Los hijos de Madre
[Fábula sobre migración, mestizaje y política]
“¿Migrar es un derecho?”, pregunta la señora A. “Migrar no es un derecho”, le responde la señora F, quien aclara que sí existe, en las leyes internacionales, el derecho a solicitar asilo cuando el ser humano es perseguido. El señor H, experto en leyes, concuerda. No hay discusión sobre este tema. La única discrepancia parece ser que, mientras para la señora A el derecho de asilo será respetado por un régimen que declara su hostilidad contra los extranjeros, los otros dos participantes del diálogo dudan.
¿Y qué dice uno, que husmea detrás de la puerta, que no es letrado, pero algo conoce de esta historia? Pues uno contiene un poco la respiración, porque sabe a qué berenjenales se adelanta, y cuenta lo que puede, lo mejor que puede. Ya se verá, después, qué tropos exhalan desde sus henchidos pechos los creativos de la orgullosa “derecha”.
Empieza uno…y dirán, temprano como el orto, que al uno llamarse uno muestra de entrada su arrogancia. No sé si valga aclarar, pero uno intenta: en este caso, uno es apenas la acepción octava, no es el uno ordinal que busca disminuir a nadie desde su petulancia woke. Uno es apenas el que el diccionario de la RAE sienta en la fila de atrás como a cualquier “individuo de cualquier especie”.
Pues ese uno, que es cualquier individuo capaz de saber lo que es por todos observable, dice: “migrar podrá no ser derecho, pero es un hecho”. Uno sabe del hecho porque sabe, como supone que cualquier individuo de la especie debería saber, que nadie existiría si alguien antes no hubiera migrado, y que quizás no estaría donde está sin haber, él mismo, migrado alguna vez. Por eso sabe, de puro tocar el mundo y vivir el entorno, que migrar, aunque no sea derecho, es un hecho.
Uno no va a meterse al espinoso matorral de si derecho y justicia son la misma cosa; aunque recuerda que poseer esclavos fue, por muchos siglos, un derecho. Son lógicas utópicas, le han dicho, así que prefiere vadear el río y proseguir.
Pero ya está dicho, o casi dicho: todos migramos (en esto uno es solo un eslabón en la especie). Lo curioso es que, luego de migrar, rechazamos a los nuevos migrantes.
II
Ocurre ––ha de haber sido ya de manera concluyente escrito en la ciencia–– que los migrantes, no los todos que incluyen al uno, sino los otros, que solo incluyen a los demás, son perennes portadores de crímenes y males.
Qué mejor ejemplo de esto que la gran nación donde la Madre de los exiliados pide al mundo que envíe a sus pobres, a aquellos que añoran respirar en libertad; aquellos que para el mundo son desechos, basura sin hogar. Esos son los que la buena Madre quiere; quiere que el mundo se los deje en sus playas, que hasta ahí los empuje como hacen las olas en una tormenta.
III
Pero ya ven, que cuando el mundo dice “esta es la basura que pediste”, no le falta razón al mundo. Porque iban bien las cosas antes de que Madre abriera sus brazos y levantara el haz de luz para guiar los barcos llenos de piltrafa.
Relativamente bien, ya que se había apilado a los puchos nativos en rincones lejanos, y la basura importada de África se empleaba en reciclajes productivos de tabaco y algodón. Relativamente bien, hay que decir, en balance.
IV
Pero luego de escuchar a Madre, cambiaron las cosas para mal. Primero aparecieron en las costas los restos de una tormenta irlandesa. Basta informarse ligeramente para saber, como sabe uno, que Irlanda era a Europa lo que Haití es a América. Luego llegaron del sur, del sur de Italia para peor desperfecto, millones de añorantes apestados y mañosos, seguidos por bárbaros eslavos y otras criaturas que, francamente, solo Madre podría aceptar bajo su techo.
Contra toda razonable expectativa, ella consiguió hacer de todas estas tribus violentas e ignorantes, que más fácil formaban pandillas y turbas y más fácil hacían de un barrio una trinchera contra otro, que naciera un vástago al que, llena de dulce orgullo, llamó su melting pot. Alma Mater no podía sino pensar que aquel claro crisol vendría de una olla; en ella, más literalmente no es posible, lucha y lecho alumbrarían una nueva patria.
