Fernando Mires - MACRON, ENTRE LA PESTE Y EL CÓLERA




Sucede que las cosas no son siempre como son, sino como las vemos que son. Y de como las vemos depende de nuestra mirada:  la visual, la ideológica, la racional e incluso, la que viene de nuestros deseos. Eso supone que para el observador la objetividad absoluta no existe pues la llamada objetividad es, cuando más, una aproximación a una realidad que, al no aparecer nunca como es, está sujeta a  infinidad de interpretaciones. Podríamos decir incluso que la realidad es lo que interpretamos como realidad. 

Así, viendo los resultados de las elecciones europeas de junio desde una perspectiva general podríamos anotar un resultado favorable al bloque democrático-centrista. Pero si los vemos mirando a lo ocurrido en cada país por separado, y, además, si nos fijamos en la importancia de cada país en el contexto europeo, la mirada podría ser mucho más pesimista. No es lo mismo, quiero decir, que la democracia a la que llaman liberal esté a punto de perderse en países de larga tradición política, como Francia, a que eso suceda en países donde las formaciones democráticas son de data más reciente. Y bien, eso es lo que puede suceder. La democracia, en su formato liberal, está a punto de perderse en el país europeo donde primero irrumpió: Francia.

Agrupación Nacional, ex Frente Nacional de los Le Pen, vanguardia del nacional populismo europeo, está a punto, sin Macron o con Macron, de hacerse del poder gubernamental. Las probables consecuencias no las vamos a enumerar aquí, pero todos sabemos que no solo tienen que ver con Francia sino con toda Europa e, incluso, no exagero, con la escena global.

Cualquiera sea el resultado de las elecciones de junio, o el de una eventual segunda vuelta el 7 de julio, lo cierto es que, repetimos, con Macron o sin Macron, Francia tendrá un nuevo gobierno, ya sea un gobierno de mayoría absoluta sin contrapeso a favor de 
Agrupación Nacional, ya sea una cohabitación entre el gobierno y Agrupación Nacional  (o de Macron con Le Pen-Bardella), ya sea una cohabitación entre el recién nacido Nuevo Frente Popular y el centrismo de Macron.

Lo más probable, pronostican análisis demoscópicos, es que Macron llegará a convertirse en el presidente de una coalición que no es la suya, algo así como un socio de segundo orden de una mayoría populista, sea de derecha, sea de izquierda. Si efectivamente se da esta situación, Macron será obligado por circunstancias que el mismo ha desatado (probablemente después del triunfo europeo del nacional-populismo lepenista no tenía otra alternativa que desatarlas) a presidir un centro minoritario aplastado por uno o por por dos bloques antagónicos tendencialmente crecientes. 

Al mismo tiempo, y este es el vaso del vino amargo, Macron, centrista por excelencia, podría pasar a la historia como un presidente que, al disolver la Asamblea Nacional, debilitó el centro político al que pertenece y fortaleció a los extremos generando así dos frentes antagónicos cien por ciento irreconciliables: el nacional-populismo de Agrupación Nacional, a un lado, el populismo de izquierda del Nuevo Frente Popular, al otro lado. Y en el medio, un Macron amarrado en la vía férrea donde va a tener lugar el inevitable choque entre dos trenes populistas.

El choque de trenes lo quiere evitar Macron, eso está claro, pero hasta el momento la impresión general es que no sabe cómo, entre otras cosas, porque los dos extremos no son minoritarios, es decir, no son extremos de un sistema sino partes de otro sistema hasta ahora políticamente no configurado. Peor aún: se trata de dos extremos mayoritarios y populistas a la vez. Sí, populistas, porque tanto uno como otro bloque representan intereses de masas fragmentadas cuyas demandas no son sólo diferentes sino, además, antagónicas entre sí.

Agrupación Nacional va mucho más allá del esquema izquierda-derecha. De ahí que la denominación impuesta en y por los medios, la de extrema derecha, le queda muy estrecha. Aclaremos: extrema derecha significa ser de derechas, es decir, pertenecer a una tendencia conservadora, patriarcal, religiosa, patriótica. Ahora, aunque si bien es cierto que Agrupación Nacional articula fracciones que provienen del tronco derechista tradicional, sus ideologías, así como su composición social, predominantemente plebeya, lo convierten en un partido diferente a lo que comúnmente entendemos por “derecha”.

¿Fascista? Puede que así sea, pero no una simple réplica de los fascismos que se dieron en el pasado siglo, como intenta convencernos, entre otros, Slavoj Žižek. De la misma manera, al Nuevo Frente Popular liderado por la izquierda populista de Mélenchon tampoco lo podemos ver como un equivalente de los Frente Populares de los años treinta del pasado siglo. Naturalmente, siempre será inevitable y hasta útil construir analogías con el pasado. Pero no hasta el punto de hacernos olvidar que vivimos en tiempo presente. La historia no se repite, aunque a veces rime.

