H. C. F. Mansilla - EL NUEVO AUTORITARISMO DE CUÑO AUTORITARIO

Nota de POLIS: Por razones técnicas hemos publicado este texto del Prof. Dr. H.C.F. Mansilla sin las notas de pie de página




El nuevo paradigma


El historiador chileno Fernando Mires escribió en un brillante ensayo:
“Lo único que podemos decir con cierta seguridad es que los antiguos paradigmas políticos se encuentran a la defensiva, si no en retroceso, frente al avance de la ofensiva putinista y trumpista, la que pone en entredicho toda la legislación que regía las relaciones políticas y económicas hasta entonces vigente. […] Trump, en su ofensiva destructiva, no es más que un continuador de Putin. O para ser más claro: la guerra a Occidente la declaró primero Putin usando medios militares y la continúa Trump usando medios económicos. […] Podemos pensar que Trump no es sino un vocero de un programa que anuncia un nuevo paradigma aplicado a la política internacional”.

Todo esto puede ser interpretado superficialmente como un retorno a formas de fundamentalismo que creíamos superadas, por lo menos en el ámbito occidental. ¿Representan los fundamentalismos un retroceso social y cultural que debería haber sido superado por la modernidad? Fernando Mires nos aconseja, sin embargo, preguntarnos de manera más diferenciada: “Podemos pensar que Trump no es sino un vocero de un programa que anuncia un nuevo paradigma aplicado a la política internacional. […] Se trata […] de una lucha entre dos paradigmas: uno, el del europeo de hoy, que considera al ser humano un fin, y el otro, el de Putin y Trump, que consideran al ser humano un medio para cumplir objetivos que van más allá de lo humano”.

En los pocos meses del gobierno de Trump decayeron las reglas democráticas del juego político, se debilitó la independencia del Poder Judicial, se puso en entredicho la legitimidad de elecciones libres y la calidad del debate político-intelectual alcanzó el nivel más bajo de muchas décadas. Y, deplorablemente, los progresos técnicos pueden contribuir a esta terrible evolución. La tecnología más avanzada puede tener, bajo ciertas circunstancias, efectos negativos, antidemocráticos e irracionales sobre la vida política y cultural. Durante el siglo XX pudimos observar que los avances científico-técnicos podían ser usados para consolidar regímenes totalitarios, como fue el caso del nazismo y del stalinismo. Hoy estamos ante un modelo de evolución histórica que se apoya en la inteligencia artificial, que no conoce miramientos éticos: el fin tiende a justificar los medios. “Esos medios pueden ser personas, países, territorios; no importa. Para los programas de la inteligencia artificial son solo números. Nada más. En breve: la máquina tenía solo un objetivo en su ‘mente’: ganar como sea sin fijarse en los medios y atendiendo solo a los objetivos”.

Fernando Mires sugiere que el gobierno de Donald Trump se parece a lo que describió Hannah Arendt como la "alianza entre las elites y la chusma". Esta especie de pacto entre una oligarquía poderosa, satisfecha consigo misma, con capas sociales de bajos niveles de educación e ingresos. Paradójicamente hay una gran similitud entre el comportamiento de estas élites y sus votantes de clases bajas: es gente que jamás se pone en duda a sí misma. Los votantes jóvenes de Trump se comportan como adolescentes anímicamente violentos e intelectualmente mediocres. Tanto en los Estados Unidos como en Rusia, China e Irán los gobiernos autoritarios practican la polarización para ganar adherentes ingenuos, quienes conforman lamentablemente la gran mayoría de los electores en cualquier sociedad.

En los Estados Unidos el presidente Donald Trump contribuye a reflotar una tradición socio-cultural que siempre estuvo presente, aunque soterrada por los adelantos de la modernidad democrática: una fuerte hostilidad hacia los intelectuales y, por consecuencia, una vigorosa animadversión hacia todo aquel que piensa de forma diferenciada y cuidadosa. La situación en Rusia, Irán y China no es del todo distinta. Un gran conocedor del taoísmo chino y del mundo musulmán, Jean Grenier (1898-1971), el inspirador de Albert Camus, escribió en 1938 que el “espíritu de ortodoxia”, en su versión elemental y popular, es algo bienvenido por gran parte de la población, ya que satisface una demanda anímica permanente y vigorosa. Las versiones simplificadas del marxismo corresponden adecuadamente a esta necesidad. Al mismo tiempo florece una vieja y robusta tradición norteamericana – común a otras culturas –, que enaltece el viejo y honorable legado “propio”: el ingenio práctico, el saber hacer dinero, el patriotismo ciego, pero ferviente y un cierto puritanismo religioso-moral. Donald Trump es su gran representante contemporáneo.

