Fernando Mires – LOS DEMONIOS ANDAN SUELTOS

 


La palabra crisis debe ser una de las más usadas en cualquier idioma. Si se revisan las historias personales, hablamos de crisis de identidad, crisis de adolescencia, de la pubertad, de la mitad de la vida, del fin de la vida, etc. Lo mismo ocurre con la historia, ya sea la universal o la cotidiana. Al fin, a uno o no le queda más que pensar en que la forma más natural de existir es la crisis. Y creo no equivocarme. Por el solo hecho de que sabemos que vamos a morir, el humano está enfrentado a una crisis permanente; una crisis existencial, por llamarla así.

Sin embargo, hay periodos en los cuales hablamos más de crisis que en otros. Esos son aquellos en los que se han producido cambios irreversibles en alguna instancia de la vida colectiva. Puede ser una nueva invención tecnológica, una revolución política o social, un cambio súbito en la economía mundial.

Hablamos entonces de crisis cuando la continuidad de la vida se ve alterada por cambios a los que no entendemos o no somos capaces de adaptarnos y esa incapacidad se hace presente en diversos niveles de la vida. En fin , cuando nos encontramos perdidos en el mundo, en el nuestro, el interior, y en el que nos rodea, el exterior. O cuando nuestras palabras no encajan con las cosas que queremos designar. O cuando el futuro, visto desde un trizado presente aparece como algo completamente desconocido.

La verdad, nunca hemos conocido el futuro pues, si es futuro, no existe todavía. Aunque en ciertos periodos creíamos conocerlo de acuerdo a las pautas que nos ofrece el presente. Pero cuando en el presente no encontramos esas pautas, el futuro, o la imagen que tenemos de futuro, desaparece, y sin imagen de futuro, no sabemos hacia donde vamos y, luego, el sentido mismo de la vida es encerrado dentro de un horizonte invisible.

Por cierto, una crisis no nos llega de un día a otro. Las crisis asoman en cuotas. Cuando el avance de la crisis aparece indetenible, o cuando la magnitud que asume aparece como total, recién en ese momento podemos comenzar a entender el pasado como un camino que, a través de sus anuncios, nos llevaba a esa crisis en la que hoy estamos sumidos. Una crisis, si no total, al menos global.

Tratemos de recordar: cuando sociólogos como Daniel Bell y Alain Touraine nos hablaban a partir de la segunda mitad del siglo pasado de la crisis de la sociedad industrial, o cuando André Gorz nos hablaba de la desaparición del proletariado, no existían las economías digitales: economías que llevan a un aumento notable de la productividad y al mismo tiempo a una disminución de la masa laboral. Tampoco usábamos los términos globalidad ni mucho menos globalización. La primera vez que alguien los usó fue para referirse a la globalización de las comunicaciones internéticas. Pero hoy resulta que estamos casi todos intercomunicados en redes que no hemos tejido y que, en cierto modo, nos han atrapado.

Los trabajadores industriales son un segmento cada vez más delgado en una sociedad que no se articula consigo misma. La inteligencia artificial amenaza con sobrepasar a la inteligencia humana y al mismo tiempo con hacernos pensar de modo artificial, sin emociones, sin pasiones, sin moral, sin humor. La clase tecnócrata global se ha emancipado de sus marcos nacionales y sus propietarios no pueden vencer la tentación de mover los hilos y así convertirnos en títeres de sus fantasías. El antiguo proletariado ha desaparecido como clase, y con ello sus instituciones, sus barrios, sus cantinas. En su lugar aparece una “nueva no-sociedad de masas” formada por seres laborales desintegrados entre sí, unidos cada vez más por simples lazos virtuales. Los ciudadanos, término al que aludíamos para designar a los seres autónomos de las doctrinas liberales, están convirtiéndose en los regímenes totalitarios de China y Rusia, en simples “habitantes” cuya opinión, al no estar articulada, no existe, o solo existe como “masa aclamatoria”, sometida a líderes supremos que piensan en nombre de todos.

De tal manera que ya no solo hablamos de una crisis, sino de varias crisis entrecruzadas entre sí. Una crisis, si se quiere, multidimensional.

