Si me pidieran una opinión sobre el curso político internacional durante 2025, diría: fue un año muy malo para la democracia, opinión avalada con hechos. La fundamentaré con otra opinión: durante 2025 comenzaron a tomar formas antagonismos que apuntan hacia un nuevo orden a nivel mundial, y ese orden tiene como escultores a cuatro imperios: China, Rusia y los Estados Unidos, y – esto es lo nuevo -un cuarto imperio que me atrevería a llamar supranacional formado por los poseedores de la tecnoeconomía digital, cada uno apoyado por sub-imperios, o potencias mundiales intermedias.
UNA NUEVA ERA IMPERIAL
Cuatro imperios muy diferentes en su composición interna, en sus orígenes, en sus ideologías.
China es un imperio económico como no ha habido uno igual en la historia, uno cuya expansión no precisa de soldados, sino de inversiones, exportaciones y préstamos. Por eso mismo China, como advirtió Trump, es el imperio más cercano al imperio supranacional al que nos referiremos.
Rusia es un imperio tradicional del siglo XlX, un crustáceo prehistórico si se quiere, pero con una dotación militar correspondiente al siglo XXl cuyo objetivo es recuperar a la “Rusia histórica” (aunque nadie sabe bien donde comienza ni donde termina).
Estados Unidos, desde el comienzo de la “revolución trumpiana” (sí, revolución) ha pasado a transformarse, además de ser una gran potencia económica, militar y cultural, en un imperio político y territorial, tal como lo ha diagramado la ominosa pero sincera “Estrategia de Seguridad Nacional” norteamericana, avalada como positiva desde el Kremlin, hecho que convierte por el momento a los EE UU en un aliado objetivo de Rusia.
A diferencias de China, los imperios ruso y norteamericano están pasando por una fase de reacomodamiento territorial. La invasión a Georgia, Chechenia y Ucrania, más la creación de un área de influencia rusa formada por Hungría, Serbia, Eslovaquia y otras naciones que seguirán el mismo rumbo, forman parte del proyecto de expansión territorial inter-europeo de Vladimir Putin. La formación de una América del Sur pro-norteamericana, más la cooptación política de gobiernos europeos antiunitarios, la apropiación territorial de Groenlandia y del Canal de Panamá, son objetivos expansionistas de los EE UU de Trump.
Y, no por último, la novedad del siglo: por sobre el capital industrial y financiero que en tiempos ya lejanos fueron teorizados por el austriaco Hilferding y el ruso Lenin como inicio de la “última fase del capitalismo”, por sobre la división semi-maoísta que popularizó André Günder Frank entre metrópolis y lossatélites en los años setenta (ya casi nadie se acuerda de eso, pero en su tiempo fue muy importante) , y por sobre las economías-mundos que hizo famosas a las teorías de Emmanuel Wallerstein, ha aparecido una nueva “capa imperial” de carácter supranacional formada por grandes consorcios, también supranacionales, que controlan la tecno-economía de nuestro tiempo. Algunos autores ingeniosos nos hablan incluso de un nuevo feudalismo cuya monarquía adquiere una forma global.
Se quiera o no, vivimos una nueva fase imperial e imperialista en vías de formación cuyas repercusiones actuarán en todos los ámbitos incluyendo los de la política que, como ya anticipamos, se encuentra en estos momentos caracterizada por un retroceso cuantitativo de las democracias a nivel mundial.
Como han destacado los investigadores Nic Cheseman, Matías Bianchi y Jeniffer Cyr: “En una investigación publicada en el Journal of Democracy, descubrimos que desde 1994, de los 19 países que experimentaron un periodo de autocratización y luego recuperaron con éxito su nivel anterior de democracia, 17 comenzaron a retroceder nuevamente en cinco años. En lugar de volver a la normalidad, las instituciones democráticas siguen dañadas” Y agregan: “Hoy en día, los gobiernos del espectro autoritario (incluidos muchos que celebran elecciones, como India) representan juntos más del 70 por ciento de la población mundial. También disfrutaron de una cuota del 46 por ciento del PIB global (medida por paridad de poder adquisitivo) en 2022, frente al 24 por ciento de 1992, según datos del V-Dem. Se espera que esa cifra siga aumentando. La disposición de los estados autoritarios a manipular la política a través de las fronteras ha crecido con su poder económico y militar, y su capacidad para hacerlo se ha ampliado con los avances de la tecnología digital. Un nuevo nivel de potencias medias con influencia regional, que incluye países como Turquía y los Emiratos Árabes Unidos, ha dado mayor fuerza a la influencia global de los autoritarios”
En otros términos, la expansión democrática, o revolución democrática en las palabras de Claude Lefort, está perdiendo terreno frente al avance externo e interno de las naciones antidemocráticas. Se confirma una vez más entonces una tesis planteada primero por John Atkinson Hobson en su clásico libro “El imperialismo” y después por Hannah Arendt en sus estudios sobre el fenómeno totalitario. Una tesis que puede resumirse así: El imperialismo en todas sus formas, en tanto requiere de la expansión territorial de los imperios, lleva necesariamente a lad guerras, y las guerras a su vez llevan, también necesariamente, a la restricción de la política, sobre todo de la política democrática.
