Nos referimos a esa revolución digital que, según gran parte de sus analistas, esta lejos de terminar; más aún: está recién comenzando.
La revolución digital de nuestro tiempo es poseedora, como todas las grandes transformaciones científicas y tecnológicas, de una muy destructiva creatividad (Shumpeter). Una revolución que altera radicalmente todas las relaciones sociales y culturales de producción. Una revolución posmoderna que se ha encontrado en su crecimiento y desarrollo con una contrarrevolución anti-moderna. Antimodernidad y posmodernidad han marchado por el mismo camino y ambas confluyen en el cumplimiento del objetivo común: la destrucción de la modernidad, entendiendo por ella no solo a la producción industrial sino también a un conglomerado de transformaciones que trastorna hábitos, costumbres, creencias, culturas y, no por último, las formaciones políticas de la llamada modernidad. Sin querer jugar con palabras podríamos decir que la que estamos viviendo es una contrarrevolución revolucionaria.
Sin esos trasfondos, es mi opinión, no podemos entender el tema que nos interesa aquí abordar: el descenso de las democracias y su sustitución por regímenes autoritarios, autocráticos y dictatoriales. Esa contrarrevolución revolucionaria (también podríamos llamarla revolución contrarrevolucionaria), ejerce, como toda revolución, efectos destructivos. El más llamativo de ellos reside en el hecho de que la llamada sociedad de clases se encuentra en vías de extinción, siendo sustituida por una antisociedad de masas. Pero no por las masas callejeras del pasado, al fin y al cabo, habitantes de una polis, y por lo mismo, no carente de ligazones internas. Estamos hablando de una masa digitalizada, formada por individuos desconectados entre sí, sujetos que solo son tales cuando aparecen en escena convocados desde las las redes por un líder supremo a quien se entregan sin concesiones a fin de aventar la soledad interior y exterior que las consume. Una masa formada por los desocupados generados por el progreso tecnológico pero también de contingentes laborales cuyos empleadores siempre ocasionales proceden de empresas y oficinas robotizadas constituida por robots, zoombies conectados a sus smarts, en breve: seres que no saben qué son, ni adonde van, pero que, al encontrar un líder, imaginan poseer lo que no tienen; un futuro, una razón de ser, un sentido histórico de vida. Luego de sus marchas y desmanes, desaparecerán de nuevo al interior de sus cavernas digitales, hasta la próxima ocasión cuando sean llamados en nombre de izquierdas y derechas imaginarias a vitorear, a actuar, a votar, a destruir los pilares del orden establecido.
Los líderes que los convocan les hablan de la grandeza pasada de sus naciones, los invocan a ser grandes otra vez, a expulsar de sus territorios a los invasores que vienen desde países empobrecidos a comerse sus perros regalones. Es la masa reaccionaria a la que interpelan los Orban, los Ficos, los Mileys, los Katzs, los Bukeles, los Erdoganes, los Abascales, los Lepenes, todos seguidores de Trump y por cierto admiradores de Putin, el hombre que intenta recuperar a su gran nación, en nombre de Dios y en contra de los “fascistas ucranianos”.
Este es el trasfondo de la irrupción de las extremas derechas, como tan mal las llaman algunos comentadores sin imaginación. La verdad, no son tan de derechas ni son tan nuevas. En parte se trata, para decirlo en breve, de los antiguos populistas pero esta vez con retórica y ropajes fragmentados de la antigua derecha la que, en diversos países, incapaz de conducir a los nuevos actores sociales, se ha entregado a la conducción de líderes libertarios e i-liberales. Interesante es constatar que tales levantamientos de masa, aún en formato electoral, buscan como objetivo la recuperación de un imaginario orden perdido, la recuperación de la familia tradicional, la penalización del aborto, en contra del matrimonio igualitario, e incluso como en Hungría, Polonia y Turquía, el regreso de la religión al poder.
No deja de llamar la atención que precisamente los líderes de movimientos que se dicen recuperadores del pasado sean, como lo es Trump, personajes anárquicos, desordenados, atrabiliarios, disolutos y cuya conducta social y sobre todo sexual, con algunas excepciones, está muy lejos de la figura patriarcal del antiguo jefe de familia, ideal de los conservadores. Trump es solo uno de ellos, aunque puede ser considerado un arquetipo. Pues bien, esa contradicción es la que precisamente nos ilustra acerca del carácter dual de las nuevas olas políticas. Pre-modernios y postmodernos unidos en contra de los tiempos modernos.
La alianza entre las elites y la chusma, considerada por Hannah Arednt como base de los movimientos y partidos totalitarios, se ha hecho nuevamente presente, pero esta vez en forma abiertamente contradictoria .
¿Cómo puede ser posible que esos grandes millonarios algunos cuya inmoralidad personal no conoce límites, sean seguidos con fervor por movimientos extremadamente conservadores patriarcales y familiaristas? La respuesta no puede ser otra: ellos, líderes y liderados, aún siendo radicalmente diferentes, están situados en contra de la modernidad liberal, democrática y constitucional que conocemos. Por eso ambas alas, la conservadora y la anarquista, difunden una suerte de “política de la antipolítica”, una que pone al servicio de sus objetivos la destrucción de la política y, por lo mismo, la destrucción de la polis como “habitat” de la política. Solo así nos explicamos por qué los temas extremadamente nacionalistas que esgrimen los nuevos líderes populistas de la derecha, sean apoyados por una elite mundial que controla e impone un nuevo orden basado en la difusión y en la lógica de las nuevas tecnologías.
