Escribo desde una perspectiva occidental. Quiero decir, desde un espacio, menos que geográfico, político. Como muchos, soy alguien que en los conflictos internacionales toma partido a favor de Occidente y, por cierto, en contra de las fuerzas que se ciernen para combatirlo. De ahí que cuando me refiero al mal, me refiero solo a ese mal que amenaza la existencia occidental, y en tanto Occidente es la patria global de la democracia, sea como forma de gobierno, sea como modo de vida, la defensa de Occidente se convierte en sinónimo de defensa de la democracia. Ahí reside la diferencia entre el mal moral y religioso con el mal político. Mientras los dos primeros aluden a un mal genérico, el del alma humana, el segundo, el político, alude a posiciones antagónicas. Putin representa el mal para Biden, Biden representa el mal para Putin. El mal es mi enemigo.
EL MAL ES MI ENEMIGO
En política, tanto en la nacional como en la internacional, no hay un mal ni un bien válido para todos. Entonces, para decirlo de una vez, en tanto las naciones antioccidentales y antidemocráticas se han unido alrededor del eje formado por el trío Rusia, Irán, China, para cualquiera que se reconozca a sí mismo como pro-occidental y democrático, ese trío será un eje del mal. Luego, no estoy hablando –eso hay que aclararlo rápidamente- de ese eje del mal que en el 2001 imaginó George Bush, nombrando a naciones que apoyaban el terrorismo internacional, entre ellas, Corea del Norte, Irak e Irán.
Para Bush el mal no era un mal político sino un mal universal. Los tres países mencionados no constituían ninguna alianza –no formaban un eje- ni tampoco habían articulado una unidad programática. El mal, según Bush, significaba coincidir en un solo punto: el apoyo al terrorismo internacional. El mal aquí políticamente concebido, en cambio, se refiere a la subjetividad de dos fuerzas en conflicto. Un mal que acepta incluso que para Rusia, China o Irán, el mal pueda estar representado por EE UU y sus aliados, esto es, por Occidente. Ese mal, a diferencia del mal de Bush, no lleva a entendernos como representantes del bien pues el mal, de acuerdo a la subjetividad política, sea personal o nacional, es todo lo que es malo para mí o nosotros, pero no para ti y vosotros. El mal en fin es lo que amenaza nuestra existencia. Ese mal no nos hace ni más bueno ni más malos. Pero sí nos lleva a reconocer el peligro frente a un enemigo. Y bien, a ese mal, nosotros los occidentales, lo vemos representado en el eje formado por Rusia, Irán y China.
EL INTERNACIONALISMO DE LOS NACIONALISTAS
Putin nos ve –de eso no cabe duda- como el mal al que hay, sino erradicar, combatir hasta vencerlo. Y, efectivamente, Occidente es un mal para su proyecto militar. Se trata de un proyecto que comenzó a tomar forma en las matanzas de Chechenia, siguió en Georgia y ahora pasa por Ucrania. Ese proyecto no es otro sino la reconstitución de la, por Putin y los suyos así considerada, Rusia histórica, vale decir, la Rusia zarista primero, la Rusia estalinista después. Ahí reside la gran diferencia entre la Rusia comunista con la Rusia putinista.
Mientras la Rusia comunista usaba la palabra “capitalismo” y no “Occidente” para designar a “su” mal, el putinismo ha declarado la guerra a Occidente, pero al igual que China, manteniendo al capitalismo. Con eso intentamos decir que la guerra no es contra un orden socioeconómico sino contra una cultura, contra un modo de vida, en fin, contra la democracia occidental, no porque sea occidental sino porque es democracia. Solo así nos explicamos por qué, uno de los ideólogos del proyecto estratégico ruso, el asesor directo de Putin en materia de defensa y política internacional, Sergei Karaganov, hubiera declarado en un documental presentado por el canal televisivo francés Arte “¿La guerra en Ucrania? Se está librando una guerra contra nosotros y nos vemos obligados a responder". "No estamos luchando contra Ucrania, estamos luchando contra la OTAN. Y contra Occidente. Y vamos a ganar".
También a diferencias del imperio estalinista, el que mediante sus símbolos apuntaba hacia la conquista de un imaginario futuro, la Rusia putinista persigue un objetivo que viene del recóndito pasado: la reconstrucción de la Rusia histórica (la de los zares, la de Stalin). Persiguiendo ese objetivo, Putin ha establecido conexiones con casi todos los movimientos reaccionarios “pasadistas” del globo (díganse estos de izquierda o de derecha) cuyos representantes más peligrosos por el momento son los nacional-populistas europeos quienes, internacionalmente agrupados, exigen el regreso a una Europa de las naciones en contra del proyecto de una Europa Unida, representado por la Unión Europea y las democracias liberales que en su interior cobija.
