A fines del año 2023 el connotado escritor político Robert Kagan escribió un artículo que desató controversias entre el público político. El título habla por sí solo: “Una dictadura de Trump es cada vez más inevitable”. La razón a la que aducía Kagan para probar su tesis era la impotencia que había demostrado la institucionalidad norteamericana, particularmente los tribunales de justicia, para detener un segundo ascenso al poder de un hombre que no había vacilado en convocar a sus huestes a asaltar nada menos que al Capitolio, la expresión deliberante de la democracia de su país.
A muchos, una dictadura en los Estados Unidos, la democracia más antigua del planeta, parecía ser la de Kagan, más que una posibilidad, una novela de ficción distópica. Hoy en cambio, la tesis de Kagan viéndola a través de la perspectiva post- electoral, ya no se ve tan peregrina. Trump, en efecto, emerge como un indiscutible vencedor pero además como un presidente que en un sistema de por sí presidencialista concentra más poder que la mayoría de sus predecesores.
Puede ser que la sólida institucionalidad estadounidense sea más poderosa que las ambiciones desenfrenadas de un presidente ególatra. Pero lo cierto es que Trump, si quisiera convertirse en dictador, no tendría que recorrer un camino muy difícil. Posee la mayoría absoluta, posee el control sobre el Senado y, seguramente, poseerá también la mayoría en la Cámara de Representantes. Por si fuera poco, cuenta con el respaldo der los millonarios más acaudalados y a la vez de las capas más empobrecidas de su país. Y no por último, cuenta con una autonomía procedente del hecho de ser mucho más que un candidato de un partido.
Trump, digamos claramente, es el líder de un movimiento de masas que va mucho más allá de un partido. Trump es republicano, pero antes de ser republicano, es trumpista. Antes de Trump, los presidentes republicanos eran representantes de un partido. Hoy, el partido republicano es un representante de Trump. El nuevo poder que nace en los Estados Unidos con Trump es un poder esencialmente personalista.
Los politólogos dirán, estamos frente a un nuevo populismo. Pero eso no es decir demasiado. Al fin y al cabo todos los grandes movimientos de masas que giran alrededor de un líder mesiánico son populistas. El problema no es ese. El problema es que los llamados populismos -pensemos en los latinoamericanos- han logrado aparecer en países de baja intensidad institucional y débiles tradiciones democráticas. El de Trump en cambio emerge en un país de fuerte institucionalidad y de larga tradición democrática. ¿Cómo explicarnos esa nueva realidad? Si nos atenemos solo a las coordenadas de la historia norteamericana es difícil, si no imposible, explicarla. Si en cambio miramos más allá de los EE UU, encontramos, no una explicación, pero sí una tendencia global muy visible. Nos referimos al permanente ascenso de movimientos de masas no democráticos y anti-sistema en diferentes países del mundo.
En todos los países europeos donde gobiernan autócratas o en donde los nacional-populismos forman parte de coaliciones de gobierno, la democracia llamada liberal, o está en vías de desaparición, o se encuentra en peligro de desaparecer. Hay, efectivamente, muchos “trumpismos” europeos , sea en versión ultraderechista, sea entre algunos anti-democráticos izquierdistas con poder real y ascendente. Aún donde han logrado ser derrotados, como en Francia, se mantienen como la primera fuerza electoral del país. En el mapa político europeo las autocracias, dicho esto con seguridad, serán cada vez más numerosas.
Cuando Biden, al iniciar su mandato, dijo certeramente que la contradicción democracia-dictadura era dominante en el espacio mundial probablemente no solo pensaba en China o Rusia sino en el desarrollo político que se estaba dando en su propia nación. Esa percepción de Biden puede ser vista como una exageración. Pero lo que nadie puede negar es que, si no frente a dictaduras, también frente a fuerzas no-democráticas, representadas en movimientos nacional-populistas, las democracias, en su versión liberal, se encuentran en retroceso, aunque Francis Fukuyama siga creyendo lo contrario.
