Durante los años más álgidos de la Guerra Fría previo al tratado de no proliferación de armas nucleares alcanzado por los gobiernos de Reagan y Gorvachov en 1987, había una sensación de inminencia del peligro de una conflagración nuclear que se expresaba en muchos ámbitos del espacio público y la cultura general. Hubo montones de estudios, libros y artículos que advertían la proximidad de catástrofes nucleares a consecuencia de un mal cálculo de cualquiera de las partes (USA o USSR) en sus estrategias de contención y disuasión de un ataque del enemigo con misiles de largo alcance. Esta atmósfera de paranoia social en los países occidentales también quedó retratada en el cine; recuerdo particularmente la película “El día después” (1983) que, como su título sugiere, intentaba imaginar lo horrible que sería el día después de la catástrofe nuclear.
Como sabemos esa catástrofe no ocurrió, al menos no desde el espanto de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945, quizás debido a esos tratados internacionales para desmontar los misiles de largo alcance de las grandes potencias. Sin embargo, ya bien entrado el siglo XXI sí ocurrió una catástrofe sanitaria global: la pandemia del coronavirus declarada en 2020 que se originó en China pero se extendió velozmente por todo el orbe, con consecuencias tremendas reflejadas en los elevados índices de mortalidad de todos los países y las graves secuelas que ha dejado en la salud de segmentos vulnerables de la población mundial. Al leer algo de lo que se escribió durante esos meses de la cuarentena rígida que se impuso en muchos países, sobresalen asimismo los intentos por imaginar “el día después” de la pandemia, cuyo final oficial fue declarado por la OMS recién en mayo de 2023. A diferencia del horrendo paisaje imaginario post desastre nuclear, sin embargo, muchos escenarios post pandemia eran más bien anhelos de los enclaustrados forzosos por volver a la normalidad de la simple libertad de poder respirar al aire libre, circular por las calles o del cotidiano ajetreo en cualquier urbe o lugar del mundo.
Pero no pretendo abundar aquí en el sentimiento apocalíptico que nos invade frente al desolador panorama global de guerras de exterminio, catástrofes humanitarias, desapariciones forzadas, desastres ambientales o colapso climático. A lo sumo, quisiera compartir las angustias de mis conciudadanos bolivianos que este domingo 19 de octubre enfrentan por primera vez un balotaje entre los dos binomios presidenciales que pasaron a segunda vuelta después de las elecciones del 17 de agosto. Mientras algunos se enfrascan en todo tipo de cábalas, justificaciones y/o descalificaciones (mucha guerra sucia de ambos lados) con miras al resultado del balotaje entre la derecha más conservadora y una centroderecha populista emergente, yo prefiero preguntarme por “el día después” del balotaje. Pienso que, independiente de quién gane, lo que se viene por delante es un panorama tremendamente complicado tanto en lo económico más urgente como en lo político e institucional más importante.
La gravedad de la crisis económica –cuyos síntomas empezaron a hacerse evidentes para toda la población desde al menos 2023– ha sido el principal tema de las campañas electorales de los candidatos presidenciales que pasaron a segunda vuelta. La debacle económica se manifestó primero con la escasez de dólares en las entidades financieras y el Banco Central, los cuales fueron rápidamente sobrepasados en su capacidad de atender la demanda de moneda extranjera de los ahorristas en los bancos. Como era de esperarse, ello provocó rápidamente el surgimiento de mercados paralelos por fuera del sistema financiero que empezaron a cotizar al dólar por encima del tipo de cambio oficial que se había mantenido congelado en Bs. 6.85 por más de una década. Al presente (10/25), la cotización del mercado paralelo ha llegado casi a duplicar el tipo de cambio oficial lo que equivale a una enorme devaluación de facto de la moneda nacional, provocando una inflación generalizada por el elevado componente importado en la producción de cualesquiera productos y servicios de nuestra economía.
Sería largo explicarle a un observador externo cómo llegamos a tal punto de insolvencia financiera; baste decir que está estrechamente relacionada con las políticas estatistas de hidrocarburos del gobierno del MAS desde su acceso al poder en 2006 (D.S. 28701 de nacionalización de hidrocarburos de 1ro mayo 2006). Estas políticas desalentaron las inversiones de exploración y producción de hidrocarburos provocando que los ingresos por exportaciones de gas natural caigan a un tercio de sus niveles de hace una década. El presidente Luis Arce como titular del gobierno desde 2020, y en sus funciones de ministro de economía de los gobiernos de Evo Morales hasta 2019, es corresponsable no únicamente de la ausencia de inversiones en hidrocarburos sino del despilfarro de los enormes ingresos que provinieron de las exportaciones de gas natural y otros rubros hasta el 2014, y también del congelamiento del tipo de cambio desde 2011 que equivalió a una política de aliento al consumismo de mercancías importadas en desmedro de la producción nacional.