En otro plano y por culpa de los postmodernistas, de los marxistas radical-estridentes y de los adoradores de cualquier frivolidad novedosa y rutilante (como la apología de todas las modas asociadas al tema género), los intelectuales en su totalidad aparecen ahora como los villanos que ponen en peligro el orden social, predicando temores infundados y proponiendo alternativas simplemente ridículas. El espíritu simplificado de ortodoxia es una especie de respuesta, lamentablemente efectiva, a la actual tiranía de la corrección política, del multiculturalismo obligatorio y de la cultura progresista que han impuesto las izquierdas a nivel global. Por otro lado, en los Estados Unidos (y en buena parte del mundo) las formas tradicionales del debate político, social y cultural – los grandes periódicos, los programas de calidad en los canales televisivos, los libros y las revistas de buen nivel – han perdido sus audiencias anteriores y son incapaces, además, de presentar ideas novedosas y atractivas. Estamos en una situación aporética: sin salida clara.

Las ambivalencias de la modernidad

Para muchos autores la modernidad trajo consigo un proyecto de vida de los individuos autónomos que habría convertido en obsoleta la servidumbre de los colectivos cerrados premodernos, pero esto ha demostrado ser más un postulado teórico que una realidad práctica. La educación moderna, por ejemplo, junto con la democratización del sistema escolar y del ámbito universitario, no han logrado eliminar el peso determinante de las tradiciones arcaicas, de los prejuicios colectivos y de las ficciones que brindan seguridad anímica y consuelo espiritual a dilatadas audiencias. La Ilustración no logró debilitar la influencia de los legados culturales que carecen de argumentos razonables, pero que poseen raíces profundas en muchos órdenes sociales. Aquí reside la fuerza normativa – que permanece muy vigorosa – de las tradiciones autoritarias de Rusia, China, Irán y otras naciones, aunque vayan recubiertas con el manto del nacionalismo, de la religión ancestral y de los partidos comunistas. Un pensador ruso muy cercano al gobierno de su país, Aleksandr Dugin, aseveró que la democracia sería “una civilización satánica”, lo que es muy similar a lo que pensaron los inquisidores católicos sobre los avances del racionalismo aplicados a la esfera pública a partir del siglo XVI.

Con tristeza y miedo a causa de un futuro totalmente incierto, vemos hoy que experimentos populistas de derecha e izquierda, y también regímenes que parecen ser mafiosos (o cercanos a designios criminales), se han colocado a la cabeza de los gobiernos en algunos estados importantes del globo. Y lo más deprimente es lo siguiente: estos gobiernos están respaldados por el voto democrático y libre de sus sociedades respectivas o, por lo menos, avalados por el apoyo colectivo tácito de masas políticamente infantilizadas. El desempeño técnico-económico de esos regímenes es, en algunos casos, francamente mediocre, pero ni eso logra a menudo reducir la popularidad de gobernantes que pueden resultar fatales para la paz mundial. Por ello la esperanza se ha transformado en un sentimiento precario. Las corrientes populistas de la actualidad se valen de elecciones libres y otros procedimientos de la democracia moderna para tomar el poder y para socavar las instituciones. El mejor ataque a la democracia, dice Juan José Sebreli, inspirado por Giovanni Sartori, es en nombre de ella misma. Como afirman Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, ahora los adversarios de la democracia pluralista saben utilizar los procedimientos y las instituciones de la democracia para destruirla desde sus propias entrañas. Las masas populares se pueden equivocar con la misma facilidad que lo hacen los individuos. Equivocarse es lo más usual en este mundo. Regímenes desastrosos llegaron al poder con amplio respaldo popular y legal, como Hitler, Mussolini y Perón. Nuestra obligación es mantener una distancia crítica con respecto a todos los regímenes políticos y a todos los experimentos sociales.

Las identificaciones fáciles

En los diversos ámbitos civilizatorios las corrientes favorables al autoritarismo tienen raíces y manifestaciones muy diferentes entre sí. Por ejemplo: la esperanza y el sentido común representan impulsos que en América Latina emergen distorsionados por la llamada “Gran Doctrina”, cuya difusión y aceptación sigue siendo prevaleciente. Esta amalgama de ideas, prejuicios y anhelos está conformada por resabios de la religiosidad popular católica, por versiones simplistas del marxismo-leninismo, por elementos nacionalistas y por prejuicios colectivos de vieja data. Una porción considerable de la población se identifica fácilmente con ella, creyendo que representa lo más valioso del propio legado cultural, por un lado, y lo más progresista de las opciones socio-políticas, por otro. Se trata, en el fondo, de una tradición autoritaria, que se puede combinar sin dificultades con los adelantos técnicos mejor vistos del presente.

Octavio Paz aseveró que una de las características distintivas de América Latina es la falta de una tradición crítica, moderna, abierta al análisis y al cuestionamiento de las propias premisas. Simultáneamente lo que prevalece hasta hoy es una enorme esperanza, que se manifiesta en la doble certidumbre de una inmensa riqueza en recursos naturales y de un futuro radiante por medio de regímenes radicales. Esta esperanza es alimentada por la “Gran Doctrina”, como la denomina Paz. Es un credo religioso, político y moral, que sirve como “consuelo, compensación, venganza imaginaria contra una realidad insoportable”. La carencia principal – el desinterés por el espíritu crítico y el desprecio por la democracia pluralista – ha sido, paradójicamente, alimentada por los intelectuales convencionales de izquierda, quienes, aparte de producir pronósticos errados, fomentaron asimismo una atmósfera proclive al autoritarismo, a las falsas ilusiones y a la celebración de las tradiciones presuntamente auténticas. Estos pensadores dificultan el florecimiento de un genuino sentido común crítico, por una parte, y de una esperanza socio-política sobria y practicable, por otra.

