Desde siempre, los seres humanos hemos tejido ficciones para poder habitar un mundo que, de otro modo, resultaría insoportable. En la raíz de todas ellas está la necesidad de aliviar el sufrimiento y apaciguar la angustia que nos provoca la mera conciencia por tratar de conjugar los instintos de supervivencia y reproducción con las ilusiones y normas dictadas por la civilización. No hablamos únicamente de creencias religiosas o de grandes sistemas de pensamiento; hablamos también de las pequeñas convicciones íntimas que nos sostienen a diario, las narrativas personales que nos permiten levantar la cabeza cada mañana y seguir viviendo como si todo tuviera un orden y un propósito. En cierto sentido, vivir es sostener ilusiones, y la mente humana parece haber nacido con esa facultad inagotable de inventarlas.
Las ilusiones no son simples engaños o errores de juicio. Freud ya lo señalaba en El porvenir de una ilusión: son construcciones psíquicas que se apoyan en los deseos más profundos, en la necesidad de protección, en el anhelo de que alguien o algo más grande cuide de nosotros. La ilusión responde al miedo, pero también a la esperanza. Es la vía que la mente inventa para conciliar la fragilidad del ser con la dureza de la realidad. En la religión, por ejemplo, la promesa de vida eterna compensa la certeza de la muerte. En el amor romántico, la fantasía de permanencia contrarresta la evidencia de la inestabilidad de los afectos. En la confianza en el progreso, la ilusión de que todo avanza hacia algo mejor equilibra el vértigo de lo desconocido.
Podría pensarse que estas ficciones son un accidente, un defecto evolutivo o cultural. Sin embargo, miradas con atención, parecen más bien el corazón mismo de lo humano. Ernest Becker, en La negación de la muerte, sostenía que el hombre necesita “mentiras vitales” para no quedar paralizado por la conciencia de su mortalidad. Kierkegaard hablaba de la “desesperación tranquila” de quienes viven atrapados en ilusiones que evitan enfrentar su verdad. Y hasta las neurociencias contemporáneas nos muestran que la mente produce constantemente narrativas que dan coherencia a procesos internos caóticos. En otras palabras, las ilusiones no son opcionales: son construcciones primarias, estructuras fundamentales de nuestra existencia.
Y, sin embargo, si hay una ilusión que se sitúa en la raíz de todas las demás, es la creencia en el self o yo: la idea de que en nuestro interior habita un yo estable, coherente, soberano, que dirige nuestras acciones y que decide libremente el rumbo de nuestra vida. Este yo aparece ante nosotros como la evidencia más inmediata y natural: sentimos que somos “alguien” que piensa, que elige, que actúa. Y sin embargo, cuando lo examinamos con rigor, ese yo se revela menos como sustancia y más como una narración que se construye a sí misma sin cesar. El self es la ficción primaria, el eje alrededor del cual giran todas las demás ilusiones que nos sostienen.
El budismo lo anticipó hace siglos con su doctrina de anattā, la negación de un yo permanente. Lo que llamamos “self” no es más que la suma cambiante de percepciones, emociones, recuerdos y deseos, como un río que nunca es el mismo aunque lo nombremos con una palabra fija. La modernidad, desde Hume hasta Nietzsche, reforzó esta sospecha: el yo no es un núcleo, sino un haz de percepciones, un campo de fuerzas, un proyecto abierto. Y hoy, las neurociencias lo confirman: la continuidad del yo no se encuentra en un centro inmutable del cerebro, sino en una narrativa que el cerebro construye para dar sentido a procesos discontinuos. Lo que sentimos como una identidad sólida es, en verdad, un relato tejido sobre arenas movedizas.
Sin embargo, necesitamos esa ilusión para sobrevivir. Sin el self no habría coordinación, responsabilidad ni proyecto. No podríamos prometer ni recordar, no podríamos sostener la ficción de una biografía personal que da coherencia a nuestra vida. Tampoco podríamos soportar la conciencia de la muerte: si no nos creyéramos “alguien”, ¿qué sería lo que muere? La ilusión del yo actúa como andamiaje indispensable, y sobre ella se eleva otra ilusión fundamental: la del libre albedrío. Sentimos que decidimos que somos dueños de nuestras elecciones, cuando en realidad la mayor parte de nuestros actos brotan de condicionamientos inconscientes, de fuerzas biológicas y sociales que nos anteceden y nos exceden. La libertad, tal como la imaginamos, es más un mito que una realidad, pero un mito sin el cual la vida moral y social se desmoronaría.
Es aquí donde Arthur Schopenhauer introdujo su noción de la Voluntad de vivir, con una crudeza que desnudaba cualquier consuelo metafísico. Detrás del self, detrás de la razón y del supuesto libre albedrío, no hay un centro autónomo y soberano, sino una fuerza ciega, irracional y universal que atraviesa toda la naturaleza. Esa voluntad, que no piensa, que no calcula, que no tiene propósito final, se manifiesta en cada ser vivo como un impulso irrefrenable a perpetuarse, a afirmarse, a buscar placer y evitar dolor. En el ser humano, ese impulso adquiere la forma de deseos inagotables: queremos vivir, queremos poseer, queremos amar, queremos trascender, y en ese querer interminable se instala también la raíz de nuestro sufrimiento.
Schopenhauer vio en ello la tragedia de la condición humana: cada deseo satisfecho se desvanece rápidamente, dando lugar a otro deseo que lo sustituye, como si el hambre nunca pudiera saciarse. Cuando el deseo no se cumple, sufrimos; cuando se cumple, nos aburrimos; y en ambos casos la voluntad nos empuja a seguir queriendo. El yo, con sus narrativas de autonomía y de elección, aparece entonces como un velo que nos protege del vértigo de reconocer que no somos más que marionetas de esa fuerza que nos antecede y nos domina. Creemos que decidimos, cuando en realidad obedecemos. Nos contamos historias de libertad y de propósito, cuando lo que late en el fondo es un mecanismo impersonal que nos trasciende.
