Aaron Benanav - EL MUNDO EN CAOS

Trump es solo un síntoma
El mundo está en ruinas. Mientras el presidente estadounidense, Donald Trump, revoluciona el comercio mundial con sus aranceles punitivos y reorganiza las alianzas de Estados Unidos, los jefes de Estado y de gobierno intentan desesperadamente responder de manera adecuada. Pero muchos no están bien preparados para esos shocks: gobiernos de todo el mundo han perdido elecciones o apenas han logrado mantenerse en el poder frente al creciente descontento. Desde Estados Unidos hasta Uruguay, desde Gran Bretaña hasta la India, una ola anti-establishment recorrió las democracias del mundo en 2024. Pero no son las únicas en crisis. China también enfrenta disturbios sociales e inestabilidad económica. Hoy en día los conflictos son globales.

Hay muchas explicaciones posibles para esta deplorable situación. Algunos consideran que los rápidos cambios sociales –especialmente en cuestiones de migración e identidad de género– desencadenan una reacción cultural. Otros sostienen que las élites no han logrado gestionar la pandemia o se han distanciado demasiado de la población, lo que alimenta el apoyo a fuerzas antisistema y líderes autoritarios. Otro argumento es que las redes sociales controladas por algoritmos facilitan la difusión de información errónea y teorías conspirativas, polarizando así las sociedades.

Sin duda hay algo de verdad en todas estas teorías. Pero detrás del caos actual se esconde una fuerza aún mayor: el estancamiento económico. El mundo está experimentando una desaceleración de largo plazo en las tasas de crecimiento que comenzó en la década de 1970, se intensificó después de la crisis financiera mundial de 2008 y continúa hasta el día de hoy. Con un bajo crecimiento, una productividad en descenso y una fuerza laboral que envejece, la economía mundial se encuentra actualmente en un callejón sin salida. Estas dificultades económicas son el telón de fondo de conflictos políticos y sociales en todo el mundo.

El estado de los países del G20, el grupo de las economías más grandes, dice mucho sobre la salud económica del mundo. Los datos son desalentadores: ocho de estos países han crecido menos del diez por ciento desde 2007, ajustados por la inflación. Hay cuatro más justo encima. Si bien algunos países como India, Indonesia y Turquía han podido mantener sus tasas de crecimiento, la mayoría de los países del G20 padecen una debilidad económica persistente.

En el pasado, las economías del G20 crecieron regularmente entre un dos y un tres por ciento anual, lo que resultó en que los ingresos se duplicaran en un plazo de 25 a 35 años. Hoy en día, las tasas de crecimiento en muchos lugares son de sólo el 0,5 al 1 por ciento, lo que significa que se necesitan entre 70 y 100 años para que los ingresos se dupliquen: un tiempo demasiado lento para que la gente sienta algún progreso durante su vida. La importancia de este cambio difícilmente se puede sobreestimar: el estancamiento no tiene que ser generalizado para frenar las expectativas. Cuando las personas ya no creen que sus condiciones de vida o las de sus hijos mejorarán, la confianza en las instituciones se erosiona y crece la insatisfacción.

En las economías basadas en servicios, las tasas de productividad aumentan muy lentamente.
Entonces, ¿por qué se ha desplomado tan drásticamente el crecimiento? Una de las razones es el cambio global de una economía industrial a una economía de servicios. Esto significó que el motor más importante del crecimiento económico se detuvo: el crecimiento de la productividad. La productividad (la producción por hora trabajada) puede aumentar rápidamente en el sector manufacturero. Por ejemplo, una fábrica de automóviles que introduce líneas de producción controladas por robots puede duplicar su producción sin contratar más trabajadores, quizás incluso despidiendo a algunos. Sin embargo, en el sector servicios es difícil aumentar la eficiencia. Un restaurante concurrido necesita más camareros. Un hospital que atiende a más pacientes necesita más médicos y enfermeras. Por eso, en las economías basadas en servicios las tasas de productividad aumentan muy lentamente.

Este cambio profundo, que ya lleva décadas en marcha, tiene un nombre: desindustrialización. En América y Europa conocemos las consecuencias: la pérdida de empleos industriales y la disminución de la demanda de productos industriales. Pero la desindustrialización no es un fenómeno exclusivo de los países ricos. Afecta a todo el G20 y está ejerciendo presión sobre las tasas de crecimiento en casi todas partes. Hoy en día, alrededor del 50 por ciento de la fuerza laboral mundial está empleada en el sector servicios.

Hay otra razón para el estancamiento global: la desaceleración del crecimiento demográfico. Después de la Segunda Guerra Mundial, se produjo un auge de natalidad que impulsó la demanda de viviendas e infraestructuras y promovió el crecimiento económico. Los demógrafos han asumido durante mucho tiempo que la tasa de natalidad se estabilizaría en el nivel de la tasa de reemplazo, es decir, en alrededor de dos hijos por familia. Pero, de hecho, en muchos lugares cayó por debajo de ese umbral: primero porque las familias tenían menos hijos y ahora porque, en general, menos personas forman familias. Esta evolución afecta ahora a países como Malasia, Brasil, Turquía e incluso la India.