Por todas partes emergen, si no dictaduras, gobiernos y movimientos autocráticos y autoritarios. En países de larga tradición democrática, las nuevas formas de poder autocrático mantienen formas o elementos de tipo democrático, pero subordinados a poderes no-democráticos. “Democracias híbridas” las llaman, con cierta benevolencia, algunos autores. Aquí las llamamos simplemente repúblicas autoritarias y/o autocráticas. Quiere decir, al lado de la institucionalidad heredada de las antiguas democracias, son mantenidas instituciones republicanas pre-democráticas. Esos tipos de gobierno pueden fluctuar de un lado a otro. Así vemos que, en las últimas elecciones polacas, las fuerzas democráticas derrotaron a las autoritarias, pero el conflicto entre ambas se mantiene vigente. En el caso latinoamericano nos encontramos con Venezuela, país que durante Chávez fue constituido como república autocrática y bajo Maduro, después del criminal fraude electoral, pasó a ser una brutal dictadura militar de hecho y de derecho. Pues bien, esa ola antidemocrática (para parafrasear a Hungtinton) que asola al mundo en sus diferentes versiones de derecha o de izquierda, ha anegado también a los Estados Unidos. Solo que para Donald Trump, a diferencias de Joe Biden, el conflicto mundial se da, no entre democracias y dictaduras, sino entre países exitosos y países fracasados.
El nacional-populismo global ha logrado imponerse en los Estados Unidos a través de Trump pero, como todo populismo, siguiendo las pautas que marca la realidad cultural y política de la nación. Quiere decir, así como el nacional-populismo de Orban en Hungría, de Erdogan en Turquía, del PIS polaco, es religioso y confesional, el populismo de Trump es nacionalista y económico a la vez, entre otras razones porque, por sobre toda confesión o religión, la ideología dominante en los Estados Unidos es una mezcla de nacionalismo y economía (habría que leer el ensayo de Walter Benjamin titulado “Capitalismo como Religión”). En ese sentido Trump no ha inventado nada nuevo. Lo que sí ha hecho es elevar hacia al espacio político antiguas creencias y normas culturales muy norteamericanas. El populismo de Trump –esto es importante para entenderlo- no ha sido impuesto de arriba hacia abajo, como el marxismo leninismo durante Stalin en la URSS, sino de abajo hacia arriba.
En un país donde la mayoría rinde culto al éxito económico personal, lo más normal es que la nación deba ser evaluada de acuerdo a su éxito económico global. El de Trump es, si queremos entenderlo así, un patriotismo económico, uno que cala muy fuerte y de modo profundo en el alma de la mayoría de los ciudadanos, sean blancos o negros, sean mestizos o latinos, sean pobres o ricos, sean católicos, evangelistas, baptistas, judíos, islámicos, sean mujeres u hombres. Es decir, como todo populismo, el de Trump no es horizontal ni vertical; es transversal, tan transversal como el fascismo, el peronismo, el chavismo, el mileísmo, e incluso el putinismo antes de que se convirtiera en poder totalitario. Sobre esa realidad objetiva se basa la doctrina Trump.
Sí, aunque muchos no lo crean, Trump tiene una doctrina. La podemos resumir así. Para Trump, así como para algunos marxistas del pasado reciente, el secreto del poder de cada nación se basa en la economía. Fiel a esa premisa, cada nación es concebida como una empresa. Entre las naciones-empresas existen compatibilidades, competencias y rivalidades. Así se explica por qué, para Trump, la Rusia de Putin no es una nación enemiga. Desde el punto de vista económico, Rusia es, para el presidente electo, una nación irrelevante. El verdadero enemigo, el económico, es para Trump, China. Pero no porque Xi Jinping mantenga una opinión diferente sino porque es casi idéntica a la del mismo Trump. China quiere ser el principal monitor económico del mundo. Lo mismo quiere hacer Trump de los Estados Unidos.
La guerra económica entre China y los Estados Unidos está programada y Trump está dispuesto a derrotar al poder económico de China comenzando por poner altos aranceles a las exportaciones chinas y así sentar las bases de un extremo nacionalismo económico y proteccionista en su país. Eso quiere decir, sucesos como la invasión de Rusia a Ucrania, no interesan a Trump porque no son rentables ni tampoco amenazan la hegemonía económica norteamericana.
En cierto sentido Trump repite, desde la cúspide del poder, lo que dicen algunos ciudadanos humildes entre cerveza y cerveza, “esa no es nuestra guerra”, que se jodan”. Si alguien quiere convencer a Trump de que apoye a Ucrania tendría que decirle: “Donald, en la guerra a Ucrania, Rusia y Europa empobrecen y si se empobrecen demasiado no tendrán plata para adquirir nuestras exportaciones”. Solo así Trump recapacitaría. O quizás ya recapacitó. Por eso quiere sentar a Zelenzki y a Putin alrededor de una mesa y arreglar el problema “en un solo día”.