El panorama sería incompleto, sin embargo, si no se mencionan las políticas de subsidios ciegos al consumidor que priorizó el partido gobernante (como una forma de fidelizar el voto de las grandes mayorías), particularmente la subvención a los hidrocarburos que durante sus 20 años de gobierno mantuvo los precios de gasolina y diésel prácticamente congelados a menos de un tercio de los precios internacionales, al punto de convertir al país en un importador neto de hidrocarburos desde hace un par de años. Pero lo dramático apareció cuando se cruzaron ambas tendencias –la escasez de dólares en el sistema financiero y el incremento en los volúmenes de importación de hidrocarburos– poniendo al descubierto una patente insolvencia fiscal para cubrir las importaciones de diésel y gasolina en los volúmenes requeridos por la demanda interna (toda vez que el Estado detenta el monopolio de la provisión de hidrocarburos en todo el país, lo que además dio lugar a grandes niveles de corrupción). En ese momento, con el espectáculo de colas interminables de vehículos durante varias horas y hasta días esperando poder abastecerse de combustibles en surtidores de todo el país sobrepasados por la demanda, la crisis del “modelo económico” estatista y rentista del partido gobernante le estalló en la cara, con el consecuente voto castigo de la población en la primera vuelta de las elecciones generales de 2025 en las que el MAS apenas obtuvo apenas un 3%, después de haber obtenido el 55% en las elecciones de 2020 (¡!).
Ahora bien, ¿cómo salir de semejante atolladero económico y bancarrota financiera? Si es que no fuese del todo imposible, falta saber cómo lo harán los que vienen a reemplazar al saliente MAS. En realidad, ambos contendientes a ocupar la silla presidencial han dirigido sus campañas anunciando precisamente lo que harán desde su primer día de gobierno. Sin abundar mayormente en el cómo, han ofertado resolver la escasez de combustibles como una primera medida para evitar el colapso de la producción y un mayor desorden en el funcionamiento de la economía. A continuación, uno de ellos ha ofrecido obtener un fondo de salvataje en dólares de libre disponibilidad de los organismos multilaterales de crédito, mientras que el otro pretende obtener los fondos necesarios para reactivar la economía recortando el déficit fiscal destinado a subvencionar a empresas públicas deficitarias, principalmente por la carga financiera que éstas representan para las finanzas públicas, aunque sin aclarar que estos recursos recuperados, por cuantiosos que sean, seguirán siendo apenas una fracción de lo requerido y además en moneda nacional. De cualquier manera, estamos hablando de medidas que podrían tomarse a mediano plazo y no como punto de arranque de medidas de emergencia para paliar la patética escasez de diésel y gasolina.
Pero independientemente de quien gane el balotaje y cómo pretenda resolver la amenaza de una agudización de la “estanflación” económica (recesión e inflación juntas), la mayor dificultad para el gobierno que se instale el 8 de noviembre será política e institucional. Después de 2 décadas de hegemonía parlamentaria del gobernante MAS, los partidos de oposición otrora tradicionales quedaron eliminados o reducidos a un par de siglas de alquiler sobre las que se han montado unas alianzas de agrupaciones políticas improvisadas y poco consistentes. De hecho, como resultado de la primera vuelta electoral la asamblea legislativa ha quedado conformada por tres fuerzas políticas que deberían llegar a acuerdos de gobernabilidad que le den viabilidad al gobierno elegido el 19 de octubre. Ocurre que la tercera fuerza congresal corresponde a la alianza que postulaba a un empresario que aparecía como favorito en las encuestas pero que quedó fuera de competencia para la segunda vuelta electoral. Si bien este empresario apoya al candidato de centro derecha populista para el balotaje, la gran interrogante es qué pasará con su representación legislativa (UNIDAD) si gana el otro candidato de la derecha tradicional, ¿conformará un bloque de oposición con la bancada del partido populista derrotado (PDC)? ¿Se dividirá entre una fracción leal al empresario para sumarse a la oposición congresal del PDC y otra gobiernista que prefiera apoyar al programa de reformas del nuevo gobierno de derecha (LIBRE)?
En cualquier caso, el panorama político de “el día después” del balotaje está cargado de incertidumbre por la aguda desinstitucionalización no únicamente de la asamblea legislativa (que tuvo el peor desempeño, particularmente durante la gestión del presidente Luis Arce Catacora) sino del conjunto de la institucionalidad democrática tremendamente erosionada por las prácticas antidemocráticas del partido único en función de gobierno (MAS) durante 20 años.
