Desde hace tiempo me ronda una inquietud: ¿hasta qué punto la psicología contemporánea —y en particular la psicología junguiana— no ha terminado por convertirse en una religión secular? Una religión sin Dios, pero no sin fe. Y en medio de esa inquietud, recientemente, viví la siguiente anécdota:
En un chat online alguien colocó un video en el que aparece una mujer comentando aspectos de la tradición hindú Advaita Vedānta, mejor conocida por sus enseñanzas espirituales, gurús y textos ancestrales Mahāvākyas de las Upanishads, como tat tvam asi ("tú eres eso"), que resuenan en su filosofía y textos menores como el Ātma‑bodha de Śaṅkara y el Tejo Bindu Upanishad que explican cómo nuestra esencia es pura Conciencia.
En ese mismo chat, una profesional de la salud, asociada con la psicología jungiana, comentó sobre el video compartido. Ella afirmó que el concepto "somos conciencia" de la tradición hindú Advaita Vedanta equivale al Self, “con S mayúscula”, de la psicología junguiana. Esta observación reavivó en mí lo que he notado desde hace años sobre la práctica moderna de la psicología: La topografía conceptual de la psique y la forma de relacionarnos con ella, la asemejan más con abstracciones metafísicas que con los descubrimientos y avances de la ciencia desde la ilustración.
La doctrina de los arquetipos de Jung ofrece un “panteón de términos divinos psicologizados” de los cuales las personas pueden elegir su "medicina espiritual". Jung fue sin duda un pensador brillante. Su lenguaje simbólico, su concepción del inconsciente colectivo, los complejos con sus arquetipos, su ambición de alcanzar un centro, todo eso tiene un poder evocador y una profundidad que no puedo ni quiero negar. Pero con el tiempo he llegado a pensar que, el sistema junguiano no es tanto una teoría psicológica como sí una teología disfrazada. Una suerte de teísmo secularizado donde el mándala reemplaza a la cruz, el Self sustituye a Dios, y las figuras arquetípicas —la Madre, el Viejo Sabio, el animus— actúan como nuevos santos de una liturgia psicológica. Es, en suma, una religión sin iglesia, pero con alma; sin dogma explícito, pero con un sistema de salvación implícito: la individuación como redención simbólica.
Esta pregunta, sobre la religiosidad de la psicología, que en otros momentos hubiera parecido excesiva o irreverente, se ha vuelto para mí central. En mi estudio sobre este tema destacan dos lecturas que me marcaron profundamente: The Triumph of the Therapeutic de Philip Rieff y The Denial of Death de Ernest Becker. Ambos coinciden en advertir que, tras la caída de las grandes religiones históricas, lo que ha quedado no es simplemente el vacío, sino su sustitución por algo más insidioso: una psicología terapéutica que pretende curar al alma sin confrontarla con su tragedia.
Para Becker, Jung había ofrecido un consuelo “demasiado satisfactorio”, demasiado perfecto, demasiado reconfortante. Mientras Freud, con su sobriedad atea, aceptaba la miseria neurótica como el precio de la lucidez, Jung buscaba la armonía del alma a través de una alquimia interior que, sin decirlo abiertamente, reproducía las mismas estructuras de significado y propósito que antes ofrecían las religiones tradicionales. El análisis junguiano es un proceso de transfiguración del ego (yo), una peregrinación simbólica que conduce a un centro sagrado —el Self— a través del encuentro con lo numinoso. ¿Pero acaso eso no es lo que las religiones siempre prometieron?
Rieff, por su parte, fue aún más categórico. Denunció lo que llamó “triumph of the therapeutic”, el triunfo de una cultura que ya no se organiza en torno a ideales trascendentes, sino en torno al bienestar emocional. El individuo, desprovisto de comunidad, culto o misión, busca su apoteosis no en la santidad, sino en la realización psicológica. Se dirige al terapeuta como antes se dirigía al sacerdote. Busca en los sueños lo que antes encontraba en las escrituras. Y cuando dice “alcanzar el centro, su Self”, lo que quiere decir —sin saberlo— es redimirse.
