Francisco Larios - El nuevo Index, el Nuevo Oscurantismo en La Florida (¿Quo vadis, Estados Unidos?)
<< ¿A qué le temen tanto quienes desde el poder se empeñan en suprimir el pensar y el sentir? Una pregunta tan antigua como la tiranía.>>
La oscuridad de antes
El "Index Librorum Prohibitorum", o Índice de Libros Prohibidos, fue un compendio de las obras que la Iglesia Católica prohibía al estimarlas heréticas, inmorales, y peligrosas para la fe de los creyentes. La primera edición del Índice se publicó en 1559 bajo la autoridad del Papa Pablo IV. La Iglesia siguió actualizándolo hasta 1948. En 1966 el Papa Pablo VI lo hizo desaparecer, como resultado del esfuerzo del Concilio Vaticano II (1962-65) por adaptar las prácticas del catolicismo a un mundo cambiado y cambiante.
Durante varios siglos, hasta comienzos del siglo XX, cuando se transfirió a la Congregación del Santo Oficio, el Index había estado bajo la responsabilidad de la Sagrada Congregación del Índice. Su propósito, sin duda, era proteger el dominio, control o influencia de la Iglesia católica sobre el pensar. Se trató al inicio de un esfuerzo defensivo, un intento (conocido históricamente como contrarreforma) por contener el avance del protestantismo luterano. Este, iniciado dentro del catolicismo, se expandía vigorosamente gracias a la revolución comunicativa de la imprenta que masificó la distribución de los textos de Martín Lutero con una rapidez insólita. Indudablemente que la disputa no era, al menos inicialmente, de raíz puramente abstracta o dogmática. Para Roma, el nuevo movimiento no era una herejía más, de las tantas que enfrentó en la Edad Media, ya que acarreaba consecuencias políticas y financieras de gran magnitud: detrás de los sacerdotes protestantes, particularmente de su líder, estaba la animosidad de príncipes y señores de lo que hoy es, más que todo, Alemania, y entonces era un mapa fracturado de pequeños Estados flojamente tejidos en lo que se llamó Sacro Imperio Romano.
La intensidad del conflicto hizo que el blanco de la persecución se ampliara, desde la supresión del reto de Lutero, a toda exploración intelectual que de alguna manera pudiera motivar cuestionamientos que la autoridad pontificia considerara amenazantes para la integridad monolítica del dogma que ––según parecían creer–– era indispensable para sostener su autoridad. Así crece, de embrión a musculosa criatura, el poder en todo lo humano; del miedo a la agresión, de la defensa de nuestros intereses a la usurpación de lo que a otros corresponde. ¡Insaciable apetito el de este monstruo…!
El Index se hizo cárcel para textos e investigaciones, ya no solo teológicos, sino de Filosofía, y hasta de Ciencias Naturales. La lista de grandes mentes encerradas en las tinieblas de aquel oscurantismo incluyó a Copérnico (algunas de sus obras se censuraron, aunque no inicialmente) y a Galileo Galilei, obligado a retractarse para salvar su vida (Giordano Bruno no sería igualmente afortunado).
Incluso algunos de los trabajos de Descartes (Meditationes de Prima Philosophia y Principia Philosophiae) cayeron bajo la censura eclesiástica. Al Index fueron también a parar ensayos de filósofos posteriores de la Ilustración como Voltaire y Diderot, pensadores que, precisamente, se cuentan entre los más relevantes promotores del prurito libertario de la era moderna. Tampoco se salvaron de condena importantes traducciones de la Biblia, como la primera traducción al alemán del Nuevo Testamento, trabajo de Martín Lutero; la Biblia de Ginebra, traducida por exilados protestantes; y la primera traducción del Nuevo Testamento al inglés, por William Tyndale, quien fuera eventualmente ejecutado por herejía en 1536.
Pero esto debo enfatizar, en busca de la objetividad y el realismo sin los cuales no hay justicia: la intolerancia no es monopolio de una iglesia, ni de un partido, ni de un grupo político, ni de un grupo étnico, ni de un tiempo en particular; no debe olvidarse, por ejemplo, la persecución que llenó de sangre las manos de calvinistas y otros protestantes en las guerras religiosas europeas del siglo XVII, ni la opresión brutal de la comunidad judía de Holanda contra Espinosa y otros “disidentes” que padecieron el doble ostracismo de ser miembros de una comunidad marginada y ser a la vez marginados dentro de su comunidad. Y, ay, Dios mío, el islamismo de nuestros tiempos…Y las masacres de musulmanes e hindúes, y del estalinismo ateo en contra de creyentes, etcétera, un largo y triste etcétera.
Sin embargo, es útil referirse, anclar la discusión sobre lo que hoy ocurre, al proyecto represivo del Index, por la sencilla y estremecedora razón de que ¡más de cuatrocientos cincuenta años después! el proyecto trumpista da muestras de querer imitarlo sistemáticamente, a través de los medios de poder de que dispone hoy en día, ahí donde de ellos dispone, en pleno siglo XXI.
“Ya somos libres”: ¿la ilusión de hoy?