Al igual que en Irán y en China, la nueva ideología rusa ya no es internacionalista sino nacionalista. Pero, de modo paradójico, dicho nacionalismo pasa por la interacción con otros nacionalismos de los cuales los dos más importantes son el nacionalismo religioso iraní y el nacionalismo económico chino. Se trata, como estamos viendo, de un nacionalismo global.
Una de las paradojas de la globalización es que habiendo globalizado a las economías a través de un solo mercado mundial, ha impulsado, además, una suerte de globalización de los movimientos, partidos y gobiernos anti- globalistas. En el fondo, estamos frente a un conflicto entre dos globalizaciones: una dirigida por las potencias antidemocráticas del planeta, la otra, dirigida por las potencias democráticas, vale decir por Occidente. En el marco de esa contradicción universal, Rusia, a través de Putin intenta convertirse en la vanguardia militar de la globalización antidemocrática, hecho que de por sí representa un grave peligro, no solo para Occidente, sino que para la supervivencia humana.
Como hemos reiterado en otras ocasiones, Rusia solo puede ser vanguardia militar en un mundo en llamas. Sin guerra, no sería más de lo que objetivamente es: Una potencia regional dependiente económicamente de China. Esa es la diferencia, a la vez, entre el proyecto anti-occidental de Putin y el de los ayatolas de Irán.
CAMINANDO HACIA EL INFIERNO
Para decirlo de modo escueto, el objetivo de Irán no es convertirse en potencia mundial sino en una potencia regional o, lo que es parecido, en poder hegemónico de una región, más que geográfica, religiosa y cultural. Desde ahí el Islam continuará expandiéndose hacia Asia Central, hacia África y, por medio de las migraciones que provocan las tenebrosas tiranías islámicas, hacia la propia Europa. Ahora, para alcanzar ese lugar dominante, los ayatolas han entendido que la prioridad es convertirse en el enemigo principal de la nación más odiada del espacio islámico: Israel, país que, de acuerdo a la lectura islamista radical, es un enclave neocolonial del imperialismo occidental en tierra santa.
Para poner las cosas en orden, habría que decir que no es la guerra a Israel a través del Hamas, la Yidah islámica y eventualmente Hizbollah, el hecho que ha llevado a Irán a posicionarse como imperio militar islámico, sino al revés: para llegar a ser un imperio islámico, Irán necesitó convertirse en la vanguardia del odio anti-israelí y, por lo mismo, en el enemigo número uno de los Estados Unidos en la región. Un intento muy antiguo, por lo demás. Antes de Irán lo ensayaron Nasser desde Egipto, Gadafi desde Libia, Hussein desde Irak. Irán, la nueva vanguardia, solo ha aumentado el componente ideológico-religioso de sus guerras, concebidas, al igual que la ortodoxia cristiana de Rusia, como cruzadas en contra de un Occidente decadente y perverso.
Las ambiciones de Irán pasan evidentemente por minimizar el rol geopolítico de Arabia Saudita en la región, de modo que no sería exceso predecir que, paralelamente con la guerra anti israeí, Irán desatará una guerra interislámica. No es una invención. Esa guerra paralela ya está teniendo lugar en Yemen. El mundo islámico con sus guerras santas está condenado a convertirse en el infierno del sigo XXl.
Fue caminando hacia al infierno donde los ayatolas encontraron a Putin con quien han concertado una alianza no solo táctica sino también estratégica en aras de un objetivo común: la derrota militar del Occidente político. Probablemente, tarde o temprano, los intereses expansionistas de Irán y Rusia chocarán entre sí, pero por el momento la alianza de Rusia con Irán parece ser aún más fuerte que la que surgió bajo el extraño título “amistad sin límites” entre China y Rusia.
LOS LÍMITES DE LOS SIN LÍMITES
En la alianza táctica, pero no estratégica que se ha dado entre China y Rusia, Xi y Putin tuvieron que agregar la frase “sin límites” pues todo el mundo sabía que estamos ante una alianza limitada, tanto en el tiempo como en el espacio.
China necesita de Rusia, no solo como proveedor de gas y petróleo barato, también como un aliado militar al que puede utilizar como perro de presa en contra de los EE UU y sus aliados, así como -y no por último - para equilibrar la balanza geopolítica frente a la expansión que el bloque liderado por los EE UU desarrolla en el sudeste asiatico, agregándose a ello el siempre candente tema titulado Taiwan. Sin embargo, pese las coincidencias que se dan entre los intereses rusos y chinos, no podemos pasar por alto que ellas son más bien puntuales. En otros puntos esos intereses no coinciden y, aunque Putin y Xi no los mencionan, son divergentes. Esas diferencias derivan de la naturaleza expansiva, también diferente, de ambos imperios.
Mientras el imperio ruso es predominantemente militar, el imperio chino, pese a su innegable poderío militar es antes que nada económico. En otras palabras: mientras le geopolítica de Rusia deriva de su expansión territorial, la de China deriva de su expansión económica.