Este fenómeno no me parece trivial ni inocente. Porque si el precio de abandonar la religión fue una supuesta emancipación racional, lo que ha emergido en su lugar no es una razón fortalecida, sino una espiritualidad terapéutica de consumo íntimo. En lugar de confrontar la finitud, la muerte, la soledad esencial del ser, se ofrece al paciente una mitología simbólica que lo protege del vértigo, pero que lo adormece. El Self junguiano promete totalidad, pero no redención; y en ese vacío se juega la diferencia entre el símbolo vivo y el consuelo ilusorio.
La psicología junguiana ha logrado lo que muchas religiones institucionales ya no consiguen: ofrecer una narrativa de significado para existir adaptada al ego moderno, ansioso de autonomía, pero temeroso del vacío existencial. Es una espiritualidad sin cruz, sin misterio, sin rendición. Una forma de salvación psicológica que no exige renuncia, sino integración. Pero integrar no es necesariamente transformarse. Y comprender un símbolo, no es lo mismo que atravesar el abismo de aceptar la condición humana.
Lo que me preocupa, en última instancia, es que esta psicología de lo profundo —tan rica en imágenes, en lenguaje mítico, en promesas de totalidad— termine funcionando como una cortina de humo para no asumir la cruda realidad. Como bien advirtió Becker, el verdadero drama humano no es psicológico sino ontológico. La muerte no es una sombra simbólica que puede integrarse: es una realidad brutal que quiebra todo intento de unidad. Y si el psicoanálisis freudiano nos obligaba a mirar la miseria con los ojos abiertos, el sistema junguiano corre el riesgo de sustituir esa mirada trágica por un espejismo simbólico.
Yo no niego el valor de lo simbólico. Al contrario: creo profundamente en el poder de los mitos, las metáforas, los relatos fundadores. Pero también creo que hay una línea tenue entre el símbolo que nos permite vivir y el símbolo que nos adormece. Y en esa línea se juega, me parece, la honestidad de cualquier psicología que aspire a algo más que a consolar.
La pregunta no es si Jung tenía razón al hablar del alma. Tal vez sí. La pregunta es si, al hacerlo, no nos condujo —sin querer— a una nueva forma de religión sin lo trágico, sin lo irreparable, sin el peso real de la muerte. Una religión emocional que calma, pero no despierta, que reconcilia, pero no sacude, que promete plenitud sin exigir sacrificio.
Hoy, más que nunca, necesitamos una psicología que no oculte la tragedia, que no sublime el vacío, que no sustituya a Dios con un mándala. Necesitamos —como sugería Becker— una psicología del coraje trágico. Una que no tema decir que el alma, para florecer, debe primero confrontar el abismo.
En lugar de girar alrededor de refugios simbólicos —por más estéticos o sofisticados que sean—, propongo abrirnos a las sendas más arduas, pero más veraces que ofrece una psicología que se inscribe en la tradición filosófica existencial. Una psicología que no reduce la finitud a una categoría clínica ni disuelve la ansiedad en un lenguaje ritualizado, sino que la asume como el núcleo mismo de la condición humana. Una psicología que no se limita a ofrecer significados heredados, sino que nos confronta con la urgencia de inventarlos, desde nuestra libertad desnuda.
Comienzo con Rollo May, quien nos enseñó que la ansiedad no es un obstáculo a eliminar, sino una maestra severa que nos llama al coraje. En su obra capital The Meaning of Anxiety, May revierte la lógica clínica convencional: la ansiedad no es un síntoma que paraliza, sino el umbral a partir del cual se inaugura la verdadera libertad. “El coraje —escribe— es la capacidad de enfrentar la ansiedad que surge al lograr la libertad”. Es decir, sólo quien está dispuesto a soportar la desorientación de elegir sin garantías, sin absolutos, sin referencias míticas, puede crear una vida auténtica.
En lugar de evitar el miedo al vacío, May propone encarnarlo. No hay creatividad verdadera sin valor humano. Y no hay valor sin el temblor que precede a la decisión radical. “La ansiedad —dice— es incluso mejor maestra que la realidad”. Porque nos revela, de golpe, que todo lo que creíamos sólido —los relatos, los roles, los símbolos— puede disolverse. Y esa disolución, lejos de ser una catástrofe, puede ser el inicio de la posibilidad.
Irvin Yalom, por su parte, llevó esta ética del coraje aún más lejos. En su enfoque de la psicoterapia existencial, no hay consuelos edulcorados ni promesas de integración. Solo cuatro certezas ineludibles: la muerte, la libertad, la soledad y la falta de sentido. Pero en lugar de tratarlas como patologías o anomalías que deben resolverse, Yalom las considera condiciones últimas que deben ser habitadas. No se trata de disminuir su peso, sino de vivir con ellas, y —si se puede— a partir de ellas.