Afortunadamente, hemos superado, hemos dejado atrás para siempre, nos hemos liberado totalmente, e incluso la Iglesia católica, junto a otras iglesias con una historia de intolerancia, se ha liberado a sí misma de toda inclinación a la censura intelectual.
Sea como fuere, no se nos ocurre ya, en esta avanzada era, reprimir el pensamiento filosófico y científico. Y no se nos ocurre reprimir la ficción y la poesía, que nos dan la oportunidad de colocarnos en la piel del prójimo, y ponernos en su lugar; nos dan la oportunidad de desarrollar la compasión y la empatía, porque nos abren la puerta para dejar de sentirnos el centro del universo y la medida de los demás; nos ayudan a movernos de un “las cosas son así porque así deben ser”, a un “así son las cosas en este momento, en este lugar, o en ese momento y en ese lugar; pero no han sido así en todo tiempo y en todo lugar”.
Gracias a esta alteración de perspectiva nos volvemos capaces de contemplar la gloriosa posibilidad, la excitante aventura del ascenso material y moral de nuestra especie.
¡Qué dicha que la educación pública sirva a esa meta, que por eso sea universal, laica y libre en los Estados democráticos! ¡Que puedan los estudiantes tener acceso, sin necesidad de riqueza, ni obligación de lealtad a ningún credo político o religioso, o a ningún señor de la guerra, a todo tipo de argumentos y opiniones, para que sus mentes se formen en medio del debate inteligente y se enderecen contra el conformismo, la superstición y la pereza!
¡Qué afortunados aquellos que viven en sociedades liberales-democráticas, como Estados Unidos, donde la libertad de pensamiento no solo lleva a una mayor felicidad individual, sino también a un progreso social y económico irrefrenable, irreversible!
¡Vamos, vamos adelante, utilizando sin trabas los talentos de todos, desarrollando las habilidades de cada uno, aprovechando en libertad el legado de todos los pensadores y creadores que nos antecedieron, y de nuestros coetáneos!
¿Esta ilusión, es una ilusión?
Lamentablemente, la ilusión de la que he estado hablando hasta el momento no es la del segundo significado del vocablo:
“Esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”.
Más bien parece irse acercando hoy en día a esta, su primera acepción:
“concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos”.
Es lamentable tener que reconocer este engaño de los sentidos desde los Estados Unidos de América, donde el orgulloso lema de “nadie está por encima de la ley” pende de un hilo muy débil; donde parece que ya se cruza la línea de regreso al oscurantismo intelectual.
La exhibición pública de quema de libros impresos no es, por el momento, la forma de publicitar el rechazo a las “ideas peligrosas”. No hay “Sagrada Congregación” ––no con ese nombre–– en las leyes. Y no hay una estaca y una hoguera donde se retuerzan los cuerpos de los pensadores subversivos. Pero no hace falta. O al menos el Poder no lo cree necesario (aunque lamentablemente haya que reiterar “por el momento”).
Sin embargo, ya se impide el acceso de las mentes jóvenes al mundo maravilloso de la ficción y de las ideas. Ya se entorpece la maquinaria del pensar.
Al reconocer el terreno abrasado de la cultura estadounidense (y quizás occidental, y quizás mundial) nota uno que el fuego que destruye es un incendio provocado por fuerzas que se acusan mutuamente –y con razón—de intolerancia. Un lado de la antinomia aglomera a jacobinos progresistas que, poseídos de certeza, sienten que la justicia de su causa los hace siempre justos; su razón, y, sobre todo, su lenguaje, debe imperar. Enfrente tienen a una tendencia que valoro más dañina, porque reclama el regreso a un mundo de anomia moral, en el cual el blanqueo y hasta la restauración de múltiples opresiones pasadas son antídotos, dicen, contra los excesos de la corrección política.
Por más que el primer grupo merezca crítica (todos la merecen; todos nos beneficiamos del pensamiento analítico), constituye realmente una minoría, vociferante si se quiere, pero no representativa, mucho menos acreedora ineludible, de las causas igualitarias que han informado y mejorado moralmente la sociedad en los últimos cien años.
En cambio, el segundo movimiento a que me refiero, que para mal del mundo acaricia el poder político en Estados Unidos y otras latitudes, representa una amenaza que no es posible ignorar, porque apela a comunes denominadores primarios, básicos, que el rumbo civilizatorio de los últimos siglos, fracciones de segundo en la historia humana, apenas comenzaba a subyugar, con grandes penas y sudores.
La revolución francesa, a pesar de sus excesos, tuvo en su núcleo la energía que llevó eventualmente al constitucionalismo de los Derechos Humanos, al avance de la Libertad, y a la racionalización de la paz posible (uno de sus grandes mentes llegó a hablar de “la paz perpetua”). ¿A qué hubiera llevado la “revolución” nazi, de haber triunfado?
Cansancio estructural: peligro de colapso
Los Nuevos Inquisidores han encontrado una fisura por donde penetrar el edificio liberal-democrático, una grieta que tratan de expandir para que el dique de los Derechos Humanos se rompa. De la fisura hay que hablar; sobre sus causas es necesario investigar; y cómo repararla es tarea urgente.