La invasión a Ucrania por Rusia puede ser considerada - así lo ha sido por el gobierno de Trump- como un fenómeno natural de la expansión rusa en una era imperial, del mismo modo que la apropiación de Groenlandia o Venezuela por parte de los EE UU pueden ser enmarcadas en un contexto similar. En ese sentido, Trump, o por lo menos su fanático ministro J.D. Vance, podrían estar de acuerdo con una formulación del jefe de propaganda del gobierno ruso Vladimir Solovyov quien, con Putin a su lado, dijo durante una ceremonia de entrega de premios en el Kremlin: “el hombre fue creado para la guerra” y “la guerra, por su naturaleza, es sagrada”. “La guerra le ha devuelto el sentido a mi generación, que en algún momento creyó que la patria ya no existía. Le ha devuelto el orgullo, la comprensión y la autoconciencia. Ha quedado claro que el hombre fue creado para la guerra. En ella se revelan las mejores cualidades”.
La exaltación de los imperios pasa por la exaltación de la guerra y por ende en contra de la política como medio de comunicación social y cultural. Bajo esas condiciones, lo menos que puede esperar Trump es que se le conceda alguna vez el Premio Nobel de la Paz. Quiera o no, la expansión norteamericana, para hacer a “América grande otra vez”, pasa por los caminos de la guerra, sea en Palestina, sea en Europa, sea incluso en Latinoamérica.
Los electores norteamericanos pensaban seguramente que hacer a América grande significaba aumentar el poder económico de la nación. Muy pocos pensaron que, de lo que se trataba, era hacer a América más grande desde el punto de vista geográfico. Si así lo hubieran entendido, muchos no habrían votado por Trump.
El régimen norteamericano, sobre todo bajo la dirección de Vance y personjes como Steve Bannon, consejero incógnito de gobierno, han hecho mucho a favor de la guerra. De hecho han deteriorado a la OTAN, a la UE y a las propia ONU. Han saltado por sobre todos los acuerdos y normas que garantizaban la paz mundial desde 1945. Han cambiado el rol de su nación, de vanguardia en contra de las autocracias no occidentales, por alianzas con la mayoría de los dictadores del mundo, mientras Vance acusa a los países más democráticos de Europa de transgresores a la democracia solo por intentar vetar a los grandes consorcios digitales de la desinformación, provenientes del imperio tecnoeconómico global.
LOS PILARES NACIONALES DE LA GLOBALIZACIÓN
A primera vista parece discordante el hecho de que la actual re-constitución imperial tenga lugar en el marco de la globalización económica. Vale recordar que en los tiempos en que el termino globalización inundó los laboratorios científicos sociales, la idea central era que con la globalización desaparecerían los imperios nacionales al ser transformados en sub-poderes del imperio global, idea que todavía parece predominar en economistas como Janos Faraufakis. Sin embargo, lo que vemos parece ser lo contrario: el fortalecimiento de los imperios nacionales como China, Rusia, los EE UU, y subpotencias como India, Arabia Saudita, Israel, Irán, Japón y Brasil, han aumentado su poder nacional en el marco de la globalización. ¿Es una contradicción? No necesariamente.
