“El poder es como el sol y la muerte, no se le puede mirar de frente”. Son palabras iniciales de Vadin Baranov, quien fuera uno de los consejeros más cercanos a Putin, según nos cuenta Giulano da Empoli en su muy bien lograda novela El Mago del Kremlin, cuyo tema central es la vida de un hombre-poder (o de un poder hecho hombre) llamado Vladimir Putin. Una vida dedicada a la obtención de más y más poder. Nos referimos a la vida política pues la vida del espía que nunca ha dejado de ser Putin solo sirve al autor como punto de referencia para entender su acceso indetenible hacia la cima donde él ahora está situado.
Todo comenzó con la desintegración de la Rusia imperial desde la Perestroika de Gorbachov la que alcanzó su punto culminante durante el segundo gobierno del “oso” Boris Jeltsin “quien solo se lo pasaba jugando tenis. O en casa bebiendo”. Una desintegración personal, reflejo de la desintegración de la enorme nación.
La sociedad rusa-comunista había desparecido, pero en su lugar no había surgido un nuevo orden, ni social ni político. “Los nuevos héroes”-escribe da Empoli– “eran los banqueros y las tops models” (…..) “Los rusos habían crecido en una patria y se hallaron de pronto viviendo en un supermercado. El descubrimiento del dinero fue el acontecimiento más devastador de aquellos años".
La lógica de la razón política había sido sustituida en Rusia por la lógica de la razón económica. Pero, a diferencia de lo que creen muchos deterministas, la razón económica es inútil cuando se trata de controlar el poder político. Naturalmente, la economía puede invadir al poder político, pero no puede sustituirlo. La explicación es simple y la da a conocer en la novela el mismo Putin: “Los comerciantes jamás han llevado las riendas. ¿Y sabes por qué? Porque no son capaces de garantizar las dos únicas cosas que los rusos piden al Estado: el orden en el interior y el poderío en el exterior”. O dicho de un modo aún más sencillo: La economía es evidentemente un poder, pero siempre ese poder será anárquico pues la economía es, por principio, anárquica. Y ningún Estado puede funcionar de modo anárquico.
La economía puede regular a la economía a través de sus manos invisibles y visibles. Pero nunca puede regular al Estado. En cambio el Estado sí puede regular todo: la moral, la cultura, las ideas, las ideologías, la técnica, e incluso, la economía. Stalin lo había entendido antes que Putin.
Cuando Stalin se dirigió a los empresarios agrarios, los kulaks, les lanzó con un no oculto desprecio y arrogancia, la siguiente consigna: ¡Enriqueceos! Putin entendió perfectamente el sentido de esa consigna. Sin el desprecio del comunista Stalin, pero con el mismo criterio utilitario, les ha dicho a los oligarcas rusos: ¡Enriqueceos! Y sin duda lo dijo no porque Putin sea un neoliberal sino porque entendió que, si la clase oligárquica se enriquecía protegida desde el Estado, el personal del Estado puede actuar sin ensuciarse las manos –a cambio, claro, de excelentes compensaciones-.
La economía privada es por cierto un sostén del imperio de Putin, pero lo es solo bajo dos condiciones: la primera, que no interfiera el segmento “extractivista” (petróleo y gas), reservado estratégicamente para operaciones políticas y militares. La segunda es aún más importante: que a los empresarios ni se les ocurra inmiscuirse en las decisiones políticas y militares del Estado. En ese punto Putin ha sido inflexible. Cada vez que algún empresario intenta interferir políticamente usando su poder económico no solo ha perdido sus riquezas. No pocas veces ha perdido la vida.
Rusia, cuando asumió Putin la presidencia, era –usando la expresión de Ortega y Gasset- una nación invertebrada. Un espectáculo que, ante los ojos de un nacionalista, no podía ser más deplorable. De acuerdo a una de las varias descripciones de da Empoli “se veía en todas partes milicias privadas, pequeños ejércitos que escoltaban a hombres insignificantes y de vez en cuando nos enterábamos de que uno de ellos había volado por los aires”.
Putin entendió que la tarea inmediata era re-vertebrar a la nación. Ese era también también un sentimiento popular. La población era feliz cuando consumía productos o veía TV pudiendo elegir entre 150 programas, pero era infeliz cuando debía salir a las calles, apoderadas por grupos autónomos que se combatían entre sí.