Pero nada puede hacerse si no se toma conciencia de la profundidad de la hendidura, de su tendencia a agrandarse, y del peligro que corre la integridad estructural de nuestra civilización, y de nuestra aspiración ––que creíamos consumada–– a la libertad de pensamiento.
El fantasma que recorre Estados Unidos
Un ejemplo verdaderamente escalofriante es lo que ocurre en La Florida estadounidense: la expansión hambrienta de un nuevo Index Librorum Prohibitorum.
De manera ostentosa, petulante, y sin asomo de pudor, los líderes trumpistas de dicho Estado alimentan el inventario de la prohibición con centenares de libros que retiran de bibliotecas públicas y escolares. La práctica, oprobiosa, reaccionaria, oscurantista, avergonzaría a ciudadanos pensantes del siglo XIV y XV, no digamos ya de la época moderna.
Claro, si uno, por conformismo o pereza, quiere buscar la parte del vaso que aún no está vacía, puede consolarse porque los libros no son quemados en una fogata frente al Palacio del Gobernador De Santis, sino simplemente arrancados de anaqueles y catálogos. Puede consolarse también pensando que los ejemplares prohibidos se triturarán para utilizar el papel en reciclajes que salvarían bosques. No hay mal que por bien no venga, ¿no es cierto?
Y uno puede también consolarse contemplando condescendientemente el esperpento, la ignorancia de cabezas de piedra de los líderes de la Nueva Inquisición, quienes ven como nocivas muchas joyas literarias perdurables de la creación humana. Difícil no pensar, mientras esto relato, en cabras que devoran el papel de ejemplares del Quijote, de la Biblia o de Hamlet; o (¡ah, esto sería su sueño dorado!) de la Declaración de Derechos humanos, de las palabras de Jefferson en la Declaración de Independencia, o mejor todavía, de la Proclama de Emancipación de Lincoln.
Lo cierto es que, para los Nuevos Inquisidores del trumpismo, los jóvenes que cursan los años finales del bachillerato, o High School, no deben (¡Dios no lo quiera!), exponerse al daño incurable que provocaría leer las obras de Kurt Vonnegut (“Slaughterhouse Five”). Me encantaría haber sido una mosca y posarme en los tacones que el empinado Gobernador usa para estar a la altura, y escuchar sus razones para prohibir este libro.
Me encantaría también entender la herida irreparable que, en las mentes y vidas de los jóvenes de 16, 17, 18 años, puede causar la gran Margaret Atwood y su Handmaid’s Tale (¿Será que contradice alguna fantasía trumpista?).
¡¿Y qué cáncer espiritual puede plantar en nuestros jóvenes “1984” de George Orwell?! ¿Será que algo hay en él que incomode a “2024”? Y Maya Angelou, que se ha atrevido a subvertir la paz social con “I Know Why the Caged Bird Sings” (“Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado”). ¿Cuál es su “problema” en este caso, el pájaro o la jaula?
Y bueno, la lista es muy extensa, y no puedo pretender haber leído (mucho menos poder juzgar) cada uno de los libros, pero mi botón de muestra no estaría completo sin mencionar a la también censurada y destacadísima poetisa Erika Sánchez, a quien (permítanme, como pequeño caramelo en este trago de vinagre, un gesto de desvergonzada autopromoción) traduje para la antología Los hijos de Whitman de poesía contemporánea estadounidense. Ya cuando atentan contra mis jugosas regalías, señores Inquisidores, entran en un campo minado.
Pero volviendo a Sánchez, se me antoja, agotándoseme ya las hipótesis que puedan mínimamente explicar la conducta de los fascistas de La Florida, que a lo mejor al Tastuanes del Estado le disgusta la terrible ideología de género encarnada en el poema “Narco”, una cruda denuncia, desde el arte, contra un criminal que viola y mata a una mujer. Me atrevo a presentarlo aquí en mi muy provisional traducción (el original aparece al final, en las notas):
Narco
Erika Sánchez
Carretera de la Muerte—la indiferencia
de las serpientes. El cielo está maduro
y estallan los colores por todas partes. ¿Quién es
el jefe más jefe? En la quietud brumosa, Cara-de-zorro-colapelada
carga un balde lleno de cabezas y las deja caer
como canicas. La yerba, el polvo, las piedras —
Que traguen fierro los cabrones,
¡yo soy el más chingón de Pisaflores!
Rompe-madres, viendo a las montañas
color de elefante, arranca del bus a una mujer
y la tira en la tierra y las espinas:
silbido blanco de calor. Colibríes. Algodoncillo.
Una manada de caballos pintos mira hacia la
luna espumosa. Que Dios los bendiga a todos y los
lleve por la ruta del bien. Bajo el último tajo de luz
Rompe-madres se seca el sudor de los ojos,
y amarra las medias de la mujer al chaparral
––mientras una colonia de buitres espera su tributo.
Y ahora pregunto, porque hay que preguntar, y preguntar a gritos:
¿A qué le temen tanto quienes desde el poder se empeñan en suprimir el pensar y el sentir?
Una pregunta tan antigua como la tiranía.