No podemos naturalmente hablar aquí de todas esas crisis, pero sí podemos hacerlo del campo en donde estas aparecen más visibles, o si se prefiere: donde todas se confunden y determinan entre sí. Me refiero, como es de suponer, a la crisis del orden político mundial, sobre todo el que se da en el espacio occidental. A esa crisis, la mayoría de los observadores la han bautizado como “crisis de la democracia liberal”. Con esa designación se quiere decir que el orden político hegemónico, caracterizado por sistemas de gobiernos presidencialistas o parlamentarios, de acuerdo con la alternabilidad inscrita en constituciones que garantizaban la libertad de opinión, de prensa, de movimiento, de religión, está siendo cuestionado y, con ello, para decirlo con Hannah Arendt, se nos está hundiendo el piso de ese mundo común donde deliberamos -e incluso luchamos unos en contra de otros- al que llamábamos democracia.

En otras palabras, estamos experimentando los efectos de una contrarrevolución antidemocrática de connotaciones mundiales, una ofensiva rabiosa en contra de la democracia a la que algunos llaman liberal y aquí preferimos llamar constitucional e institucional. Nos estamos refiriendo a la aparición de movimientos, partidos y gobiernos a los que, para entenderlos de modo primario, hemos denominado nacional populistas, en analogía indirecta con los movimientos, partidos y gobiernos nacional socialistas del siglo XX, todos diferentes entre sí, pero a la vez todos de acuerdo en que la democracia que conocemos debe ser sustituida por una democracia i-liberal (Orban); en verdad, anti-liberal.

El sofisticado concepto de i-liberalismo no pasa de ser un sinónimo de autoritarismo, vale decir, de regímenes en donde la comunicación política, construida a través de la horizontalidad partidaria, es radicalmente sustituida por una comunicación directa entre caudillo y población (población, no ciudadanía) no organizada entre sí, esto es, no constituida en clases, sino en masa. Como anticipaba Arendt, el fin de la sociedad de clases no lleva al socialismo sino a la sociedad de masas, o en los términos de Emile Durkheim, a la anomia. Bajo esas condiciones la población se constituye políticamente como movimiento alrededor de la figura de un líder mesiánico. Podríamos decir, una unidad social donde el principio político es sustituido por un principio totémico. En fin, una descomunal regresión histórica.

La población en su forma de masa política, carece de conciencia colectiva, de heterogeneidad pensante, de comunicabilidad horizontal. Movimientos y partidos como los nacional populistas, sean los de la mal llamada extrema derecha europea, sea el MAGA trumpista, sean los anarco-libertarios de Milei, y muchos más, solo existen en referencia al líder (o a la líder) supremo. En esas condiciones el contrato social ficticio que se da entre ciudadanía y estado pasa a ser reemplazado, en el orden posdemocrático, por el contrato social no ficticio que se da entre población anómica y líder supremo.

No podemos hablar de causalidades. A menudo tendemos a creer que la expansión del nacional populismo a nivel global creó las condiciones para que la sociedad llamada liberal comenzara a partirse en pedazos. Pero también pudo haber sido al revés; a saber, que el declive de la democracia liberal ha creado las condiciones para que esta comenzara a ser acosada de modo interno y externo. Putin, para usar el ejemplo más resaltante, está lejos de ser un sociólogo o un politólogo, pero, a su modo animal, entendió que las llamadas democracias constitucionales europeas ya estaban lo suficientemente debilitadas para que él se permitiera invadir a Ucrania y desde ahí declarar la guerra a todas las democracias europeas. Lo mismo podemos decir de Trump. El no-democrático presidente norteamericano entendió que las condiciones objetivas estaban dadas en su país para lanzarse a una segunda elección, llegar a la presidencia conduciendo un vasto movimiento extraparlamentario y antipolítico, e iniciar la demolición de la más antigua democracia de la modernidad. Por su parte Xi Jinping intenta, al tejer redes económicas mundiales, imponer la tesis de que los derechos humanos no pueden ni deben ser los occidentales y que la democracia no es la forma más deseable de gobierno para naciones que siguen otras tradiciones históricas. En contra del universalismo de los derechos humanos, y de acuerdo con la proposición de Jinping, ha sido impuesta la tesis de la libre autodeterminación de las naciones, entendiendo por ello que cada gobierno sea libre para cometer las masacres que le vengan en gana sin dejarse regir por derechos humanos “ajenos”, como son los occidentales. Una tesis que el mismo dictador está lejos de cumplir cuando, apoyando militarmente a Rusia, niega el derecho a Ucrania a autoconstituirse como nación libre y soberana.

