Francisco Larios - Xenofobia, Constitución y Ley de Dios: “No matarás, pero…”



Los acólitos y apologistas del (según ellos) ungido de Dios que hoy encabeza el poder Ejecutivo en Estados Unidos quieren, al igual que todos los acólitos y apologistas del autoritarismo (al igual, por ejemplo, que los acólitos y apologistas de los ungidos de El Carmen) que las personas de bien aceptemos como “normal” su arremetida retórica y política contra los derechos humanos, las leyes y las tradiciones democráticas del país. 


Cuando no aplastarnos, quieren adormecernos con fábulas de normalidad institucional. Todo está y estará “normal”, porque la Constitución lo rige todo, y todo lo que su líder hace es, precisamente, defender la Constitución. Hablan de los preceptos de esta como si se tratase de muros inviolables, inamovibles, a prueba de toda voluntad humana. 


Como si una cláusula de la Constitución fuera un mandamiento de la ley de Dios. “Entiendan, por favor, que Él solo quiere detener la invasión de nicaragüenses, venezolanos, mexicanos y cubanos”, dicen ––a coro con Ripley y las milicias de la ultraderecha–– los maganicas, magazolanos, magaxicanos y magacubanos. 


Ahora entiendo. Confieso que me ha costado mucho, malévolo izquierdoso que soy, comprenderlo: si la Constitución dice que un niño (que puede ser hijo de maganicas, magazolanos, magaxicanos y magacubanos, no olvidemos) nace en Estados Unidos, será un ciudadano del país, punto final. Porque es palabra de Dios, aunque su ungido, en un gesto de protección hacia el pueblo que Él (el ungido) ama, haya proclamado lo contrario. Por tanto, que quede claro: aquí todo está normal; no pasa nada; la Constitución es sagrada. Sus preceptos son Ley de Dios. 


Como el “no matarás”. 


¿No matarás? Dios mío, otra vez mi pobre e izquierdosa alma duda. Me atormenta una vez más… pensar.  Porque viene una voz (seguramente desde el averno donde todos los comunistoides progres tenemos asegurado cálidos salones) que me alienta a sospechar. Me dice que me fije bien; que, en efecto, “no matarás” es un mandato que Dios mismo colocó en las manos del mero Moisés in illo tempore. Pero… ¿qué pasó después?, pregunta la voz perversa. Pues, que la sapiencia humana, aquella que cambió a Adán de domicilio, hizo un trabajo de traducción: los sabios y padres de la Iglesia decidieron que al “no matarás” faltaba un complemento que se había borrado de las Tablas. El mandamiento de Dios tenía que interpretarse de acuerdo con criterios de jurisdicción. De tal manera que, para acotar y acortar, la Idea podría resumirse en “no matarás, pero…”.  


Y así fue como descubrimos que “no matarás” contenía importantes excepciones. Defensa propia, por ejemplo. ¿Acaso Dios iba a exigir a sus hijos entregarse al martirio? 

Por supuesto que no. Ya nos enseña San Agustín de Hipona y luego Santo Tomás de Aquino, que no matarás, pero… si la causa es justa, y una autoridad legítima declara que hay que hacer la guerra porque no hay otra forma de lograr que el bien triunfe, pues habrá que matar. No matarás, pero…harás la guerra al turco, para defender la cristiandad; serán tuyas las tierras conquistadas, para gloria de Dios (el mensaje de la bula papal de 1493); harás una cruzada para recuperar Tierra Santa; ejecutarás al hereje que pone en peligro la salvación de otras almas.  


Es decir, se trata de un asunto de jurisdicción: el turco, el aborigen americano, el musulmán de Tierra Santa y el hereje no estaban, como dice la Decimocuarta Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, “sujetos a la jurisdicción” de la Ley que obligaba a respetar sus vidas.  


Y si esto ha ocurrido con un mandamiento de la ley de Dios, ¿alguien puede estar seguro de que los nueve Sumos Sacerdotes de la Corte Suprema de Estados Unidos no darán la razón al “pero” de Trump? Recordemos: el “pero” se refiere a la jurisdicción. La Decimocuarta Enmienda dice, literalmente, en su primera parte: “Todas las personas nacidas o naturalizadas en los Estados Unidos, y sujetas a su jurisdicción, son ciudadanos de los Estados Unidos y del Estado en que residen.” 