Quienes conducen y financian a las masas ultranacionalistas son cualquier cosa, menos nacionalistas. No hay nada más cosmopolita, por ejemplo, que las reuniones que tienen lugar en ese nuevo Olimpo llamado Silicon Valley entre los potentados de las nuevas tecnologías. Ni Musk, ni Bezos, ni Zuckerberg, y tantos más, representan los intereses de determinadas naciones; todo lo contrario, sus intereses son internacionales e incluso globales.
Cierto es que un Trump obtuvo gran capital político agitado temas patrioteros, un nacionalismo muy radical que propagaba una aversión a todo lo que no sea americano. El mismo ha intentado, además, presentarse en la arena pública como un defensor de los intereses económicos de su nación en contra de la dictadura de una globalización impulsada, según su decir, desde China. Pero Trump, y el mismo Xi Jinping, no están en contra de la globalización, sino en una lucha diferente, a saber: la de intentar controlar desde sus estados a una globalización que no tiene límites fronterizos. Lo que buscan, y ocultan, no es independizar a sus países de la globalización sino convertirlos en vanguardias de la globalización. Globalización sí, internacionalidad de los mercados sí, pero todo controlado desde Washington. Por eso tampoco es cierto que Trump sea un anti-europeísta, como lo es el fundamentalista JD Vance, por ejemplo. Trump no está en contra de Europa, pero sí está en contra de los gobiernos democráticos de Europa. De ahí las excelentes relaciones que ha establecido con los gobiernos de Hungría y de Turquía, ambos ultranacionalistas, pero a la vez dispuestos a formar parte de las redes internacionales tejidas desde los EE UU. Tampoco es cierto que Trump esté en contra del liberalismo. Está solo en contra del liberalismo político, pero nunca en contra del liberalismo económico si EE UU dicta las reglas. Y en ese punto, Trump sí coincide con los magnates cosmopolitas e internacionalistas de la globalización. Estos a su vez necesitan de personajes como Trump, Putin, e incluso Xi, para ejercer su hegemonía mundial. El globalismo requiere de naciones y, por cierto, de naciones no solo globalizadas sino también globalizadoras, no importando si sus estadistas sean democráticos o dictatoriales.
Las tecnologías digitales han dado origen a una nueva clase internacional, sin afectos nacionalistas, sin patria, y mucho más internacionalistas de lo que pretendió ser el comunismo cuando fue subordinado a los intereses de la Rusia soviética. Los jerarcas de Silicon Valley, para volver al ejemplo, no reconocen fronteras. Sus espacios son otros. Musk los representa a carta cabal. Por un lado está dispuesto a apoyar y financiar candidaturas nacionalistas como las de Trump así como a todas las que emergen en los márgenes de Europa y a lo largo de Latinoamérica. Pero solo bajo la condición de que esos nacionalismos sean puestos al servicio de intereses supranacionales.
Las más grandes inversiones de Musk y otros semejantes no están destinadas a favorecer empresas nacionales, por muy globales que ellas sean, sino a objetivos supranacionales, como son los que apuntan hacia la conquista del espacio intergaláctico, por ejemplo. Con eso está diciendo Musk a Trump: mi reino no está en los EE UU, va mucho más allá. Por esa misma razón, las leyes que rigen las relaciones entre las naciones no son respetadas ni por Putin ni por Xi ni por Trump. Pero a la vez, y esta es la paradoja, los gobernantes antidemocráticos de nuestra era se presentan como patriotas y defensores de sus naciones no solo ante ante el mundo, sino sobre todo frente a sus electores. Esa es la razón por la cual hemos hablado de revoluciones contrarrevolucionarias (o al revés) y de la alianza entre las anti-democracias de la pre-modernidad con consorcios globales sin ley ni patria. Lo que los une, y esperamos que no sea por mucho tiempo, es la aversión que ambos polos sienten hacia las democracias llamadas liberales, representadas cada vez menos por los gobiernos de Europa.
Imagino que muchos se preguntarán acerca de cómo será posible contrarrestar los efectos de la inmensa ola antidemocrática que invade al globo terrestre.
Por cierto, algunos gobiernos y partidos europeos se han embarcado en la lucha por el mantenimiento de las libertades democráticas y constitucionales, vale decir, en defensa del orden político llamado liberal. También hay autores, pienso en Slavoj Zizek por ejemplo, que nos hablan de las nuevas tareas de las izquierdas en contra de las nuevas derechas. Con respecto a los primeros, hoy podemos decir que, efectivamente, la lucha por la conservación de los pilares constitucionales e institucionales del orden democrático debe ser mantenida. Que, además, los derechos humanos, cuestionados o relativizados por los tres imperios de nuestros días, el chino, el ruso y el norteamericano, deben ser defendidos con dientes y uñas. Pero también es cierto que contra esa nueva derecha, que no es ni tan nueva ni tan de derecha, no podemos oponer, como propone Zizek, una alternativa de izquierda, sobre todo si consideramos que esa, “la izquierda” (y "la derecha") no existe. Solo hay una multitud de fragmentos autodenominados de izquierdas, una donde confluyen dinosaurios de la guerra fría con movimientos culturales de tipo woke y con defensores de un nuevo orden no solo social sino, además, sexual, a los que agregamos fracciones de socialdemócratas que ya hace tiempo han perdido de vista los objetivos históricos que alguna vez tuvieron. La verdad, eso es muy poco.
De lo quese trata, si reducimos ese problema a su simplicidad más extrema, es de unir a los demócratas, vengan de las ex derechas o de las ex izquierdas, en contra de los antidemócratas, sean estos nacionalistas al estilo Trump o intergalácticos al estilo Musk. Fácil, claro está, es decirlo. Muy difícil será lograrlo.