Hay que agregar que el desconocimiento de la universalidad de los derechos humanos practicada por Putin y Xi, y en parte por Trump, pasa por una ruptura con toda la legislación internacional erigida después de la guerra mundial. Como hemos destacado en otra ocasión, el mundo se encuentra “fuera de la ley”. Es la hora, para emplear la expresión de Giulani Di’Empoli, de los grandes y pequeños “depredadores”. Cada presidente de una potencia mundial se puede arrogar los derechos que estime conveniente para que su nación sea “grande otra vez”. Sin leyes, sin reglamentos que los detengan, todos los demonios andan sueltos.

La democracia occidental comenzó a disolverse por sí misma del mismo modo que las autocracias monárquicas comenzaron a descender como consecuencia del desarrollo de las fuerzas productivas que traía consigo una lenta, después vertiginosa revolución industrial. Estamos, por decirlo así, en el medio de, y frente a, un cambio epocal. ¿Quiere decir que ya está inscrito en el plan de la historia que las democracias están condenadas a muerte y que el futuro será definitivamente autocrático? Eso no lo sabemos. Cuando en el siglo XX emergieron al mismo tiempo dos imperios antidemocráticos como fueron el nazi y el soviético, no pocos pensaban que estábamos llegando al fin de la historia de la democracia, de la misma manera que cuando el nazismo, y tiempo después el comunismo, murieron, no solo Fukuyama pensó en que entrábamos al fin de la historia; hacia un tiempo en donde la democracia terminaría imponiéndose a nivel mundial.

Hoy la democracia se encuentra nuevamente acosada, pero en un espacio mucho más grande que durante el siglo XX en Europa, incluyendo, además, a diversas naciones de América Latina, en donde, como si se hubiera dado vuelta una tortilla, las derechas populistas avanzan de modo acelerado y se declaran seguidoras del populismo trumpista de un modo parecido al de los partidos comunistas cuando se declaraban seguidores del comunismo soviético. Eso quiere decir que los movimientos y gobiernos antidemocráticos también portan consigo su negación. Ahora, si la negación de las anti-democracias serán democráticas, no podemos saberlo. En cualquier caso, si las democracias logran resistir a la ola antidemocrática de nuestro tiempo, no serán las mismas que conocemos. Más no podemos decir por ahora. Jugando con el famoso título de Ciro Alegría solo podemos afirmar que el futuro nos es ancho y ajeno.

Pero, por otra parte, es inevitable pensar en que, en los días que estamos viviendo, la democracia está perdiendo no una batalla sino una guerra frente al avance de las anti-democracias. En Europa, después del Brexit, la democracia como forma de gobierno ha ido retrocediendo cada vez más y más. Hoy Orban –quien ha sabido unificar en sí mismo las principales características del trumpismo y del putinismo- no es un caudillo anti-democrático aislado; además, es líder de gobiernos y partidos representados en la propia UE.

No obstante, el golpe más fuerte, el que se nos avecina, el que muy pocos quieren nombrar, el que todavía no ha llegado, será la toma de Francia por el nacional populismo. Eso ocurrirá cuando el vacío de poder que dejará Macron detrás de sí sea ocupado por los contingentes de Reagrupación Nacional liderados por el joven y carismático lepenista Jordán Bardella. Si eso llega a suceder, los movimientos antidemocaticos, sobre todos los de ultraderecha, estarán en condiciones de romper el eje franco-aleman. Putin encontrará así la ocasión perfecta para avanzar desde Ucrania hacia otras zonas europeas, con la aprobación de China. Ese peligro es visible y es próximo. No podemos esconder más la cabeza en la arena.