Como todo nacional-populista, el magnetismo que ejerce Trump reside en su capacidad para cubrir y agitar a su favor los temas principales que inquietan al electorado. Así, durante el proceso electoral, se apoderó de temas como el de la migración, la guerra y el aborto. Agitando el problema migratorio ganó para sí a quienes sufren miedos de ser invadidos por hordas de pobres que llegan desde el sur, creando artificialmente, y de paso, un “nosotros norteamericano” próspero y trabajador. Agitando el tema de la paz con Ucrania atizó un antiguo nacionalismo que se basa en la no intervención en asuntos extracontinentales provocados por la “Europa decadente”. Agitando el tema del aborto ganó para si el apoyo de todas, digo todas, las confesiones religiosas del país.
Trump, de acuerdo a su doctrina, invierte bonos políticos y militares solo donde puede ganar económicamente. No fue ese el caso de su rival, Harris, que ofreció sobre los tres temas principales argumentos racionales que a la mayoría del público parecieron moralistas o elitistas. Gracias a la eficaz cobertura de esos temas, Trump se convirtió de “candidato del hombre blanco de clase media” en un candidato transversal que interpelaba a la mayoría de los votantes de su país más allá de clases sociales, confesiones religiosas, o pertenencias raciales y culturales. El millonario Trump pasó a ser el candidato del pueblo. La morena Harris fue presentada en cambio como la candidata de la libertad, una noción demasiado abstracta para ser asimilada por grandes mayorías siempre descontentas.
El pueblo es una noción heterogénea y de por sí contradictoria, cuya capacidad de unirse reside en la creación de un “significante vacío”-para usar un concepto lacaniano politizado por Ernesto Laclau-. Pues bien, justamente porque Trump es un significante vacío logró unir en torno a sí a intereses contradictorios. En efecto, Trump interpela, gracias a su propia vaciedad conceptual, a sectores que en la realidad se presentan como antagónicos. Es por eso que el trumpismo puede ser visto como la expresión de una “imposibilidad posible”. Representa, dicho en breve, la unidad de los contrarios.
Dentro de las filas trumpistas caben sectores extremadamente conservadores y a la vez sectores anarquistas que se pronuncian en contra del establishment. Trump mismo es las dos cosas, un conservador extremo en sus objetivos y un anarquista anti-sistema en sus formas. En ese punto, pero solo en ese, el trumpismo puede ser comparado con los antiguos fascismos. Más que un dirigente político, Trump es un caudillo de masas. Representa la autoridad del poder y el poder de la autoridad.
Acerca de si el gobierno de Trump se convertirá en una dictadura, como profetizó Robert Kagan, no lo sabemos todavía. Solo cabe decir que, seguramente, nadie imagina por cuanto tiempo, la democracia liberal bajo un ejecutivo omnipotente dejará de ser liberal para mutar en república autoritaria, independientemente a que ese sea o no el propósito de Trump.
Con la voz parlamentaria acallada y sin la deliberación que hace a la sociedad pensarse a sí misma, con tribunales de justicia impotentes, con el control de la mayoría de los estados de la nación, no podremos hablar de democracia liberal en los Estados Unidos que vienen. En el mejor de los casos de una democracia directa, así como la concibió Carl Schmitt: una que no requiere de las instituciones para ejercer su poder.
Un filósofo diría: en las elecciones de noviembre, Kant fue derrotado por Hobbes en el país de Trump. Pero ese, como hemos reiterado, no solo es un problema norteamericano. El avance del autoritarismo, esto es, de los trumpismos en sus más diversas versiones, es un avión global que vuela por casi todo el occidente político, viajando desde Argentina hasta llegar a Hungría, Turquía, Serbia y Austria y, al fin, aterrizar en los Estados Unidos.
Algún día sabremos si la democracia liberal, a la que aquí llamamos democracia constitucional, fue solo un proyecto fallido en la maraña de la historia universal o si solo vivimos un momento de retroceso que logrará ser superado con la emergencia de nuevos movimientos democráticos y anti-autoritarios cuya tarea principal será restaurar a la democracia que hasta ahora conocemos.
En la historia, digamos aunque sea para conformarnos, la última palabra nunca ha sido dicha.