Efectivamente, la globalización, en lugar de disminuir ha logrado aumentar el poder de las naciones- imperios, pero eso no significa que estos concurran con la globalización. Gracias a esa constatación podemos llegar a a dos conclusiones. La primera es que los estados imperiales se han constituido en pilares que sustentan la globalización. El segundo es que para las potencias internacionales el objetivo principal no es luchar en contra de la globalización sino luchar por el control, o si se quiere, por la hegemonía sobre el proceso de la globalización. De esa lucha está descartada Rusia, que, evidentemente nunca pasará de ser una potencia regional, como afirmó el presidente Obama. Así la globalización, desde el punto de vista económico ha atizado la contradicción entre dos imperios globales: el chino y el norteamericano. El primero, China, es el que mejor ha logrado insertarse en el marco globalizador; de eso no cabe duda. Y evitar que ello siga siendo así, es el propódito estratégico de la administración Trump.
Los EE UU intentan desplazar a China dentro, pero no en contra, de la globalización. Pero para lograrlo, deben crear condiciones para que el capital global aterrice en su territorio con mayor intensidad que en China. Para eso es necesario -ese es el ideal trumpista – que en la competencia mundial los EE UU aventajen a China lo que nunca podría lograr mientras los salarios chinos sigan siendo comparativamente bajos como todavía lo son, apuntan los economistas tradicionales. La otra alternativa, y esta parece ser la del trumpismo, es convertir a China en una gigantesca maquila, al servicio del capital tecnológico norteamericano en estrecha alianza con el capital tecnológico mundial, es decir, mediante la alianza entre un imperio nacional con un imperio espacial. O lo que es parecido, de lo que se trata es de que los EE UU controlen a la globalización y no la globalización a los EE UU. Pero para que eso suceda, los EE UU deben asegurar para sí fuerza de trabajo y materias primas estratégicas de otros países para lo cual los EE UU debe incrementar su potencial imperial. Probablemente así piensa Trump: o los EE UU se convierten en un agresivo imperio territorial o estamos perdidos. Ahora bien, al llegar a este punto es importante reiterar: la alianza y no sumisión entre los estados nacionales con el capital global es justamente eso: una alianza y no la subordinación de uno con respecto al otro.
En el marco de esa nueva relación podemos entender el agresivo distanciamiento que se dio entre Donald Trump y Elon Musk. No fue en todo caso una pelea personal, como intentaron hacerla aparecer los medios. Fue la evidencia de que entre el imperio-nación y el imperio-global pueden surgir contradicciones. Musk, no hay lugar a dudas, interpone los intereses del estado tecnoeconómico mundial por sobre los de cualquier otro estado nacional, aunque sea el de los EE UU. Por eso cuando Musk advirtió que Trump se proponía lesionar intereses del imperio global que reposan en China, se convirtió en un enemigo político de Trump. La ruptura estalló cuando Musk calificó el proyecto de ley estrella de Trump como una "abominación repugnante". Musk adujo que la medida aumentaría drásticamente el déficit federal y eliminaría los créditos fiscales de $7,500 para vehículos eléctricos, lo cual perjudicaría directamente las ventas de Tesla ¡en y desde China! Visto así, y aunque parezca ironía, Musk confirmó un veredicto de Marx: “El capital no conoce fronteras ni naciones”.
El imperio de la nube global se sirve y contrae alianzas con los imperios terrenales, pero jamás se dejará subordinar por ellos. Por eso Musk intentó disputar el poder político a Trump intentando incluso fundar un nuevo partido norteamericano. Pero dándose cuenta de que en ese terreno solo podía ganar Trump, optó por retirarse de la política norteamericana volviendo a su imperio celestial a soñar con naves espaciales que conquistarán a la Luna, a Martes y a sus alrededores.
