José Domingo Sosa - LA DISOCIACIÓN EMOCIONAL Y LA PLENITUD DE SENTIR


Hay heridas que no se dicen ni recuerdan y por eso nunca sanaron. Ante la intensidad del dolor que amenaza con desbordar los nervios, la mente activa la disociación, un mecanismo de emergencia que no debe confundirse con la simple represión o el olvido selectivo. Es, en esencia, un desprendimiento más profundo, una fractura silenciosa en las funciones que integran la experiencia del yo, la personalidad y el carácter. La conciencia se divide para sobrevivir, preservando la vida a costa de suspender algo esencial: la continuidad del sentir.

Esta decisión de apartar la emoción del camino consciente surge de una fuerza instintiva de conservación, aprendida en un contexto hostil, una humillación, una pérdida, una infancia difícil, donde sentir se identificó como peligroso. Lo que comienza como una estrategia de supervivencia se consolida en una forma de habitar el mundo, donde el yo racional asume el mando, estructurando la vida en una secuencia controlada de responsabilidades, objetivos,  decisiones y mucho control.

Desde el exterior, la vida de la persona disociada puede parecer perfectamente ordenada, funcional y hasta exitosa y admirada socialmente. Sin embargo, desde dentro, reina el vacío, pues la disociación emocional actúa como una amputación invisible: se sigue caminando, pero ya no se siente el suelo. El costo de esta protección es inmenso: al erigir murallas contra el dolor, la mente guardiana también se desconecta del placer, del amor, del deseo y de la ternura.

Esta calma aparente encubre una tensión constante, el temor de que cualquier emoción auténtica despierte el caos que un día se juró no volver a experimentar. El yo que opera bajo este influjo no siente; sustituye, actuando como una máscara adaptada que sabe producir y comportarse, dejando a la parte que sufre y desea relegada al silencio.

La mente, al convertirse en el propio cuidador y sobreviviente, transforma el pensamiento en un refugio que es, a la vez, una prisión. En este estado, pensar sustituye a sentir, y analizar reemplaza a experimentar. Las emociones se traducen en arquetipos y conceptos que sirven de escudo, justificando cada distancia afectiva con razonamientos como "no es el momento" o "no vale la pena sufrir". No obstante, la disociación no elimina la emoción; simplemente la destierra al inconsciente, donde esta continúa vibrando, influyendo y frenando la existencia.

El yo disociado, como un misterio que intenta definirse o protegerse, vive dividido entre el polo que teme sentir y el que anhela hacerlo. Esta división genera una nostalgia sin objeto o un miedo difuso al vacío, pues la persona percibe que algo falta sin darse cuenta de que es su propia capacidad de estar presente ante la emoción.

El psicoanalista neoyorquino, Mark Epstein, señala que el ego, el guardián de la disociación, es en gran medida una construcción defensiva que busca mantener la cohesión psíquica, pero que con el tiempo se vuelve un tirano amable, limitando la conciencia. El ego se aferra a la racionalidad y la previsibilidad, guiado por la lógica de que sentir equivale a sufrir, y sufrir a perder el control y, por ende, a morir.

En su afán por evitar lo insoportable, el ego administra la vida como una economía emocional basada en el cálculo, donde el amor se evalúa como riesgo, y toda espontaneidad es sospechosa. Esta estructura, que el budismo asociaría al apego al control, sofoca la espontaneidad y la creatividad, encerrando la mente en un estado reducido.

El intento de asegurar la supervivencia emocional termina agotando la posibilidad misma de vivir, pues lo que el ego llama control es miedo, lo que llama independencia es aislamiento, y lo que llama seguridad es petrificación. La indiferencia, más que la tristeza, se convierte en el primer signo clínico de esta anestesia: la persona no sufre ni disfruta; vive como quien observa su vida desde un punto externo, sin participar de la corriente viva de la existencia.

Lo más triste y desgarrador de esta condición es que la persona que la padece y se encuentra con esta explicación detallada de ella, a menudo le resulta casi imposible procesarla, precisamente porque no recuerda que es sentir. Esto se debe a una razón profundamente dolorosa: simplemente no sabe, ni nunca ha experimentado verdaderamente, lo que significa vivir sin la constante opresión del vacío emocional. Ha pasado tanto tiempo en un estado de entumecimiento y desconexión que la idea de una existencia diferente le es ajena.

En otras palabras, estas personas nunca han sentido el verdadero florecer del ser, la plenitud embriagadora de sentir en su totalidad, la alegría desbordante o la tristeza profunda que son intrínsecas a la experiencia humana. Sus emociones han estado amortiguadas, distorsionadas o completamente ausentes, lo que les impide comprender la riqueza y la complejidad de la vida emocional plena. Esta incapacidad para sentir auténticamente crea una barrera infranqueable para la comprensión, ya que no poseen el marco de referencia interno necesario para asimilar lo que se les está describiendo. El vacío se ha convertido en su realidad, su "normalidad", y la noción de vivir sin él es tan extraña como un color para alguien que ha sido ciego de nacimiento.

La salida de la disociación no reside en la explicación intelectual, sino en la presencia. No se trata de desmantelar el ego por la fuerza, sino de iniciar un proceso lento y modesto de reintegración, volviendo a habitar las partes del ser que fueron expulsadas. El camino de retorno no busca eliminar el miedo, sino aprender a convivir con él sin la necesidad imperiosa de huir.

La práctica curativa comienza cuando la persona se detiene frente al impulso automático de escapar del trauma, reconociendo al miedo como una memoria viva que clama por ser escuchada. Cuando se logra detener y sentir la ola del pánico sin suprimirla, la emoción se revela como energía que puede ser contenida y transformada. Este acto de detenerse subvierte la lógica del ego, introduciendo confianza donde antes reinaba el control (Winnicott).

Al nombrar y aceptar la emoción reprimida, la persona comienza a integrar lo escindido, transformando esa emoción en un puente entre el pasado y el presente, reuniendo las partes fragmentadas de su identidad. La verdadera fuerza no proviene de evitar el miedo, sino de incluirlo en la trama de la vida. La plenitud no se halla en el control o los objetos, sino en la capacidad de sentir sin miedo.

En este contexto, el amor se convierte en la medicina más profunda, pues es precisamente aquello que la disociación había impedido. La intimidad del amor es el reverso de la disociación, obligando al individuo a permitirse depender, confiar y compartir la fragilidad, restaurando la continuidad que el trauma había roto.

La cura no es la eliminación del miedo, sino la reanudación del flujo emocional que permite sentir sin desbordarse. Al permitir que la corriente emocional vuelva a circular, el individuo comienza a transformar el miedo en una memoria honrada y la necesidad de amor en la esencia misma de su humanidad. En esta exposición y en este dejar de defenderse, la persona descubre que el sufrimiento, cuando se siente plenamente, se disuelve; y que el amor, cuando se permite, se vuelve la forma más profunda y auténtica de existir.


jdsosa1@gmail.com