Hasta la fecha, y desde el caso que la Corte Suprema decidió en 1898 (Estados Unidos v. Wonk Kim Ark), “todas las personas” quiso decir “todas las personas” exceptuando, por ser el uso en las relaciones internacionales, a los hijos de diplomáticos acreditados en misión. Para todos los demás, ha aplicado desde entonces el principio de jus soli (ciudadanía por nacimiento). 


El trumpismo, en su afán de agitar la xenofobia que alimenta su poder, presenta ahora un reto: los hijos nacidos dentro de territorio estadounidense a inmigrantes indocumentados no serán reconocidos legalmente como ciudadanos, ya que los padres, al ser “ilegales”, no se encuentran “bajo la jurisdicción” de los Estados Unidos. 


No soy, ni pretendo ser, docto en leyes, pero no creo actuar como si lo fuera al señalar dos aspectos del asunto que saltan a la vista. El primero es que, seguramente, los abogados trumpistas alegarán que el caso de 1898 no corresponde a la situación actual, ya que los padres de Wonk Kim Ark eran, aunque sin la formalidad que hoy en día autoriza el sistema de inmigración, inmigrantes aceptados (la figura de “residentes permanentes” no existía). Lo segundo, y lo más importante, es que nada obliga a la Corte Suprema de Justicia a rechazar que la frase “bajo la jurisdicción” permita excluir a los hijos de inmigrantes indocumentados. 


¿Y por qué es importante este tema, en medio del asalto generalizado contra la dignidad de millones de inmigrantes, contra las protecciones al medio ambiente, contra los modales que buscan reducir la conflictividad y el peligro de guerra en el mundo? Lo es porque la decisión de la Corte será política, y, por tanto, evidencia de hasta dónde la política se impone sobre los mecanismos de la legitimidad; de hasta dónde la victoria de un movimiento de clara inclinación autoritaria es capaz de hacer que la legalidad cambie de rumbo. 


Entre otras cosas, los magistrados decidirán hasta dónde permitirán que avance la frontera xenofóbica. Y si la decisión de la Corte Suprema fuese favorable al trumpismo, el quiebre con la hasta hoy universal interpretación del derecho ciudadano estadounidense asemejaría el que en otras latitudes ejecutan cortes fantoches para satisfacer los caprichos y designios de un hombre fuerte. Ya las conocemos. Son capaces de declarar inconstitucional la propia Constitución. ¿Lo logrará el trumpismo? ¿Conseguirá tempranamente doblegar al pilar fundamental del Estado de Derecho?


La Corte, ya se sabe, ha caído en manos de una mayoría que poco oculta su preferencia por la derecha autoritaria. Varios han sido instalados por el propio Trump. ¿Prevalecerá, sin embargo, una lógica institucional, que llevaría a la Corte a defender su cuota de poder en el Estado, frente a un poderoso movimiento político? ¿O triunfará la corrupción, ya hecha pública en el caso, por ejemplo, del magistrado Thomas?


Hay enormes fortunas corruptoras detrás del movimiento trumpista, empeñadas en construir para el Presidente una vía libre. Lo hacen con total indiferencia (el gran capital no es democrático) al impacto adverso que la concentración de poder pueda tener sobre los pesos y contrapesos del sistema: su interés reside, de hecho, en acumular riquezas sin límites fiscales ni regulatorios. Trump, a quien pocos en la clase económicamente dominante tomaban en serio hace unos años, es ahora su instrumento de codicia. ¿Cuánto lograrán, y a qué costo para el país y el mundo? 


La controversia alrededor de la Decimocuarta Enmienda también nos da una medida del reto para quienes creemos que la democracia y la libertad deben preservarse. La tercera de sus cinco secciones manda que 


"Ninguna persona … ocupará cargo alguno, civil o militar, bajo los Estados Unidos, o bajo cualquier Estado, si, habiendo previamente jurado… como funcionario … apoyar la Constitución de los Estados Unidos, haya participado en insurrección o rebelión contra los mismos, o haya prestado ayuda o refugio a sus enemigos."


Esta batalla, la de la tercera sección de la Enmienda, se ha perdido. ¿Se perderá también la de la primera?