Para re-vertebrar a Rusia, Putin tenía dos alternativas. Una larga y otra corta. La alternativa larga era la democrática: dotar al Estado de un poder constitucional e institucional con el objetivo, no de suprimir, pero sí de ordenar las libertades alcanzadas desde Gorbachov y Yeltsin. La segunda, la alternativa corta, de acuerdo a las propias palabras de Putin, consistía en devolver a Rusia el principio de verticalidad. O sea, el regreso a la autocracia.
Putin no vaciló y eligió la segunda alternativa. No solo porque él no era ni nunca había sido un demócrata sino también porque su sentido pragmático le decía que, después de todo, Rusia siempre había sido un imperio vertical. La verticalidad, no la horizontalidad, había llegado a ser parte de la naturaleza política del país. De la democracia Rusia había conocido fugaces chispazos a lo largo de su historia moderna. El cortísimo gobierno parlamentario de Kerenski antes del golpe de estado de Lenin, algunos momentos durante Gorbachov y del primer gobierno de Yeltsin; y nada más.
Ivan el Terrible, Pedro el Grande, Lenin, Stalin eran, según encuestas, los principales héroes de la historia nacional. Sobre todo Stalin quien estaba situado en el primer lugar de la popularidad no “pese a las matanzas. El es popular gracias a las matanzas”. El autor lo dice también en idioma freudiano: “el pueblo ruso anhelaba un juez que haga olvidar el lenguaje de la madre y restablezca el lenguaje del padre”. Visto así, el patriarcalismo de Putin es también el de la “Rusia profunda y rural”. Como advirtió el “mago del Kremlin” Boris Baranov, los secretarios privados de Putin, a diferencia de otros dictadores (incluyendo a Hitler), no son mujeres sino hombres.
Putin, durante su primer mandato, sin romper con las nuevas tradiciones semidemocráticas, representaba el cambio en la continuidad, sea con el pasado cercano, sea con el pasado lejano. Como si Putin hubiera sido el producto de un plan astuto de la historia las piezas hacia su dominación total iban ajustándose una por una. Y sin embargo, no había ningún plan. Putin mismo fue el resultado de una contingencia.
Contingencia fue que a Putin, el hombre más fuerte de la clase económica rusa, el oligarca Boris Berezovski, lo hubiera elegido como sucesor de Yeltsin. Contingente fue también el ataque cardíaco sufrido por Yeltzin pocas semanas antes de las elecciones. Y sobre todo, contingente fue el acto terrorista llevado a cabo por un grupo de islamistas chechenos en octubre de 2002 (conocido también cono el 11 de septiembre ruso). La respuesta del primer ministro ruso, Putin, no se hizo esperar: El 26 de octubre de 2002 fuerzas especiales de la policía rusa, usando un gas narcótico, asaltaron el teatro moscovita donde un comando checheno mantenía retenidas a 800 personas. 119 rehenes y 50 guerrilleros resultaron muertos
El terrible atentado fue en verdad un regalo que hizo el destino a Putin. Gracias a esa tragedia Putin encontraría la oportunidad para perfilarse como máximo representante del orden, el nexo personificado entre la autoridad del estado y la integridad territorial de la nación. En su calidad de ministro pronunció palabras inolvidables: “Golpearemos a los terroristas allí donde se escondan. Si están en un aeropuerto, golpearemos en los aeropuertos; si están en los cagaderos, y perdonen mi lenguaje, iremos a matarlos en los váteres”.
Después de esas palabras, los rusos supieron que por obra y gracia de ellos mismos, había aparecido un nuevo Zar.
La historia, también la historia de la Rusia de Putin, se encuentra sometida al principio de la contingencia de modo más gravitante que al principio de la determinación. Ignoramos si Putin cree en la determinación del destino, pero su actuación demuestra que ese destino no ha sido el resultado de una lógica de la historia, sino de la capacidad del dictador ruso para utilizar al máximo las circunstancias que van apareciendo en su camino. Putin, eso está claro, había hecho suya una frase atribuida a su mentor Boris Berezovski: “La política rusa es como la ruleta rusa. Lo único que hay que saber es si uno está dispuesto a apostar o no”. Pues bien, Putin apostó fuerte en Chechenia. Y ganó.
