En la gran agitación geopolítica provocada por la invasión rusa de Ucrania, el 24 de febrero de 2022 se coló un pequeño peón, un peón que los europeos preferirían no ver, pero que corre el riesgo de que en tres semanas no puedan ignorarlo: Georgia. El 26 de octubre, los 3,7 millones de habitantes de este país caucásico vivirán unas elecciones legislativas que definirán el camino que habían seguido desde que se separaron de la Unión Soviética en 1991.
La oposición presenta la cuestión de estos comicios como una elección crucial entre Rusia y
Europa. Cree que tiene buenas posibilidades de ganar y espera poner fin a los doce años de
reinado del partido Sueño Georgiano, marcado por una clara regresión democrática desde
2022, una legislación inspirada en el modelo ruso. Pero lo que la oposición no sabe, nos dicen los líderes de sus cuatro principales partidos en Tiflis, durante entrevistas organizadas por los think tanks georgianos Gnomon Wise y el español Cidob, es si Sueño Georgiano aceptará ceder el poder en caso de derrota.
¿Por qué esto debe ser de interés para los europeos? Porque el 80% de la población –una cifra constante en las encuestas– quiere unirse a Europa. Este vínculo es tan fuerte que tanto el gobierno como la oposición están haciendo campaña bajo la bandera estrellada de la Unión Europea (UE). ¿Pero de qué Europa estamos hablando? La Europa de Sueño Georgiano se parece extrañamente a la del líder húngaro Viktor Orban, con quien este partido mantiene estrechos vínculos: una Europa que no estaría dominada por el “partido de la guerra mundial”, que dejaría de ayudar a Ucrania a defenderse y privaría a las minorías LGBT+ de sus derechos. Sueño Georgiano promete, si se renueva, prohibir los partidos de oposición.
La oposición quiere encontrar el camino hacia la integración con la UE y sus valores, que los Veintisiete han ofrecido al conceder a Georgia el estatus de candidato en 2023, una medida a medias de tranquilidad tras la agresión rusa en Ucrania. Precisamente este proceso es el que Bruselas congeló este verano, en reacción a la adopción, por parte del Parlamento de Tiflis, de una ley liberticida sobre la “influencia extranjera”, incompatible con el derecho europeo. Y aquí la Unión Europea se enfrenta una vez más al dilema: ¿asumir el desafío geopolítico y anclar a Georgia a Europa para protegerla de la influencia rusa, o negarse a comprometerse con las reformas democráticas, incluso si eso significa correr el riesgo de dejarla derivar hacia la órbita de Moscú?
Apoyada en sus inicios por el ministro de Asuntos Exteriores de Mikhail Gorbachev, Eduard
Shevardnadze, quien llegó a ser presidente de su tierra natal, la Georgia postsoviética es lahistoria de un sueño que salió mal. Tres personajes extraordinarios marcan esta historia: Mikheïl Saakashvili, el joven y fogoso presidente, favorito de los neoconservadores estadounidenses, que lideró la espectacular transformación del país en la década de 2000 y sufrió el impacto de la invasión rusa en 2008; Bidzina Ivanishvili, un multimillonario que regresó de Rusia -donde amasó una fortuna estimada hoy por Forbes en 5 mil millones de dólares - que fundó Sueño Georgiano, se convirtió en primer ministro en 2012 durante un año, pero nunca dejó las riendas del poder; y Salomé Zourabichvili, la exdiplomática francesa que París “prestó” a Georgia, de donde era su familia y que hoy es su presidenta.
El miedo a un “escenario al estilo Maduro”
Estos tres destinos conviven en una Georgia enamorada de Europa, pero insegura sobre los
medios para llegar a ella, a la sombra de la vecina Rusia. Este octubre, “Micha” Saakashvili nos escribe desde el ala médica de su prisión en Tiflis, en una carta manuscrita enviada por su abogado, que teme un “escenario al estilo Maduro en Venezuela”, en el que el gobierno rechazaría la victoria de la oposición el 26 de octubre. Detenido desde hace tres años por “abuso de poder”, espera una hipotética medida de indulto que el presidente, que fue su ministro de Asuntos Exteriores, se niega a concederle.
Ese mismo mes de octubre, Bidzina Ivanishvili hizo campaña por todo el país detrás de asombrosos cristales a prueba de balas e inundó la capital con gigantescos carteles electorales. Abandonó su nacionalidad rusa y prefirió la francesa, adquirida en 2010 en agradecimiento por su generosa financiación de la magnífica escuela francesa de Tiflis, dotada de una piscina de 25 metros. No se reúne con ningún periodista ni con líderes europeos. Salomé Zourabichvili se reúne con todos los que puede. Elegida en 2018 con el apoyo de Ivanishvili, hoy lucha ardientemente contra él, cree en Europa y trabaja intensamente para unir a los partidos de la oposición con el fin de mejorar sus posibilidades de ganar el 26 de octubre.
Furioso al verla ir a defender la causa europea de Georgia en Bruselas, París, Berlín e incluso Varsovia, Sueño Georgiano anunció, el lunes 7 de octubre, que pedía su despido por haber realizado estos viajes sin la luz verde del gobierno.
Queda un cuarto actor, invisible, Vladimir Putin, cuyas tropas han ocupado el 20% del territorio desde la guerra de 2008
En realidad, Rusia nunca se fue -suspira un diplomático europeo - cree que es dueña de Georgia». Para gran consternación de la UE, se han reanudado las conexiones aéreas entre Rusia y Georgia: tres veces por semana, un vuelo Tiflis -Niza permite a los rusos, privados de vuelos directos desde Moscú a la UE, llegar a la Costa Azul. En Tiflis han florecido tiendas de lujo para vestir a los exiliados rusos que acuden en masa desde el 24 de febrero de 2022.
¿Dejará la UE su papel benevolente que, como ironiza un experto occidental, se traduce en
“financiar las rutas que los chinos están construyendo y que los rusos pueden bloquear con un simple tanque”? El resultado de estas elecciones quizás le obligue a hacerlo. Por ahora, la oposición y la presidenta cuentan sobre todo con movilizar al electorado, la mejor manera, en su opinión, de frustrar el fraude (y los peores escenarios).
Sylvie Kauffmann (editorial de “Le Monde”)