Arturo Pérez-Reverte - UN TIPO DURO



Una planta de oncología de un hospital no es el lugar más divertido del mundo. Sin embargo, el renacuajo está ahí, en su camilla, y las enfermeras y auxiliares sonríen, y a veces hasta sueltan una carcajada. También ríen otros pacientes. No pueden evitarlo. Leo tiene cuatro años y sobre el pijama lleva puesto un traje de espadachín, con capa, sombrero y espada de plástico. Una vez más, otro día de los pocos que hasta hoy ha vivido, el enano aguanta estoicamente las siete horas periódicas de quimio y radioterapia mientras espera -su familia y los médicos, en realidad, son quienes lo esperan- encontrar a un donante con una médula compatible. El crío no para en la camilla. Blande en alto la espada una y otra vez tirando ágiles estocadas al aire. Luchando contra enemigos imaginarios, o no tanto. Batiéndose contra el cáncer. Y a cada momento, como un mantra, una y otra vez, repite algo que -es demasiado joven para haberlo leído- alguien, un familiar, una enfermera, ha debido decirle: «No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente».

A su lado están sus abuelos. Una pareja encantadora de médicos, que cuentan la historia de Leo. Un bebé prematuro de veintitrés semanas que logró sobrevivir peleando por su vida como un minúsculo jabato. Abandonado por su madre, una cría de 17 años a la que le gustaba coquetear peligrosamente con el alcohol, las drogas y los chicos, embarazada sin saber de quién. Incapaz de soportar la responsabilidad de ser madre soltera, en cuanto se recuperó del parto puso pies en polvorosa. Hasta hoy. No se ha vuelto a saber de ella. Tampoco es que sus padres la echen de menos. Los dos coinciden en afirmar que lo mejor de sus vidas es su nieto. Ese pequeño Alatriste que blande su espada de plástico en la camilla. Leo.

Y son ellos, Carmen y Michael, los abuelos, quienes cuentan despacio, sonriendo con frecuencia, la heroica biografía del diminuto espadachín. Leo es un niño superdotado, que va a un centro educativo especial para niños como él. Asiste allí con puntualidad, menos cuando, como ahora, el intenso tratamiento médico lo deja hecho polvo. Y no es que carezca de fuerza de voluntad, sino al contrario. Nadie más vital, con más energía. Con más ilusión por ver, por conocer, por mirar. Por vivir. A los cuatro años de edad lee perfectamente, pues aprendió él solo antes de cumplir los tres. Tiene un vocabulario riquísimo y su sintaxis es perfecta. Habla el inglés con tanta naturalidad como el castellano, y entiende el francés. Le encantan los libros, hasta el punto de que es un lector rápido, inteligente y voraz. Y su bici. Y su monopatín. Y dibujar. También le gusta hacer chapuzas de bricolaje con su abuelo. Y adora la música, hasta el punto de que está aprendiendo a tocar la guitarra y la batería. Por no hablar de la naturaleza y los animales, claro. Su sueño es tener un burrito que se llame Platero, como el del libro que leyó hace poco. De momento tiene un perro, tres gatos y una iguana.

No siempre va todo bien en el tratamiento. Leo está demacrado. Ha perdido peso, tiene vómitos y náuseas. Le han salido llagas en la boca. El impacto químico y radiológico es duro, pero también él lo es. A cada momento, en cada detalle, en cada gesto, aflora su instinto de supervivencia. Siempre que va al hospital pide que le pongan el traje de Alatriste, aunque a veces insiste en llevar debajo una camiseta del amor de su vida, su chica: Lisa Simpson. «Es la niña más lista del mundo -afirma rotundo mientras le brillan los ojos-. Y la más guapa. No es como otras nenazas, que sólo saben llorar». Y luego, volviendo a su espada, repite de nuevo: «No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente», hasta que se queda dormido.

Clara, una chica que asiste como voluntaria, le lleva un libro del capitán Alatriste. Y al despertar hojean unas páginas juntos. «Genial», dice Leo, al reconocer la primera frase. Y al cabo de un rato, con la espada en las manos, se duerme otra vez. El duro descanso del guerrero, a la espera del siguiente combate por la vida. Le quedan dos meses de tratamiento, y después deberá recuperarse, a la espera de un donante; de la médula anónima que lo salvará. Ahora está tan débil que un simple resfriado podría matarlo. Es difícil predecir si vivirá o no. Saber si dentro de unos años, lejos ya de este campo de batalla, será el hombre más honesto o el más piadoso. Pero de lo que no cabe duda es de que es un niño valiente.

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Publicado en XL Semanal el 10 de abril de 2016.