V
No le fue fácil, pero más trabajoso hubiera sido si Madre hubiera recurrido a todas las especias disponibles. Nada de drupa inmadura, por supuesto, aunque tanto abundase, aunque a la sombra de un blanco Narciso hubiese nacido una de cada tres, según cuentan ahora. Pero las mesas cultas no deben exhibir sus secretos culinarios.
VI
Con otros ingredientes también es elegante la discreción. Al chile aborigen, por ejemplo, darle su sitio en el altar de Gaia; como un árbol viejo y venerable que no se corta, que se deja morir tan largamente como haga falta. Madre olvidó también espolvorear la sopa con especias del sur y del oeste (o sus perfectos sinónimos: “mexicanas” y “sudamericanas”).
VII
No puede culparse a Madre de desgano, desamor o descuido. Ella esperaba viendo al mar hacia el sol que surgía y la elevaba. El resto de sus hijos estaban detrás, ocultos, en silencio. Apenas empezaron a notarse, borrosos, cuando a Hollywood llegó el portento que iría a convertir el mundo entero en un parque temático. Las temblorosas cintas abrieron por primera vez la ventana a bandidos de tez morena (los bad-hombres, diría, décadas después, el excelso Sr T.), a mucamas, prostitutas, y una que otra novia de algún pandillero neoyorkino.
VIII
Madre dio siempre oportunidades de escalar y superarse, prueba viviente que son de esto los hijos que heredó de África, quienes por la misma dorada época, entrenados ya en las artes agrícolas y domésticas, pasaron a servir, si bien con humildad, como sirvientas gordas y cargadores de maletas en las muy románticas y humosas estaciones de tren. Y un detalle que a todo cinéfilo conmueve: todos los cargamaletas tenían el mismo nombre de pila. Si hay algo que siempre ha caracterizado a los hijos de Madre es su economía de lenguaje y eficiencia.
IX
No hay que insistir en lo que ya es sabido: que todo tiempo pasado fue mejor. Porque al crisol de Madre, ya tan sereno como un caldo, cocinado con tanto amor y pureza, empezaron a caer los males. De la vieja tierra que expulsó los barcos llenos de escoria llegó de polizonte el comunismo, y poco a poco, de padre a hijo y con engaño, se hizo dueño de uno de los clubes de caballeros que los hijos de Madre frecuentaban. Se hacían llamar demócratas, y en su arrogancia empinaban la d sobre las otras letras. Los grandes teóricos del mundo explican que estos enemigos de Dios obligaban a los hijos de Madre a entregar sus ganancias a ingratos africanos, y abrían la puerta trasera del solar para que entraran a envenenar la sangre de la nueva patria gentes que la odiaban. Usaban las viejas tácticas que aprendieron en la Europa de las guerras y libros malditos: ganar elecciones y escribir las leyes. Entre otras cosas, consiguieron que fuera permitido unir padres, madres e hijos, bajo la excusa de una “reunificación familiar”. Más apropiado el nombre que los más auténticos hijos de Madre usaron: migración en cadena, o invasión con fronteras abiertas.
X
Con la puerta trasera abierta de par en par, el veneno de la droga, nunca conocida y mucho menos deseada por los hijos de Madre, entraba, arrasadora. La esperanza moría. El crisol, cada vez más sucio por especia mala, empezaba a revolverse en furiosa ebullición.
Entonces, el buen Señor, que a diario interviene para bien encauzarnos e impedir que caigamos al abismo, envió por fin a un mesías nuevo. Este separó la mies de la cizaña, el chile bueno del chile enmohecido, el hijo de Madre leal del traidor. A todos pidió que ayudaran a cerrar la puerta. Llegados de Samaria, de Judea, de Venezuela, Cuba o Nicaragua, muchos acudieron al llamado del Hombre. Si Dios, para salvar al mundo, había entregado a su hijo a morir en calvario, no podían ellos hacer menos, o lo que es, realmente, mucho menos: entregar a los nuevos exiliados, a quienes Satanás había dado falsas credenciales, como un llamado TPS o, peor, el infame parole. El deber llamaba. Salvar a Estados Unidos del demonio era primero. Había que ser un buen hijo de Madre.