Por un lado, la instrumentalización que este partido hizo del poder judicial para perseguir sus afanes políticos ha socavado profundamente la confianza ciudadana en la justicia boliviana, a pesar de que sus máximos tribunales han sido elegidos por voto popular desde 2011. Adicionalmente, estos tribunales superiores perdieron toda legitimidad a partir de la inconstitucional resolución 84/17 del tribunal constitucional que habilitó la candidatura presidencial de Evo Morales por cuarta vez para las elecciones de 2019 desconociendo el referendo del 21F de 2016 que le había dicho NO a la reelección indefinida.
Ahora bien, el poder judicial se ha seguido deslegitimando por su desvergonzado alineamiento con los gobiernos de turno: primero convalidó en 2019 la sucesión constitucional del gobierno transitorio de Jeanine Añez, después en 2020 se constituyó en un mecanismo del poder ejecutivo para anular al poder legislativo en sus funciones legisladora y fiscalizadora. Por último, no tuvo reparos en emitir un auto constitucional para la autoprórroga de su mandato ante el impasse político del legislativo que no viabilizó las elecciones judiciales de 2023 (realizadas sólo parcialmente en 2024). Contra todo pronóstico, sin embargo, el autoprorrogado tribunal constitucional plurinacional no quiso (o no pudo) entrabar las elecciones presidenciales que se realizaron en agosto 2015 (con balotaje incluido este domingo 19 de octubre). ¿Pero será que este TCP híbrido, con 5 vocales autoprorrogados y 4 vocales elegidos en 2024, se alineará nuevamente con el flamante gobierno para viabilizar sus reformas que probablemente sean demandadas por otros actores de vulnerar la Constitución? ¿O será que el nuevo gobierno termine de renovar a los altos tribunales con la elección judicial de jueces afines e incluso logre los 2/3 del voto en la asamblea legislativa para aprobar las nuevas leyes de inversiones que requiere su programa de gobierno?
Y es que ambos contendientes por la silla presidencial han anunciado un paquete de leyes que sólo tendrán viabilidad política y constitucional si se logran amplios acuerdos entre gobierno y oposición tanto para la aprobación del paquete de medidas de corto, mediano y largo plazo que permitan enfrentar la crisis múltiple del Estado boliviano, como para la restitución de los mecanismos institucionales que permitan implementar las medidas en un contexto de aguda escasez de recursos materiales y de previsible rechazo social a esas medidas draconianas de ajuste fiscal, cambiario y financiero que afectarán a la población en sus posibilidades de sobrevivencia, particularmente entre los sectores empobrecidos más vulnerables.
Un dato no menor para entender la coyuntura actual es el proceso de cooptación, manipulación y división de las organizaciones sociales por los gobiernos del MAS durante todo este tiempo, que se refleja en la debilidad de dichas organizaciones para articular sus protestas ante el descalabro de la economía popular hoy en curso y con pocas probabilidades de enfrentar de manera organizada el paquete de medidas de ajuste como para obligar al nuevo gobierno a la adopción de medidas de mitigación de los impactos de dicho paquete. En consecuencia, se podría anticipar que el rechazo social y las protestas contra las medidas de contención de la crisis serán más bien desorganizadas y caóticas, con la amenaza latente de violencia social desatada de maneras descontroladas (a menos que se confirme su supuesta afiliación de última hora a una de las fuerzas políticas que disputan el balotaje, como estrategia de supervivencia política de los sectores populares hasta hace poco afiliados al MAS).
Otra amenaza es la posibilidad de que el rechazo social sea aprovechado políticamente por la oposición del sector duro que apoya a Evo Morales y que, por primera vez, ha quedado fuera del sistema político formal aunque sin haber perdido necesariamente su capacidad de bloqueo a cualquier iniciativa del próximo gobierno. Estos opositores radicales no se conduelen de la crítica situación por la que atraviesan amplios sectores de la población actualmente, sectores quizás mal acostumbrados a los años de jauja del gobierno de Morales pero que ya no tiene posibilidades de mantener sus prácticas de gasto insulso y desperdicio que caracterizaron esos años de bonanza mentirosa. Sin por ello amilanarse, estas minorías eficaces podrían intentar chantajear a la población para obligarla a retroceder en su búsqueda electoral y pacífica de otras opciones políticas para la defensa de sus intereses más elementales.
Ojalá los sufrimientos que inevitablemente traerán las medidas que pretenden superar la situación de virtual bancarrota a la que nos ha conducido el partido de gobierno –por los delirios mesiánicos de su autócrata popular hoy caído en desgracia– no sean en vano y las medidas dolorosas nos permitan en algún momento llegar a divisar la luz al final del túnel. Más allá del día después, ojalá que el recuerdo de tales sufrimientos preserve a las futuras generaciones de bolivianos de volver a caer en las alucinaciones del poder.
* por Hernando Calla, La Paz – Bolivia, 18 de octubre de 2025