Fue también gracias a la contingencia cuando Putin descubrió una máxima que ha hecho suya a lo largo de su carrera, una que consecuentemente aplicaría en la guerra de invasión a Ucrania. Dice así: La guerra no es solo un medio para alcanzar un objetivo. Puede ser en sí el objetivo. Pues la guerra supone vivir en estado de guerra, esto es, en un estado de permanente excepción.
En medio de una guerra una dictadura alcanza su apogeo, más todavía si la guerra es declarada en contra de un enemigo perpetuo. La guerra, además, divide al país entre patriotas y colaboracionistas. Todo opositor puede ser considerado traidor y por lo mismo puede ser eliminado. La guerra no es para Putin lo mismo que para Clausewitz: la continuación de la política por otros medios. Para Putin, la guerra es un fin en sí y, por lo mismo, la política debe ser una política de guerra. Por eso se equivocan los geo estrategas que piensan que la guerra a Ucrania terminará en Ucrania. La guerra, lo ha dicho el mismo Putin, es contra Occidente, es decir, en contra de un enemigo perpetuo. Putin es un anti-Kant. Así como el filósofo alemán orientaba su filosofía en busca de la paz perpetua, Putin necesita, y por eso busca, la guerra perpetua.
En las consecutivas guerras en Chechenia, Putin se hizo muy popular no porque haya matado a miles de musulmanes, sino porque a través y gracias a esa guerra restablecía la disciplina y el orden de los antiguos imperios de Rusia. Derrotar a los chechenios significaba derrotar al separatismo. No por casualidad el partido-estado fundado por Putin se llama “Rusia Unida”. En cierto sentido, podríamos decir, aplicando el lenguaje “lacaniano”, que Putin “goza” a la guerra, sea en Chechenia, sea en Georgia, sea en Siria, sea en Ucrania. A través de la guerra otorga a su política un sentido existencial, un dilema permanente entre la vida y la muerte, cuando en nombre de la defensa de la madre patria, todo está permitido. En ese punto está más cerca de Hitler que de Stalin.
Stalin usó a la guerra fría como un medio para reforzar su dictadura interior. Hitler usó, como Putin, a la guerra caliente, pero como un medio para crear un mito: el mito sagrado de la nación invencible. Por eso la de Putin, aún en tiempos de paz, ha sido una política de guerra, y la economía una economía de guerra. Desde esa perspectiva, Putin, así como Hitler, no necesita de una ideología. Basta con mantener viva una mitología. Por la misma razón Putin –y en ese punto Putin sí está más cerca de Stalin que de Hitler– no busca ni le interesa la popularidad del poder. Putin, definitivamente, no es un gobernante populista. Putin necesita, antes que nada, que el poder sea visto y sentido, no como durante los regímenes populistas, cerca de la gente, sino lejos, lo más lejos posible, es decir, que el poder sea visto y sentido como un poder inaccesible.
El poder populista requiere, justamente por ser populista, de ciertas familiaridades entre el conductor y los conducidos, es decir, de una cierta horizontalidad. El poder según Putin debe ser vertical o no ser. Un poder situado más allá del pueblo, más allá del ejército, más allá del Estado. Solo así el poder se convierte en un poder sobre todo otro poder: un poder frío, imprevisible, inescrutable como la mirada fría y vacía de Putin, la misma mirada que estremeció a la experimentada Angela Merkel. Es la mirada del poder, un poder hecho de minucias, cultivado por Putin con pericia artística. Un poder que se manifiesta en signos, en mesas largas o cortas, en sillas o sillones, en luces brillantes y opacas, en salas y en minutos de espera, en ornato y en boato.
Puede ser que para Putin el poder no sea sagrado, pero debe aparecer como un poder sagrado, vale decir, como un poder que no solo es de este este mundo sino situado en el umbral del “goce” final: entre la vida y la muerte. Esa es la razón por la que Putin necesita urgentemente de la ayuda de la religión ortodoxa. El poder de Putin, no siendo divino, debe estar situado mucho más cerca del “más allá” que del “más acá”. En otras palabras, un poder que viene del poder y de ninguna otra parte. Un poder que más que un bío-poder, en el sentido aplicado por Foucault, es un poder al que podríamos llamar psico-poder: un poder invisible, incorpóreo; un poder del cual Putin es solo una representación corporal pero a cuya incorporeidad solo él tiene acceso. Putin aparece así como el mediador entre los humanos y el poder total de la patria amenazada.