Dicho de modo más prosaico: el imperio global necesita de los imperios-estados, así como estos últimos necesitan del primero. También ambos necesitan de la política, pero no demasiado de la política democrática, menos en estos momentos, cuando Rusia y los EE UU están lanzados en un proyecto común de invasiones territoriales cuyo objetivo es insertarse en mejores condiciones en el espacio mundial
Como es de prever, el descrito no es el mejor campo para que florezcan las democracias en el mundo. Rusia y China son enemigos declarados de la democracia, sobre todo si esta encierra la posibilidad de contagiar a sus respectivas naciones. Por esa razón, si bien China no interviene directamente en guerras, lo hace de modo indirecto. Si no fuera por las compras de petróleo ruso y por la asistencia militar que le presta China, Putin hanría perdido ya la guerra en Ucrania. A Trump, por su parte, no interesan las democracias sino los estados nacionales fuertes en condiciones de convertirse en aliados suyos. Tampoco le interesa la desaparición de la política si esta le sirve para deteriorar la voluntad democrática en algunas naciones. Por eso, tanto Putin como Trump tienen como aliados a los partidos políticos populistas, nacionalistas y anti-EU que proliferan en Europa a los cuales apoyan a viva voz y sin ningún apego a las formas. De la misma manera, intervienen políticamente en las naciones a las que consideran miembros de su zona de influencia. Para Putin, esa zona es Eurasia, más una parte grande de Europa del Este y Central. Lo mismo, aunque de modo aún mas descarado hace Trump con respecto a las naciones de América Latina. No trepida po rejemplo en aplicar aranceles por razones políticas, como lo hizo en Brasil en defensa de Bolsonaro o cuando intervino directamente en defensa de determinados candidatos como ha hecho en Argentina y en Honduras (En Chile, dado el carácter suicida de la izquierda de ese país, no necesitó hacerlo). Y si interviene militarmente en Venezuela, como lo está haciendo en cuotas semanales, no lo hará por erradicar el narcotráfico, un área comercial muy fuerte en los EE UU, como también solo en una pequeña medida lo hace por el petróleo, el que puede obtener muy barato del dictador Maduro, ni mucho menos debido al monstruoso fraude electoral que llevó al poder a Maduro. Lo hace para tapar los diques que permitan una mayor penetración económica de otros imperios, principalmente del chino, en América Latina. Ese es el sentido del corolario Trump a la Doctrina Monroe, inserto en la Estrategia de Defensa Nacional.
¿Cómo defender el ideal democrático en medio de condiciones tan adversas como las que hemos intentado describir? Intentaremos responder a esa pregunta existencial en próximos artículos. Valga la pena por ahora anotar que parte de las respuestas las podemos encontrar en la política de los propios Estados Unidos. Las victorias alcaldicias que tuvieron lugar en Nueva York y los Angeles por los candidatos opositores, Mandavi y Higgins, respectivamente, han mostrado que es posible desplazar democráticamente a los enemigos de la democracia si es que abandonamos las narraciones ideológicas del ayer y nos insertamos en medio de los problemas reales que vive la población común y coriente. La política internacional, al fin, es un reflejo de la política nacional. Y eso significa, las tareas democráticas deben ser llevadas a cabo primero, y antes que nada, en la propia casa. Sin aseguramiento democrático interno no podrá haber nunca una lucha por la democracia externa.
UNA NUEVA ERA IMPERIAL
Cuatro imperios muy diferentes en su composición interna, en sus orígenes, en sus ideologías.
China es un imperio económico como no ha habido uno igual en la historia, uno cuya expansión no precisa de soldados, sino de inversiones, exportaciones y préstamos. Por eso mismo China, como advirtió Trump, es el imperio más cercano al imperio supranacional al que nos referiremos.
Rusia es un imperio tradicional del siglo XlX, un crustáceo prehistórico si se quiere, pero con una dotación militar correspondiente al siglo XXl cuyo objetivo es recuperar a la “Rusia histórica” (aunque nadie sabe bien donde comienza ni donde termina).
Estados Unidos, desde el comienzo de la “revolución trumpiana” (sí, revolución) ha pasado a transformarse, además de ser una gran potencia económica, militar y cultural, en un imperio político y territorial, tal como lo ha diagramado la ominosa pero sincera “Estrategia de Seguridad Nacional” norteamericana, avalada como positiva desde el Kremlin, hecho que convierte por el momento a los EE UU en un aliado objetivo de Rusia.
A diferencias de China, los imperios ruso y norteamericano están pasando por una fase de reacomodamiento territorial. La invasión a Georgia, Chechenia y Ucrania, más la creación de un área de influencia rusa formada por Hungría, Serbia, Eslovaquia y otras naciones que seguirán el mismo rumbo, forman parte del proyecto de expansión territorial inter-europeo de Vladimir Putin. La formación de una América del Sur pro-norteamericana, más la cooptación política de gobiernos europeos antiunitarios, la apropiación territorial de Groenlandia y del Canal de Panamá, son objetivos expansionistas de los EE UU de Trump.
