Trump ha sido un proveedor generoso de instantáneas para la historia de la indignidad, el narcisismo o la estupidez política, pero se superó a sí mismo en el debate con Harris
Lo primero que hice el miércoles pasado, después de ver en diferido el debate que enfrentó a Kamala Harris con Donald Trump, fue releer el libro cuyo título inspira el de esta página: On Bullshit, de Harry Frankfurt. Su autor es un profesor de filosofía moral que murió el año pasado, a sus 92 años, después de tener el gusto de ver cómo su pequeño ensayo se convertía en una suerte de manual de instrucciones para nuestro momento político. On bullshit se publicó hace casi 20 años, pero empezó a leerse con mayor atención bien entrado el siglo, y después, hacia el año 2016, con algo parecido al frenesí. En español se publicó con un título prudente: Sobre la charlatanería. Pero Frankfurt dedica muchos párrafos fantásticos a explorar la palabra bullshit, que se distingue de la mentira, del simple engaño y de otras formas de la deshonestidad justamente por la sugerencia escatológica: el bullshitter o hablamierda no sólo profiere falsedades, sino excrementos, lo más desechable del pensamiento, los desperdicios sin forma de la razón humana.
Donald Trump es un charlatán barato, por supuesto: en Estados Unidos es común compararlo con un vendedor de coches usados, oficio que —acaso injustamente— se ha convertido en una metáfora de la palabrería diseñada para engañar a otro y sacar provecho. El diccionario de la Real Academia propone otras opciones como sinónimo de charlatán: embaucador, embustero, carrilero. Pero ninguna tiene para mí ni la fuerza ni la expresividad, ni tampoco la riqueza semántica, de este trozo de argot colombiano. Reconocemos al hablamierda no sólo porque diga mentiras, sino porque dice cualquier cosa; no porque sepa cuál es la verdad y quiera disfrazarla, sino porque no le importa la diferencia entre verdad y mentira: está dispuesto a decir hasta lo más ridículo, hasta lo más insensato, si eso es lo que necesita en un momento determinado. Lo que lo distingue es, como escribe Frankfurt, la actividad de “hacer aseveraciones sin poner atención a nada distinto de lo que le sirve decir en ese momento”.
Para cualquiera que conociera el ensayo de Frankfurt antes del martes pasado, ha de haber sido muy difícil no recordarlo en varios momentos del debate. Donald Trump ha sido un proveedor generoso de instantáneas para la historia de la indignidad, el narcisismo de libro de texto, el infantilismo moral o la estupidez política, pero yo tengo para mí que se superó a sí mismo cuando, a medio debate, combinó los cuatro ingredientes anteriores para defenderse de una acusación que le dolió más que ninguna otra. En el curso del debate, Kamala Harris lo llamó delincuente convicto, mentiroso, inmoral; lo acusó de complicidad con los enemigos de Estados Unidos; recordó las acusaciones probadas de acoso sexual. Pero lo que realmente ofendió a Trump fue cuando ella comentó, en medio de una respuesta sobre la inmigración y los problemas de la frontera, que los asistentes a sus mítines —los de Trump— los abandonaban por cansancio o aburrimiento.
El espectáculo fue fascinante. “Déjeme que conteste a lo de los mítines”, le dijo al moderador como un niño malcriado. “La gente no va a los mítines de ella, y los que van, es porque los llevan en buses y les pagan”. En su mitad de la pantalla, Kamala Harris dejaba por primera vez que apareciera en su cara su sonrisa fantástica, una sonrisa que quería decir muchas cosas, pero sobre todo una: “Es increíble, pero ha picado. Le he puesto una trampa evidente, una trampa infantil, y ha caído. Vamos a ver qué pasa ahora”. Y lo que pasó fue que Trump se lanzó a un monólogo desquiciado que habría hecho las delicias de Ionesco o de Beckett, y que debo transcribir en la medida de mis magras posibilidades: porque transcribir es poner orden, y el orden es la ausencia más conspicua en los monólogos desquiciados de esa pobre cabeza caótica.
“La gente no se va de mis mítines”, dijo Trump. “Tenemos los mejores mítines. La gente va a mis mítines. ¿Sabe por qué? Porque quiere recuperar su país. Y lo que está pasando aquí, vamos a terminar en la Tercera Guerra Mundial, para hablar de otro tema… Lo que le han hecho a nuestro país permitiendo la entrada de millones y millones… Mire lo que está pasando en muchos pueblos… Muchos pueblos no quieren hablar de esto porque les da vergüenza. En Springfield se están comiendo a los perros, la gente que está llegando se come a los gatos… se comen a… se comen a las mascotas… de la gente que vive ahí. Esto es lo que está pasando en nuestro país, y es una vergüenza. En cuanto a los mítines… en cuanto a… la razón por la que vienen es porque les gusta lo que digo. Ella está destruyendo este país, Y si es elegida presidente, este país no tendrá ninguna oportunidad de éxito. No sólo de éxito. Terminará siendo Venezuela con esteroides”.
La sonrisa de Harris era impagable: queridos lectores, les pido que la busquen. Es la sonrisa enormemente divertida de quien ve al embaucador hundirse en su propio delirio. Las estadísticas finales del debate mostraron dos cifras reveladoras: una, Trump habló mucho más; dos, estuvo mucho más a la defensiva. La primera me interesa, porque es elocuente. El hablamierda no es solamente artífice de una deshonestidad: es también víctima de la necesidad de hablar. Las respuestas de un debate como el del martes deben cumplir con ciertos requisitos de tiempo, el principal de los cuales es no extenderse más allá del límite. A veces, los contendores tenían dos minutos; a veces, sólo uno. Cualquiera que haya debatido con seriedad, siguiendo las reglas y respetando las limitaciones, o cualquiera que haya hablado en público —en televisión o en radio, por ejemplo—, sabe lo difícil que es llenar el tiempo con ideas pertinentes y precisas: es decir, sin hablar mierda.
En el debate vimos a Trump desesperado por llenar los dos minutos que se le daban, pues ni conocía su material ni lo había estudiado, ni tenía cifras ni datos concretos que defendieran sus posiciones, y demasiadas veces tuvo que echar mano groseramente de las herramientas más conocidas de la charlatanería. Un ejemplo son las referencias falsas: se me acabó la paciencia antes de terminar con el inventario de la cantidad de veces que a Trump “alguien” lo elogió, o “mucha gente” lo consideró el mejor, o “muchos líderes europeos” dijeron que lo respetaban mucho, o “muchos economistas” elogiaron sus planes. Otro ejemplo es la hipérbole infantil e innecesaria: Trump es incapaz de pronunciar una frase sin hablar de lo peor que le ha pasado al país en toda su historia, si habla de Harris, o de lo más grande que se ha hecho en la historia del mundo, si habla de él mismo. Uno siente que le está tratando de vender un coche.
El hablamierda (o el charlatán, si lo prefieren ustedes) puede ser motivo de risa, y está bien que lo sea. Riámonos de Trump. Pero es también peligroso. El charlatán o hablamierda, dice Frankfurt, “no rechaza la autoridad de la verdad, como hace el mentiroso, oponiéndose a ella. Simplemente no le presta atención. En virtud de esta circunstancia, hablar mierda es para la verdad un enemigo más poderoso que la mentira”. Y nos quedan dos meses de eso, y los cuatro años que vienen. Eso sin contar con los imitadores de medio mundo. Porque los hablamierda están por todas partes. (El País)
Juan Gabriel Vásquez es escritor.