China, a diferencias de Rusia e Irán es uno de los países que más ventajas ha obtenido de la globalización de los mercados. Podría incluso decirse que el éxito económico chino es hijo de la globalización. Más todavía –y en eso tenía razón Trump- China es el principal impulsor de la globalización económica dentro de la cual, comparada, no digamos con la de EE UU, sino simplemente con las europeas, las de Rusia e Irán aparecen como dos economías muy enanas. Ahora bien, en el marco de esa globalización China compite con los EE UU en todos los mercados. Pero para competir, y esto es obvio, China necesita antes que nada que esos mercados existan. Esa es la razón que lleva a deducir por qué China desde el punto de vista de una lógica formal no puede estar interesada en una guerra frontal contra Occidente pues esa guerra global significaría la ruina del espacio donde ha crecido y crece el poder económico de la propia China. Por lo mismo, la China de Xi Jimping no busca derrotar a Occidente, como se lo han propuesto las tiranías rusa e iraní, pero sí, subordinarlo a la lógica de su propia economía.
China no persigue ninguna expansión territorial, tal vez ni siquiera hacia Taiwan, isla que le sirve más como carta en el póquer político que como propiedad colonial. Mucho menos le interesa una expansión cultural o religiosa hacia el resto del mundo. No hay gente menos misionaria que los chinos. Esas locuras se las deja Xi a Putin. China tampoco tiene problemas territoriales con Occidente y culturalmente está situada en un especie de subplaneta cultural, muy ajeno a la historia occidental que culminó en una democracia que no pertenece a la genealogía histórica china.
Si queremos entender a China, podríamos compararla con un gran consorcio multinacional cuyo objetivo es expandirse a lo largo y ancho del globo y, si es posible, dictar condiciones competitivas a su favor, pero sin suprimir la competencia en los mercados mundiales. Pero, como además de un consorcio China es una nación, necesita, para cumplir sus objetivos planetarios, de la política internacional. En ese contexto, China ha articulado alianzas no solo con Rusia e Irán, también con potencias regionales como Sudáfrica, India y Brasil. En el llamado Sur Global inventado por China para cumplir las funciones de frente político económico internacional frente a Occidente, Irán y Rusia están muy lejos de ser sus socios principales. A países como Rusia e Irán (agreguemos Corea del Norte) China les asigna el miserable papel de matones a sueldo, o si se prefiere, de tropas de choque subordinadas a los intereses del consorcio económico mundial chino. De ahí que el papel de China en la arena diplomática sea triple. Por un lado, desarrollar un “dulce comercio” (Montesquieu) con Europa Occidental, fijar los límites de expansión a EE UU, pero a la vez limitar las locuras de Putin cuando este es tentado por sus perversos deseos atómicos. La línea roja trazada por Xi a Putin es notoria. Quiere decir: “nuestra amistad sin límites limita con tus ambiciones nucleares”. La ironía de toda esta historia reside en que, si Occidente se salva, será no solo por su decisión de resistir, sino gracias a la mediación de China. Es por eso que los políticos realistas (a esa especie no pertenece Trump) saben que es preferible tener a China al lado de Rusia e Irán que dejarlos libres de su tutela.
Para entender mejor: China es un enemigo de Occidente, pero también es un rival que crece a expensas del Occidente económico. Por lo mismo, y esto afortunadamente no lo olvidan los gobiernos norteamericanos, China posee un gobierno dotado de una racionalidad geoestratégica de la que carecen los gobiernos de Rusia e Irán. China actúa según su propia ratio, sobre todo de su ratio económica, pero en ningún caso su clase dirigente (dirigente más que dominante) está interesada en asesinar a los habitantes de otras naciones en nombre de ideologías del siglo XlX como hace Putin, ni mucho menos en nombre de una religión de la guerra, como hacen los ayatolas en Irán.
Trump, para enfrentar a China, buscó durante su presidencia la amistad de Putin. Fue un terrible error, ahora lo estamos viendo. El camino hacia la paz era exactamente al revés. Para enfrentar a Putin había que buscar, si no la amistad, al menos el diálogo con China, algo que Biden ha practicado con frecuencia.
Todos los caminos hacia la paz mundial, nos guste o no, llevan a Beijing. Xi, quien según confesión de Biden es un dictador, pero un dictador muy inteligente, debe saberlo mejor que nadie. Para el dictador chino la paz pasa principalmente por un nuevo reparto de las zonas de influencia y clientela entre Estados Unidos y China. Pero para llegar al momento del reparto en condiciones más ventajosas, China necesita del concurso de criminales como Putin o de monjes fanáticos como los de Irán. Por eso China apoya militarmente a Rusia en contra de Ucrania y no mueve muchos dedos para disuadir a la expansión iraní en el Oriente Medio. Los muertos de Ucrania y Palestina son, de acuerdo a la racionalidad china, simples números de un negocio global.
Este es, evidentemente, un mundo de mierda; claro está. Pero es nuestro mundo.