Y, no por último, la novedad del siglo: por sobre el capital industrial y financiero que en tiempos ya lejanos fueron teorizados por el austriaco Hilferding y el ruso Lenin como inicio de la “última fase del capitalismo”, por sobre la división semi-maoísta que popularizó André Günder Frank entre metrópolis y lossatélites en los años setenta (ya casi nadie se acuerda de eso, pero en su tiempo fue muy importante) , y por sobre las economías-mundos que hizo famosas a las teorías de Emmanuel Wallerstein, ha aparecido una nueva “capa imperial” de carácter supranacional formada por grandes consorcios, también supranacionales, que controlan la tecno-economía de nuestro tiempo. Algunos autores ingeniosos nos hablan incluso de un nuevo feudalismo cuya monarquía adquiere una forma global.
Se quiera o no, vivimos una nueva fase imperial e imperialista en vías de formación cuyas repercusiones actuarán en todos los ámbitos incluyendo los de la política que, como ya anticipamos, se encuentra en estos momentos caracterizada por un retroceso cuantitativo de las democracias a nivel mundial.
Como han destacado los investigadores Nic Cheseman, Matías Bianchi y Jeniffer Cyr: “En una investigación publicada en el Journal of Democracy, descubrimos que desde 1994, de los 19 países que experimentaron un periodo de autocratización y luego recuperaron con éxito su nivel anterior de democracia, 17 comenzaron a retroceder nuevamente en cinco años. En lugar de volver a la normalidad, las instituciones democráticas siguen dañadas” Y agregan: “Hoy en día, los gobiernos del espectro autoritario (incluidos muchos que celebran elecciones, como India) representan juntos más del 70 por ciento de la población mundial. También disfrutaron de una cuota del 46 por ciento del PIB global (medida por paridad de poder adquisitivo) en 2022, frente al 24 por ciento de 1992, según datos del V-Dem. Se espera que esa cifra siga aumentando. La disposición de los estados autoritarios a manipular la política a través de las fronteras ha crecido con su poder económico y militar, y su capacidad para hacerlo se ha ampliado con los avances de la tecnología digital. Un nuevo nivel de potencias medias con influencia regional, que incluye países como Turquía y los Emiratos Árabes Unidos, ha dado mayor fuerza a la influencia global de los autoritarios”
En otros términos, la expansión democrática, o revolución democrática en las palabras de Claude Lefort, está perdiendo terreno frente al avance externo e interno de las naciones antidemocráticas. Se confirma una vez más entonces una tesis planteada primero por John Atkinson Hobson en su clásico libro “El imperialismo” y después por Hannah Arendt en sus estudios sobre el fenómeno totalitario. Una tesis que puede resumirse así: El imperialismo en todas sus formas, en tanto requiere de la expansión territorial de los imperios, lleva necesariamente a lad guerras, y las guerras a su vez llevan, también necesariamente, a la restricción de la política, sobre todo de la política democrática.
La invasión a Ucrania por Rusia puede ser considerada - así lo ha sido por el gobierno de Trump- como un fenómeno natural de la expansión rusa en una era imperial, del mismo modo que la apropiación de Groenlandia o Venezuela por parte de los EE UU pueden ser enmarcadas en un contexto similar. En ese sentido, Trump, o por lo menos su fanático ministro J.D. Vance, podrían estar de acuerdo con una formulación del jefe de propaganda del gobierno ruso Vladimir Solovyov quien, con Putin a su lado, dijo durante una ceremonia de entrega de premios en el Kremlin: “el hombre fue creado para la guerra” y “la guerra, por su naturaleza, es sagrada”. “La guerra le ha devuelto el sentido a mi generación, que en algún momento creyó que la patria ya no existía. Le ha devuelto el orgullo, la comprensión y la autoconciencia. Ha quedado claro que el hombre fue creado para la guerra. En ella se revelan las mejores cualidades”.
La exaltación de los imperios pasa por la exaltación de la guerra y por ende en contra de la política como medio de comunicación social y cultural. Bajo esas condiciones, lo menos que puede esperar Trump es que se le conceda alguna vez el Premio Nobel de la Paz. Quiera o no, la expansión norteamericana, para hacer a “América grande otra vez”, pasa por los caminos de la guerra, sea en Palestina, sea en Europa, sea incluso en Latinoamérica.
Los electores norteamericanos pensaban seguramente que hacer a América grande significaba aumentar el poder económico de la nación. Muy pocos pensaron que, de lo que se trataba, era hacer a América más grande desde el punto de vista geográfico. Si así lo hubieran entendido, muchos no habrían votado por Trump.