La muerte, nos dice Yalom, no es un hecho futuro sino una presencia que debe acompañarnos. Su proximidad no es una amenaza, sino un llamado a la urgencia vital. Solo quien sabe que va a morir puede vivir con intensidad. La libertad, por su parte, no es una facultad abstracta, sino una responsabilidad abrumadora: estamos arrojados al mundo sin guías, sin precedentes, y todo sentido que no inventemos nosotros será una ilusión. La soledad, lejos de ser un defecto del apego, es una dimensión ontológica: estamos siempre, en última instancia, solos ante nuestras decisiones. Pero podemos —en el mejor de los casos— construir vínculos auténticos, sin necesidad de fusionarse ni de perdernos en el otro. Finalmente, el sentido no está dado: debe construirse a través del compromiso cotidiano, incluso en lo aparentemente trivial. Una taza compartida, una palabra que acoge, un gesto de presencia.
Frente a la promesa junguiana de que el alma encontrará su centro integrando arquetipos, Yalom propone algo mucho más áspero y más fértil: inventar, en soledad compartida, una forma de estar en el mundo que no eluda lo trágico. En un tiempo donde todo parece prometer salvación instantánea, su mensaje es radical: la madurez no se alcanza eliminando el malestar, sino atravesándolo con conciencia.
Ernesto Spinelli, desde un enfoque más estrictamente fenomenológico, reafirma una visión desprendida, sin bias. Rechaza la psicología como técnica neutral o modelo clasificatorio. Para él, el acto terapéutico no es una intervención sobre el “interior” del otro, sino una exploración compartida de la experiencia vivida, aquí y ahora. No se trata de recitar símbolos, ni de aplicar teorías. Se trata de escuchar cómo se presenta el mundo (Worldview) al paciente —sus síntomas, sus decisiones, sus contradicciones— y de acompañarlo en esa apertura.
Spinelli insiste en que toda terapia es un acto dialéctico: un espacio donde el sujeto puede, por fin, decir lo que nunca ha podido decir, o decirlo de otro modo. Habitar su palabra como quien se habita a sí mismo. No como quien la interpreta o la decodifica, sino como quien la pronuncia con el peso de su ser. La psicología existencial no promete integración ni armonía. Promete la posibilidad de estar presentes en lo que nos duele, sin escapismos.
Finalmente, Emmy van Deurzen aporta una intuición crucial: la angustia ontológica no es un defecto a corregir, sino una energía vital. La misma ansiedad que colapsa al ego, que lo hace correr hacia los símbolos protectores, puede también abrir un espacio de autenticidad. La clave está en no resistirse, en no disfrazar, en no psicoanalizar. En vivirla. En asumir que la vida tiene bordes que no podemos limar, que la pérdida es inevitable, que el dolor no siempre tiene un significado redentor.
Van Deurzen propone una existencia lúcida: no iluminada por verdades eternas, sino por la conciencia de nuestra limitación. En su mirada, la responsabilidad existencial no es una carga, sino un privilegio: podemos elegir —no lo que somos—, pero sí cómo estar en el mundo, cómo responder a lo que nos fue dado sin consultarnos.
Propongo, pues, una psicología del coraje trágico, una que acoja la ansiedad como el bautismo de un encuentro profundo consigo mismo, que no rehúya la finitud, sino que la transforme en ejercicio de auténtica libertad. Una psicología que escuche el propio existir en el aquí y ahora, con sus síntomas, silencios y soledades, y que habite la responsabilidad sin buscar consuelos, teologías o promesas religiosas prefabricadas. No es esta una psicología que ofrezca un consuelo tibio, sino más bien una invitación a vivir con valentía, sin atajos simbólicos. Es una invitación a escribir una biografía valiente, forjada por un individuo que decide y crea, consciente del peso de la muerte, del vértigo de la libertad y de la fragilidad de todo lo que ama. Esta psicología no "cura" en el sentido tradicional, no reconcilia, no armoniza ni redime, pero sí libera. Y esa liberación, a veces, es mucho más valiosa que cualquier cura.
jdsosa(r)(2025)