Es probable, sin embargo, que toda identificación fácil sea a la larga un obstáculo con respecto a un proceso intelectual que intenta comprender una temática compleja. El pensar y sentir en antinomias binarias excluyentes ha gozado y goza de una notable simpatía en todo el mundo. Pero, como sabemos a causa de la terrible historia del siglo XX, la popularidad de una doctrina o la fuerza de un movimiento político no garantizan su calidad intrínseca o su justificación a largo plazo. La contraposición amigo / enemigo explica aparentemente la realidad, pero lo que logra de manera efectiva es legitimar un orden político y también dar lustre argumentativo a una constelación preconstituida como tal en el imaginario colectivo. La realidad, como siempre, resulta mucho más complicada, y por ello un análisis diferenciado de la misma es mal recibido por aquella mentalidad que evita esfuerzos cognoscitivos.

Otra identificación fácil en todo el Tercer Mundo es la predisposición a percibir muy positivamente el modelo chino de desarrollo, a veces porque parece ser la alternativa adecuada a los detestados Estados Unidos y a Europa, la cuna del colonialismo y de la pérfida modernidad occidental. Para muchos pensadores izquierdistas y postmodernistas de la actualidad, la República Popular China representa una identidad nacional sólida y original, alejada de las ilusiones y los engaños de la civilización occidental. Esta opción conlleva la renuncia a los ideales de la transparencia liberal y a las instituciones de la democracia, ideales, en el fondo, “impuestos” por la expansión del capitalismo. La democracia liberal y los derechos humanos constituirían solo “mantras”, que la propaganda de EE.UU. repetiría para “frenar” el creciente poderío económico de la China y para “rivalizar” con su brillante modelo político.

El paradigma chino tiende a reemplazar el soviético y el cubano en el imaginario progresista de América Latina. Y este modelo combina, de modo más o menos estable, la propiedad privada en los medios de producción y el comercio exterior con una cultura autoritaria, a menudo con tintes nacionalistas, y con una estructura política de partido único y férreo control estatal sobre una población infantilizada. En América Latina se pasa fácilmente por alto que la China contemporánea es una autocracia convencional, anclada en la tradición imperial clásica de una armonía obligatoria impuesta desde arriba, pero con las más modernas innovaciones tecnológicas. Esta visión idílica de la China contemporánea, habitual en el Tercer Mundo, entraña un cierto peligro: ignorar la manipulación de la consciencia, individual y colectivamente, mediante el uso de métodos muy refinados y difíciles de ser descubiertos. Esto impide que los ciudadanos aprendan de sus errores y que puedan formar juicios morales racionales y autónomos. Desde la propia China se insiste en el excepcionalismo de esta gran cultura, lo que impide juzgar negativamente los procedimientos de control social (el manejo oficial de la narrativa destinada a la población china y también al exterior), y comprender la manipulación de las emociones. En cambio, la población, sometida permanentemente a esta especie de lavado cerebral, cree que estos mecanismos muy efectivos de hipervigilancia están destinados a asegurar la felicidad y la tranquilidad del pueblo chino.

Conclusiones provisionales

Existe un campo de reflexión que los regímenes de Rusia, China e Irán descuidan sistemáticamente y que hoy también puede ser soslayado por la administración Trump en los Estados Unidos. Ya vivimos en una nueva era geológica, el antropoceno, en la cual los seres humanos hemos modificado nuestro planeta de modo irreversible: lo hemos estropeado. Hemos causado el cambio climático, eliminado miles de especies animales y vegetales, envenenado el aire y las aguas y agotado varios recursos naturales. Hemos producido una situación general, en la cual la relación del Hombre con la tecnología, con nuestras organizaciones sociales y consigo mismo no está clarificada. Estamos ante una constelación paradójica, en la que los seres humanos han alcanzado una clara omnipotencia sobre los circuitos naturales mediante la ciencia y la tecnología, pero, simultáneamente, se perciben como desamparados ante los desarreglos ecológicos y culturales que esa misma omnipotencia ha originado. Por otra parte, hemos permitido un uso excesivo de postverdades, generalmente emitidas por el poder central de los estados autoritarios, y parcialmente les hemos dado crédito. A esto han contribuido masivamente las teorías postmodernistas y aquellas ideologías que atacan – simulando un aire progresista, juvenil y anti-imperialista – las maldades del colonialismo europeo y los excesos del racionalismo.

Lo que nos hace falta es una visión coherente del mundo, que incluye la dimensión de la esperanza, pero dentro de la perspectiva del sentido común crítico. Tenemos que reavivar el legado socrático, opuesto a la pretensión de poseer la certeza absoluta, que ha sido el rasgo distintivo de los regímenes totalitarios. Lo rescatable del legado socrático no es la posesión de una verdad asegurada para siempre, sino la concordancia de los involucrados en buscar incansablemente algo similar a la verdad, sin olvidar una dosis indispensable de escepticismo.