El régimen norteamericano, sobre todo bajo la dirección de Vance y personjes como Steve Bannon, consejero incógnito de gobierno, han hecho mucho a favor de la guerra. De hecho han deteriorado a la OTAN, a la UE y a las propia ONU. Han saltado por sobre todos los acuerdos y normas que garantizaban la paz mundial desde 1945. Han cambiado el rol de su nación, de vanguardia en contra de las autocracias no occidentales, por alianzas con la mayoría de los dictadores del mundo, mientras Vance acusa a los países más democráticos de Europa de transgresores a la democracia solo por intentar vetar a los grandes consorcios digitales de la desinformación, provenientes del imperio tecnoeconómico global.
LOS PILARES NACIONALES DE LA GLOBALIZACIÓN
A primera vista parece discordante el hecho de que la actual re-constitución imperial tenga lugar en el marco de la globalización económica. Vale recordar que en los tiempos en que el termino globalización inundó los laboratorios científicos sociales, la idea central era que con la globalización desaparecerían los imperios nacionales al ser transformados en sub-poderes del imperio global, idea que todavía parece predominar en economistas como Janos Faraufakis. Sin embargo, lo que vemos parece ser lo contrario: el fortalecimiento de los imperios nacionales como China, Rusia, los EE UU, y subpotencias como India, Arabia Saudita, Israel, Irán, Japón y Brasil, han aumentado su poder nacional en el marco de la globalización. ¿Es una contradicción? No necesariamente.
Efectivamente, la globalización, en lugar de disminuir ha logrado aumentar el poder de las naciones- imperios, pero eso no significa que estos concurran con la globalización. Gracias a esa constatación podemos llegar a a dos conclusiones. La primera es que los estados imperiales se han constituido en pilares que sustentan la globalización. El segundo es que para las potencias internacionales el objetivo principal no es luchar en contra de la globalización sino luchar por el control, o si se quiere, por la hegemonía sobre el proceso de la globalización. De esa lucha está descartada Rusia, que, evidentemente nunca pasará de ser una potencia regional, como afirmó el presidente Obama. Así la globalización, desde el punto de vista económico ha atizado la contradicción entre dos imperios globales: el chino y el norteamericano. El primero, China, es el que mejor ha logrado insertarse en el marco globalizador; de eso no cabe duda. Y evitar que ello siga siendo así, es el propódito estratégico de la administración Trump.
Los EE UU intentan desplazar a China dentro, pero no en contra, de la globalización. Pero para lograrlo, deben crear condiciones para que el capital global aterrice en su territorio con mayor intensidad que en China. Para eso es necesario -ese es el ideal trumpista – que en la competencia mundial los EE UU aventajen a China lo que nunca podría lograr mientras los salarios chinos sigan siendo comparativamente bajos como todavía lo son, apuntan los economistas tradicionales. La otra alternativa, y esta parece ser la del trumpismo, es convertir a China en una gigantesca maquila, al servicio del capital tecnológico norteamericano en estrecha alianza con el capital tecnológico mundial, es decir, mediante la alianza entre un imperio nacional con un imperio espacial. O lo que es parecido, de lo que se trata es de que los EE UU controlen a la globalización y no la globalización a los EE UU. Pero para que eso suceda, los EE UU deben asegurar para sí fuerza de trabajo y materias primas estratégicas de otros países para lo cual los EE UU debe incrementar su potencial imperial. Probablemente así piensa Trump: o los EE UU se convierten en un agresivo imperio territorial o estamos perdidos. Ahora bien, al llegar a este punto es importante reiterar: la alianza y no sumisión entre los estados nacionales con el capital global es justamente eso: una alianza y no la subordinación de uno con respecto al otro.
En el marco de esa nueva relación podemos entender el agresivo distanciamiento que se dio entre Donald Trump y Elon Musk. No fue en todo caso una pelea personal, como intentaron hacerla aparecer los medios. Fue la evidencia de que entre el imperio-nación y el imperio-global pueden surgir contradicciones. Musk, no hay lugar a dudas, interpone los intereses del estado tecnoeconómico mundial por sobre los de cualquier otro estado nacional, aunque sea el de los EE UU. Por eso cuando Musk advirtió que Trump se proponía lesionar intereses del imperio global que reposan en China, se convirtió en un enemigo político de Trump. La ruptura estalló cuando Musk calificó el proyecto de ley estrella de Trump como una "abominación repugnante". Musk adujo que la medida aumentaría drásticamente el déficit federal y eliminaría los créditos fiscales de $7,500 para vehículos eléctricos, lo cual perjudicaría directamente las ventas de Tesla ¡en y desde China! Visto así, y aunque parezca ironía, Musk confirmó un veredicto de Marx: “El capital no conoce fronteras ni naciones”.