Putin, como dijo sin tapujos Joe Biden, es un asesino. Sin embargo, observa Empoli, cuando se trata de asesinar a alguien nunca da directamente las ordenes. Él solo traza límites. Los servicios secretos, como experimentados exegetas, se encargan de borrar todo lo que aparece más allá de esos límites. El dictador, por su parte, se mantiene en su absoluta soledad. Como anota el escritor: “El Zar (Putin) está absolutamente solo” (…..) “No hay esposa ni hijos a su lado. Los amigos son cortesanos o enemigos implacables”.
El Zar, como el dictador de Apocalipsis Now, o mejor todavía, como el Dr. No de Ian Fleming, vive y se alimenta de su propia soledad. Putin, dicho más en breve, es el poder en estado puro. El único defecto que tiene ese poder, apunta de modo inteligente el novelista, es que, pese a la inhumanidad de la que hace gala Putin, él es un ser humano y, como tal, puede ser falible.
Puede ser que Putin sea un narcisista incurable, o un vulgar criminal como son casi todos los dictadores. Puede que no guste de nada, que no ame a nadie, que no pueda sentir emociones, que ni siquiera sea capaz de “gozar” su soledad, pero a pesar de todo, continúa siendo humano. Y como el ser humano que es, Putin no podrá nunca desprenderse del más primario de los sentimientos humanos: el miedo. Miedo elemental del ser a dejar de ser, miedo a desaparecer, de regresar a la nada de donde venimos y vamos todos, miedo a morir; miedo, en fin, a perder el poder.
A diferencia de los seres comunes, personajes como Putin están dominados por una inteligencia “casi” artificial. Pero ese “casi” existe y es importante. Pues como todo déspota o tirano Putin debe tener pesadillas; y ellas vienen del miedo. Entre ellas la de que un día “las tropas se rebelan en contra del régimen y se niegan a disparar”. Eso estuvo a punto de pasar si Prigoschin hubiera tenido más bolas de las que demostró tener. Lo pagaría muy caro.
Putin, como devoto de Stalin, sabe que ese cruel dictador no fue derrotado por otro poder sino que por su propia paranoia. O sea, sabe que el peor enemigo de sí, puede ser el mismo. O uno de los suyos. En efecto, como lo supo el propio Vadin Baranov, hasta un mago del Kremlin podía convertirse de la noche a la mañana, si no en un enemigo, en alguien superfluo para Putin.
El poder de Putin, como el de todos los dictadores, también tiene talones de Aquiles. Esos talones son los que hacen pensar a Vadin que el poder perfecto no está hecho para ningún ser humano. Esa perfección, si no es patrimonio de Dios, o del Demonio, puede ser también la de una máquina. Putin es una máquina, piensa como máquina, actúa como máquina, pero es una máquina humana y, por lo mismo, una máquina miedosa y mortal.
Solo la llamada inteligencia artificial puede llevar a cumplir hasta el final el sueño de Putin. El día en que dictadores como Putin y las máquinas inmortales e infalibles logren concertar una alianza, constata da Empoli, aparecerá una nueva era. La era del poder por el poder, la del poder absolutamente puro, y también la del poder sobre el poder.
¿Una distopía o una realidad en vías de concretarse? No hay contradicción entre lo uno y lo otro. El problema de las distopías, sean las de un Orwell, las de un Huxley, las de una Atwood, es que, a diferencias de las utopías, siempre han logrado realizarse.Al terminar de escribir estas líneas resuenan en mis oídos las palabras del inspirado Charlie Chaplin en El Último Discurso de la película El Gran Dictador:
Soldados: No os entreguéis a ésos que en realidad os desprecian, os esclavizan, reglamentan vuestras vidas y os dicen qué tenéis que hacer, qué decir y qué sentir. Os barren el cerebro, os ceban, os tratan como a ganado y como carne de cañón. No os entreguéis a estos individuos inhumanos, hombres máquina, con cerebros y corazones de máquina. Vosotros no sois ganado, no sois máquinas, sois Hombres. Lleváis el amor de la Humanidad en vuestros corazones, no el odio. Sólo los que no aman odian, los que no aman y los inhumanos. Soldados: No luchéis por la esclavitud, sino por la libertad.