Algo parecido puede suceder en América Latina. Allí, con la caída de Chile en las manos de la ultraderecha trumpista, lo más probable será que el mileísmo ejercerá hegemonía en el Cono Sur. El liderazgo de Brasil, bajo Lula convertido en aliado estratégico de China e indirectamente de Rusia, no logrará contrarrestar la influencia creciente del mileísmo qué, a diferencia del populismo peronista, contará con interconexiones continentales y mundiales.

La democracia como forma de gobierno y como modo de vida se encuentra en franco retroceso a nivel mundial. La alianza que tiene lugar entre los consorcios internacionales de las nuevas tecnologías y los movimientos y gobiernos nacional populistas, parece ser incontrarrestable. La democracia ya está pasando a su forma conservadora de vida y en muchos lugares de la tierra ya pertenece –para decirlo con Carlos Gardel- al viejo pasado que no volverá.

¿Qué hacer desde una perspectiva democrática? Lo primero, antes que nada, será reconocer la realidad tal cual es. Estamos en medio de una confrontación en donde la forma democrática de la política está siendo ampliamente superada. Solo a partir de esta primera constatación podemos llegar a una segunda: la democracia, y por supuesto los demócratas, nos encontramos en una fase de lucha extremadamente defensiva. La tercera constatación es que esa lucha defensiva no debe ser enfrentada de un modo nostálgico. No se trata de soñar con la reimplantación de las antiguas democracias de la sociedad industrial, sino de reformularlas en el marco de una nueva era signada por el orden digital en la economía, en la tecnología y en la producción cultural. Para que eso suceda, necesitamos abandonar la casa de los antiguos paradigmas y aceptar de una vez por todas que la que ahora tiene lugar no será una lucha de clases entre una izquierda socialista y una derecha capitalista, sino una que se dará entre los perdedores del nuevo orden económico político y sus ganadores.

En un texto anterior poníamos énfasis en las elecciones que tuvieron lugar en Nueva York, donde fue elegido como alcalde el joven político Zohran Mamdani. En lugar de hacer grandes proclamas, sin caer en una metapolítica a favor de un nuevo orden mundial, Mamdani “bajó” a los lugares donde habitan los perdedores, se enteró de sus problemas reales y existentes, y a través de su candidatura los convirtió en demandas políticas alternativas a las que representa Trump y el trumpismo. ¿Nuevo populismo? Si populismo es trabajar con la gente común y corriente, puede serlo. Pero populismo, además, es otra cosa: populismo significa también enardecer a las masas no en aras de problemas concretos sino de futuros ideológicamente definidos los que, para ser cumplidos, requieren arrasar con los intereses de la gente común y corriente, sean estos emigrantes, trabajadores desplazados por las nuevas tecnologías, submundos habitacionales, enfermos en los hospitales, y tantos más. Una lucha que no requiere de conocimientos ideológicos sino de sensibilidad humana y social, pero antes que nada, respeto a las constituciones que se hicieron para todos, y por supuesto, a la fuente de donde provienen la mayoría de las constituciones del mundo occidental: los derechos humanos.

Los derechos humanos nacieron como derechos políticos, son derechos políticos, y a la vez, como formulara Michael Ignatieff, son también un programa político que puede y debe ser levantado, no solo en defensa de la forma democrática, también en nombre de los derechos que corresponden a cada humano por el simple hecho de ser humano.

En ese sentido los derechos humanos están siendo cuestionados no solo desde Rusia y China, sino desde el interior de las repúblicas democráticas donde los intentos, a veces necesarios y legítimos por contener u ordenar las olas migratorias, amenazan convertirse en pogromes, deportaciones e incluso en limpiezas étnicas. Donde la lucha en contra la delincuencia puede servir a un Bukele para convertir a su nación en una gran cárcel. Donde la lucha en contra de la inflación puede llevar a convertir a una nación como la argentina, en un gran supermercado. Donde la lucha en contra del narcotráfico puede servir a Trump para convertir las aguas del mar en océanos militarizados.

Todos los seres humanos son iguales ante Dios, dice la Declaración de Independencia de los EE UU. Esa fue la frase inspiradora de los derechos humanos, hoy bastiones universales de toda democracia. No hay frase más subversiva que esa. Defenderlos no es solo defender el legado del pasado. También es defender la posibilidad de un futuro no autoritario y no autocrático.