El imperio de la nube global se sirve y contrae alianzas con los imperios terrenales, pero jamás se dejará subordinar por ellos. Por eso Musk intentó disputar el poder político a Trump intentando incluso fundar un nuevo partido norteamericano. Pero dándose cuenta de que en ese terreno solo podía ganar Trump, optó por retirarse de la política norteamericana volviendo a su imperio celestial a soñar con naves espaciales que conquistarán a la Luna, a Martes y a sus alrededores.
Dicho de modo más prosaico: el imperio global necesita de los imperios-estados, así como estos últimos necesitan del primero. También ambos necesitan de la política, pero no demasiado de la política democrática, menos en estos momentos, cuando Rusia y los EE UU están lanzados en un proyecto común de invasiones territoriales cuyo objetivo es insertarse en mejores condiciones en el espacio mundial
Como es de prever, el descrito no es el mejor campo para que florezcan las democracias en el mundo. Rusia y China son enemigos declarados de la democracia, sobre todo si esta encierra la posibilidad de contagiar a sus respectivas naciones. Por esa razón, si bien China no interviene directamente en guerras, lo hace de modo indirecto. Si no fuera por las compras de petróleo ruso y por la asistencia militar que le presta China, Putin hanría perdido ya la guerra en Ucrania. A Trump, por su parte, no interesan las democracias sino los estados nacionales fuertes en condiciones de convertirse en aliados suyos. Tampoco le interesa la desaparición de la política si esta le sirve para deteriorar la voluntad democrática en algunas naciones. Por eso, tanto Putin como Trump tienen como aliados a los partidos políticos populistas, nacionalistas y anti-EU que proliferan en Europa a los cuales apoyan a viva voz y sin ningún apego a las formas. De la misma manera, intervienen políticamente en las naciones a las que consideran miembros de su zona de influencia. Para Putin, esa zona es Eurasia, más una parte grande de Europa del Este y Central. Lo mismo, aunque de modo aún mas descarado hace Trump con respecto a las naciones de América Latina. No trepida po rejemplo en aplicar aranceles por razones políticas, como lo hizo en Brasil en defensa de Bolsonaro o cuando intervino directamente en defensa de determinados candidatos como ha hecho en Argentina y en Honduras (En Chile, dado el carácter suicida de la izquierda de ese país, no necesitó hacerlo). Y si interviene militarmente en Venezuela, como lo está haciendo en cuotas semanales, no lo hará por erradicar el narcotráfico, un área comercial muy fuerte en los EE UU, como también solo en una pequeña medida lo hace por el petróleo, el que puede obtener muy barato del dictador Maduro, ni mucho menos debido al monstruoso fraude electoral que llevó al poder a Maduro. Lo hace para tapar los diques que permitan una mayor penetración económica de otros imperios, principalmente del chino, en América Latina. Ese es el sentido del corolario Trump a la Doctrina Monroe, inserto en la Estrategia de Defensa Nacional.
¿Cómo defender el ideal democrático en medio de condiciones tan adversas como las que hemos intentado describir? Intentaremos responder a esa pregunta existencial en próximos artículos. Valga la pena por ahora anotar que parte de las respuestas las podemos encontrar en la política de los propios Estados Unidos. Las victorias alcaldicias que tuvieron lugar en Nueva York y los Angeles por los candidatos opositores, Mandavi y Higgins, respectivamente, han mostrado que es posible desplazar democráticamente a los enemigos de la democracia si es que abandonamos las narraciones ideológicas del ayer y nos insertamos en medio de los problemas reales que vive la población común y coriente. La política internacional, al fin, es un reflejo de la política nacional. Y eso significa, las tareas democráticas deben ser llevadas a cabo primero, y antes que nada, en la propia casa. Sin aseguramiento democrático interno no podrá haber nunca una lucha por la democracia externa.