Pero Schopenhauer también señaló que existen grietas, instantes de respiro en los que esa maquinaria se suspende. El arte, la contemplación estética, la experiencia de lo bello y de lo sublime ofrecen un alivio momentáneo: en esos momentos el individuo deja de ser esclavo del deseo y puede contemplar el mundo sin pretender poseerlo. Es como si la ilusión del self se debilitara y, por un instante, se revelara lo que hay detrás: la pura existencia, sin necesidad de apropiación. El yo es máscara, pero también mediación necesaria: sin él, nos sentiríamos desgarrados por los impulsos caóticos de la vida; con él, al menos nos creemos capaces de ordenar, de proyectar, de sostener un mínimo de estabilidad. La paradoja es que esa máscara, al mismo tiempo que nos protege, nos aliena.
A esa visión sombría respondieron, cada uno a su modo, los grandes pensadores existenciales. Kierkegaard concibe el yo como paradoja angustiante: síntesis de infinitud y finitud, de posibilidad y necesidad, siempre en tensión, siempre en riesgo de desesperación. La angustia no es un defecto, sino la experiencia de la libertad. Frente a la ceguera de la Voluntad, Kierkegaard coloca el vértigo de la libertad y la necesidad de dar un salto de fe, no como evasión ilusoria, sino como afirmación existencial. Nietzsche, por su parte, rechazó el pesimismo de Schopenhauer y lo transfiguró en potencia: si la vida es voluntad, debe afirmarse en toda su crudeza. El yo no es engaño a superar, sino multiplicidad de máscaras que expresan la vitalidad de la voluntad de poder.
Sartre radicalizó esa intuición: el hombre está condenado a ser libre, y la ilusión del yo estable es una forma de mala fe, una estrategia para huir de la responsabilidad de elegir. Vivimos refugiados en identidades prefabricadas, pero lo que somos es nada que se hace ser en cada elección. Heidegger, finalmente, desplazó la cuestión hacia el ser-para-la-muerte: lo que hay no es un yo sustancial, sino un Dasein, o un ser “arrojado al mundo”, cuya autenticidad solo se alcanza al asumir la propia finitud. En conjunto, estos pensadores coincidieron en que el yo no es esencia fija, sino apertura, tensión, proyecto. La ilusión radica en creer lo contrario.
Todo esto podría parecer distante, abstracción reservada al ámbito de la teoría. Pero basta con observar de cerca una relación amorosa para descubrir que esas intuiciones laten en la vida más íntima. El caso de una pareja, un Miguel y una Alesia, es un ejemplo claro. Miguel, un hombre que buscaba autenticidad, encontró en Alesia la confirmación de su narrativa existencial: ser visto, ser acompañado, ser amado. Alesia, marcada por la precariedad y el miedo a la carencia material, halló en Miguel refugio y seguridad. Durante un tiempo, ambos sostuvieron la ilusión de un “nosotros” que daba continuidad a sus yoes. Pero poco a poco, las fisuras aparecieron. Miguel necesitaba ternura y reciprocidad; Alesia veía a través de él el fantasma de la inestabilidad. Él pedía autenticidad; ella buscaba control. La ruptura fue inevitable.
Miguel quedó devastado, confundiendo el derrumbe de la narrativa compartida con la aniquilación de su ser. Se aferró a pensamientos obsesivos hasta comprender que lo que había perdido no era esencia, sino historia. Al escribir sobre su dolor, descubrió que podía transformarlo en palabra y, con ello, en distancia. Alesia, en cambio, reprimió la emoción, cortó el vínculo y se refugió en una nueva relación, fabricando otra ilusión de seguridad. En cada uno se encarna una estrategia distinta frente al sufrimiento: él, el aferramiento a la ilusión rota; ella, la huida hacia una ilusión renovada.
Su historia muestra que el self no es sustancia indestructible, sino una narración que se fragua en compañía de otros. Lo que se rompe en una ruptura amorosa no es nuestro ser, sino la historia en la que nos habíamos sostenido. El sufrimiento proviene de confundir esas narrativas con esencia, de no reconocer su carácter transitorio. Miguel comienza a intuir al escribir; Alesia lo posterga en su represión. Ambos, sin embargo, son expresión de la misma verdad: las ilusiones de la mente son defensas frente a la intemperie de existir.
Y aquí llegamos al desenlace. Vivir entre ilusiones significa aceptar que no podemos existir sin ficciones, pero también aprender a reconocer su fragilidad. No se trata de abolir las ilusiones, algo imposible, sino de no esclavizarse a ellas como si fueran verdades absolutas. El amor, la libertad, el progreso, la fe en un futuro mejor son necesarios, pero lo decisivo es habitarlos con conciencia de su carácter narrativo. Somos relatos, no esencias. Y si nuestras historias se quiebran, tenemos la posibilidad de reescribirlas.
Aceptar que somos seres de ilusión no significa resignarse a la mentira, sino abrazar la condición humana en toda su vulnerabilidad y potencia. Lo que nos hiere no es la muerte de un núcleo inmutable, sino el derrumbe de ficciones que podemos volver a crear. Y en esa capacidad de narrarnos una y otra vez, de inventar relatos que den forma a nuestra vida sin olvidar nunca su fragilidad, reside nuestra mayor dignidad. Porque vivir entre ilusiones no es engañarse: es recordar que el sentido nunca está dado, siempre está por hacerse, y que el desafío de existir consiste en hacerlo con la mayor lucidez posible.