Hay algo desconcertante —y profundamente inquietante— en observar cómo tantos compatriotas que huyeron del régimen autocrático venezolano terminan, ya instalados en otras tierras, aplaudiendo a otros líderes de corte igualmente autoritario que además justifican por solamente ellos decir que son de derecha. No hablo aquí de una elección política puntual, ni de las legítimas diferencias ideológicas que caben en toda democracia viva. Hablo de una tendencia más profunda, más emocional, más reveladora: la fascinación de muchos compatriotas por figuras que desprecian las instituciones republicanas, banalizan la violencia y siembran desconfianza en el pluralismo y la diversidad como principios favorables.
¿Cómo se explica este fenómeno? ¿Cómo se puede escapar de un régimen que arrasó con el Estado de derecho, desfiguró la verdad y aplastó la disidencia, para luego buscar consuelo en una versión maquillada —y a veces apenas disimulada— del mismo modelo? No se trata de contradicción, sino de una lógica interior que rara vez se hace consciente. El destierro, cuando no es acompañado por un proceso de autoconciencia, tiende a reproducir en cualquier país las mismas heridas que lo causaron en el lugar de origen. Lo que no se trabaja, se repite. Y lo que no se comprende, se idealiza.
El filósofo español José Ortega y Gasset, en una de sus observaciones más agudas sobre la cultura moderna, describió con precisión este tipo de perfil. No se trata del ignorante por falta de instrucción, sino del ignorante profesionalizado: aquel que ha sido entrenado para operar dentro de un sistema —médico, abogado, empresario— pero que ha perdido toda inquietud por pensar más allá de su marco funcional. Es un ser eficaz, pero no libre. Posee información, pero no criterio. Se adapta, pero no cuestiona. Vive con la ilusión de saber porque domina los protocolos de su oficio, pero su vida emocional e intelectual permanece encerrada en un horizonte estrecho, reforzado por las creencias de su círculo de amigos, por los dogmas de su entorno, por el miedo al pensamiento no domesticado.
Cuando Ortega advertía que este tipo de persona era incapaz de someter sus opiniones “al crisol de su propio juicio”, hablaba precisamente de esta renuncia voluntaria a la libertad interior. De esta comodidad peligrosa de vivir repitiendo consignas, sin asomarse jamás al abismo —fecundo pero exigente— de la reflexión personal. Y es aquí donde el exilio, en lugar de ser una ruptura que abre, se convierte en una trinchera que cierra.
La mente herida por el destierro no siempre busca libertad; busca alivio. Y el alivio más inmediato no suele venir de la apertura, sino de la clausura. Cuando la incertidumbre se hace insoportable, cualquier promesa de orden —aunque sea autoritaria, aunque esté cargada de exclusión— puede parecer un refugio. Así, quienes fueron víctimas de la arbitrariedad buscan, paradójicamente, en nuevas figuras de poder, una garantía emocional contra el caos vivido.
No es un razonamiento político, ni un juicio maduro sobre las ideas que esas figuras representan. Es una reacción afectiva, casi pre-racional: un deseo de pertenecer a algo fuerte, definido, invulnerable. El líder autoritario se convierte entonces en una proyección inconsciente de la necesidad de protección. No se le sigue por sus propuestas —a menudo contradictorias o inviables—, sino por la sensación de refugio emocional que ofrece su gestualidad de fuerza.
En muchos venezolanos, esta nostalgia autoritaria se disimula con careta de pragmatismo: "necesitamos orden", "ya basta de apertura", "hace falta mano dura", “esos otros son comunistas”. Pero detrás de esos slogans lo que opera es una regresión: el anhelo de ser guiados, de ser protegidos, de ceder la complejidad de la vida democrática a la simplicidad de una figura totémica tipo caudillo. No se busca construir una ciudadanía adulta; se busca volver a la infancia política.
El peligro es evidente. Al idealizar el "orden fuerte", muchos terminan justificando la exclusión, la intolerancia, el desprecio por los más vulnerables —exactamente las mismas dinámicas que arrasaron la vida pública y quebraron los lazos sociales en Venezuela. Huyendo del tirano externo, no se dieron cuenta de que el tirano más peligroso —el que habita en la necesidad de certezas— había cruzado la frontera con ellos en su fuero interno.
Ortega y Gasset habría reconocido en esta actitud una forma más de inmadurez emocional: el miedo a la autonomía del juicio, el hastío ante la exigencia del pensar, la facilidad de someterse a las narrativas prefabricadas por la tribu ideológica de turno. No importa cuántos títulos, diplomas o éxitos materiales se acumulen; sin pensamiento libre, el exiliado sigue siendo súbdito, no un hombre consciente.
No se trata de condenar a quienes, desde el dolor y la desorientación, han caído en la seducción de nuevos autoritarismos. Se trata de mirar con honestidad lo que esa regresión revela: la urgencia de una transformación interior. Porque el exilio —cuando no es sólo geográfico— puede ser también una oportunidad para desaprender la obediencia al miedo y la incertidumbre. Para cultivar esa rara forma de madurez que Ortega llamaba la aventura del pensamiento libre: no como privilegio de intelectuales, sino como responsabilidad de toda conciencia que se niegue a ser domesticada.
Pensar libremente no es pensar contra todo, sino pensar con todo lo que dispongamos: con la experiencia vivida, con la historia recordada, con el otro que incomoda, con la sombra que nos habita. Implica soltar la comodidad de las consignas, desconfiar de las respuestas inmediatas, y arriesgarse a sostener la complejidad sin necesidad de reducirla a un enemigo.
Muchos desterrados han demostrado una fuerza admirable al reconstruir sus vidas en tierras nuevas. Pero la reconstrucción auténtica no se mide solo en términos materiales. También —y quizás sobre todo— se mide por la capacidad de no repetir, por la valentía de mirar hacia adentro, por el compromiso de no traicionar los valores que alguna vez se anhelaron cuando la libertad era un sueño lejano.
Hoy, en medio del ruido y de la oferta fácil de certezas fuertes, el verdadero acto de coraje es el de pensar sin consignas y actuar sin odio. Ese es el camino de la conciencia libre. Y solo desde esa conciencia podrá el exilio convertirse, finalmente, en un lugar de retorno a uno mismo.
(*) José Domingo Sosa, es economista, MBA, y ex banquero de inversión. Tras retirarse del mundo financiero, se ha dedicado durante los últimos veinte y cinco años al estudio de la filosofía, con especial énfasis en un doctorado en la psicología profunda, la fenomenología existencial y la crítica al autoritarismo moderno.