Este es un gran problema para la economía. La reducción de la fuerza laboral implica mercados futuros más pequeños, lo que desalienta a las empresas a expandirse, especialmente en las economías de servicios, donde los costos tienden a aumentar junto con un crecimiento limitado de la productividad. Faltan inversiones. Al mismo tiempo, la creciente proporción de personas mayores en comparación con las personas empleadas ejerce presión sobre los sistemas de seguridad social y obliga a los estados a aumentar los impuestos, endeudarse o recortar los beneficios.

En este entorno estancado, las empresas han cambiado sus estrategias. En lugar de invertir ganancias en expansión, contratación e innovación, muchos dependen de la recompra de acciones y de los dividendos, priorizando así las distribuciones financieras que hacen subir los precios de las acciones y los salarios de los ejecutivos. El resultado es un círculo vicioso de creciente desigualdad, demanda débil y bajo crecimiento. Este patrón es evidente en todo el mundo. No es extraño que el Fondo Monetario Internacional ya esté advirtiendo sobre una “década tibia”, y esto incluso antes de la nueva guerra comercial de Trump.

Los robots no salvarán la economía global.
¿Qué se debe hacer? Para algunos, la inteligencia artificial es la salida a la trampa del estancamiento. Si la IA puede mejorar la eficiencia en áreas que requieren mucha mano de obra, como la atención médica y la educación, podría impulsar el crecimiento. Pero hasta ahora, a pesar de toda la propaganda, las ganancias de productividad derivadas de la IA generativa han sido limitadas, y hay señales de que el progreso se está desacelerando en lugar de acelerarse. Los robots no salvarán la economía global.

Otros confían en la reindustrialización a través de un proteccionismo estricto. Al menos ese parece ser el plan de la administración Trump. Pero también aquí las dudas son apropiadas. La disminución de empleos industriales no se debió únicamente al comercio internacional. Incluso gigantes exportadores como Alemania y Corea del Sur están experimentando un descenso del empleo industrial. Además, los nuevos sectores industriales, como los semiconductores, la movilidad eléctrica y las energías renovables, ofrecen pocos puestos de trabajo. Ha terminado la era en la que la industria creaba empleos masivos.

Si no se puede aumentar significativamente el crecimiento de la productividad, un mayor crecimiento demográfico podría ayudar. Ésta es la idea detrás de las políticas de control de la natalidad que animan a las personas a tener más hijos. Pero incluso países con políticas familiares generosas, como Suecia o Francia, están experimentando una disminución de las tasas de natalidad. La otra opción es una alta inmigración, que sigue siendo el medio más eficaz para mantener el crecimiento económico en las sociedades que envejecen. En las últimas décadas, Estados Unidos ha crecido más que Japón o Alemania, en parte gracias a una mayor inmigración. Pero dado el actual sentimiento antiinmigratorio y el presidente Trump, esta solución actualmente parece casi utópica.

Sin embargo, hay dos maneras plausibles de responder al estancamiento: la primera es que los países gasten más y acepten déficits. Se habla mucho de la fortaleza relativa de la economía estadounidense en comparación con Europa. La razón central, a menudo subestimada, para esto es simple: Estados Unidos ha tenido altos déficits presupuestarios desde 2009 (con un promedio de más del seis por ciento del PIB), mientras que Europa ha recurrido principalmente a la disciplina presupuestaria.

Las inversiones financiadas con déficit –por ejemplo en la transformación verde– podrían impulsar el crecimiento. Incluso en Europa, donde la restricción fiscal tiene una tradición, los gobiernos están preparando actualmente un programa de gasto basado en el modelo estadounidense, aunque este gasto se centra en gran medida en la seguridad nacional y la expansión militar más que en la renovación económica.

El segundo enfoque es la redistribución. Durante décadas, el lema fue que la acumulación de riqueza en la cima promovería el crecimiento de arriba hacia abajo, una promesa que ha demostrado ser falsa. En lugar de ello, los estados podrían introducir impuestos más altos a los ricos y redistribuir el ingreso a sectores más amplios de la población. Si bien esto sería políticamente difícil de lograr, traería importantes beneficios al estimular la demanda de los consumidores y fortalecer los mercados nacionales e internacionales.

El objetivo no debería ser sólo elevar los niveles de ingresos, que según los estudios son cada vez más independientes de la suerte, sino también construir sociedades más estables y justas en un mundo con un crecimiento más lento. Esto incluye inversiones en mejores condiciones de vida: en la restauración de ecosistemas, el desarrollo de infraestructura y la creación de viviendas. Esto también podría permitir que los países en desarrollo se beneficien de condiciones justas y confiables para un crecimiento impulsado por las exportaciones.

Por supuesto, incluso entonces la estabilidad global no estaría garantizada. Surgirían nuevos conflictos políticos. Pero dada la situación actual, parece que vale la pena intentarlo.

Este artículo apareció originalmente en el New York Times.