Justamente, queriendo atender a lo inédito del momento viviente, Macron ha hecho un imprevisto intento para detener al arrollador avance de  
Agrupación Nacional. Su propósito al disolver la Asamblea Nacional fue recurrir a la vieja y hasta ahora exitosa receta francesa: evitar el mal peor construyendo un dique democrático de partidos tradicionales para enfrentar al “fascismo” lepenista y así convocar a la ciudadanía a que se agrupe, esta vez en torno de su gobierno. Siguiendo esa estrategia, las elecciones que seguirán a la disolución de la Asamblea Nacional llevarían a un gobierno plebiscitario en el mejor estilo “bonapartista” del término. Sin embargo, y no por primera vez, Macron ha sobrevalorado su propia imágen. 
Macron, esa es la verdad, se ve muy débil para jugar el rol de cualquier Bonaparte (Incluyendo a Napoleón lll). Él es el presidente de un gobierno desgastado, no solo por el acoso del lepenismo, sino por diversos enfrentamientos sociales, entre ellos con los Chalecos Amarillos, con  las movilizaciones derivadas de leyes, tal vez necesarias, pero profundamente impopulares (como las que tienen que ver con la reforma del sistema jubilatorio) y todo esto bajo el peso de una notable disminución del poder adquisitivo en las capas medias. En otras palabras, su gobierno no puede ser el eje de una anti-Agrupación, mucho menos de un frente democrático “antifascista”. No son los bloques, en este caso, los que deberán apoyar al gobierno sino el gobierno a uno de los bloques.

El hecho de que los socialistas hubieran preferido arrimarse al palo populista de izquierda dirigido por la Francia Insumisa de Mélenchon, bajo el nombre nostálgico de Nuevo Frente Popular, no puede ser explicado como un acto de cobardía, como escribiera Manuel Valls en un reciente e iracundo artículo. Los socialistas, así como otros sectores que abandonan el barco macronista, no lo hacen por cobardía o valentía sino para salvaguardar su sobrevivencia política. Si lo conseguirán o no, agrupados en torno al peligroso eje populista de izquierda que les ofrece Mélenchon, es otra historia.

Dicho en breve: el de Macron es un gobierno minoritario que trata de lidiar políticamente con dos fuerzas antagónicas mayoritarias: los populismos de “izquierda” y los de “derecha”. Si tiene todavía una alternativa histórica, podría ser la de un gobierno de intermediación institucional cuya función consistiría en aminorar el impacto del choque que tendrá lugar (por ahora, electoralmente) entre los dos bloques populistas. Pero hasta ahora nada parece indicar que Macron se conformará con jugar un papel tan secundario en ese periodo de transición que va de lo no muy bueno hacia lo muy malo, que es el que está viviendo Francia.

A diferencias de Macron, Mélenchon y su Francia Insumisa  entendieron que, no pudiendo haber una alternativa de centro, ellos podrían constituir una alternativa frentista de izquierda cuyo objetivo (o pretexto) sería detener el avance electoral de 
Agrupación Nacional  y al mismo tiempo oponerse a cualquiera salida centrista, como la representada por Macron. Un nuevo Frente Popular cuyas similitudes con el mítico Frente Popular que llevó al gobierno al socialista Leon Blum en 1936 son puramente formales.

Los Frente Populares de los años treinta del siglo XX, recordemos, surgieron a iniciativa de Stalin como una fórmula que contemplaba la alianza del proletariado (los comunistas) con la pequeña burguesía (socialistas y liberales) a fin de detener el avance del fascismo. Visto así, los “insumisos” de Mélenchon ocuparía el lugar del antiguo partido comunista stalinista, pero sin Stalin, sin obreros y sin URSS.

En la nueva constelación frenteamplista, Francia Insumisa agrupa y coordina a diversas partículas de izquierda, entre otras a la izquierdas feministas, sexualistas, ecologistas. A esa izquierda ha sido agregado un recién descubierto sub-proletariado antidemocrático e islamista donde se cuentan militantes del Hamas y Hezbolá, admiradores de los ayatolas y defensores de las tradiciones más patriarcales que es posible imaginar. Si a esa constelación agregamos a sufragantes dispuestos a usar el “voto castigo” en contra de la política económica del gobierno Macron, veremos que el Nuevo Frente Popular puede llegar a ser un cocktail por lo menos tan peligroso y tan antidemocrático como el llamado neofascismo lepenista.

En otras palabras, el Nuevo Frente Popular reúne todas las condiciones que 
Agrupación Nacional necesita para presentarse como una fuerza conservadora-popular cuyo objetivo no solo enfilaría en contra del gobierno de Macron, sino en contra del “enemigo principal” formado por comunistas prehistóricos, feministas radicalas, islamistas fanáticos y “desviados sexuales”. Es decir, los principales defensores del autoritarismo, los seguidores del nacional-populismo, pasarían a figurar como demócratas, convertidos gracias al avance de la ultraizquierda, en garantes del orden democrático. No es primera vez que los extremos políticos de derecha y de izquierda se retroalimentan. Pero pocas veces de un modo tan nítido como está ocurriendo en estos momentos en Francia.

Las que vienen serán elecciones en donde los ciudadanos franceses se verán obligados a elegir entre la peste y el cólera. En esas elecciones -si los pronósticos del catastrofal deterioro del centro político se confirman- solo podrá haber un  gran ganador. Y este no es francés. Su nombre es Vladimir Putin.

Al dictador ruso le da igual un triunfo del melenchonismo o un triunfo del lepenismo. Al fin y al cabo ambas agrupaciones han tomado partido a su favor en la criminal guerra de invasión que libra en Ucrania.

Habría querido, créanme, escribir un artículo más optimista, pero la realidad, tal como la veo, me lo impide