No voy a escribir solo sobre Venezuela, pero sí a propósito de un fenómeno que llama la atención a muchos observadores, a saber, el fervor que en estos momentos despierta la figura política de María Corina Machado en gran parte de la oposición de su país.
En verdad, no es este un fenómeno ni aislado ni típicamente venezolano. Ese sentimiento fervoroso hacia una persona “elegida” aparece cada cierto tiempo, aún en los países más democráticos y/o constitucionalizados (Trump en los EE UU. por ejemplo), pero aún sigue siendo, por su asiduidad, una característica muy latinoamericana.
Latinoamérica es tierra populista, sobre ese tema casi no hay discusión. El populismo, a su vez, nunca podrá prescindir de dos componentes que determinan su ser: masas enfervorizadas y liderazgo mesiánico. En cierto sentido todo populismo contiene un vínculo amoroso entre una persona elegida y un amante colectivo al que denominamos pueblo, relación ya analizada por Sigmund Freud en su Psicología de las Masas. Freud, recordemos, vio en la política de masas la capitulación del yo (en términos colectivos, de un yo-nosotros) frente a las decisiones de otro yo individual que lo seduce y, no por último, lo domina. Ese es el nudo de la que Laclau llamaba “razón populista”. Pero, paradojalmente, no es esa una razón racional, afirmamos aquí. En cierto sentido es una razón parecida a la razón religiosa, aunque dirigida no a una deidad divina sino a un sustituto idolátrico.
La idolatría, nos han dicho los teólogos, es la sustitución del dios divino por una deidad terrena. Relación que da cuenta de una ambivalencia. Por un lado la idolatría populista delata la pérdida de autoridad de las autoridades religiosas propiamente tales, lo que en América Latina es más que evidente. Por otro, nos muestra la predisposición popular a buscar un objeto de adoración, vale decir, alguien a quien se conceden atributos, si no mágicos, superiores, un ente cuya palabra no es cuestionable y cuyas decisiones son ordenes a ser seguidas sin chistar. Esa figura, en el caso venezolano, puede ser Hugo Chávez, Juan Guaidó durante un muy breve periodo, y recientemente María Corina Machado. Nos referimos, dicho en breve, a una figura simbólica encargada de centralizar un ideal colectivo en condiciones de sostener un deseo también colectivo de representación popular en el poder. Un objeto expresión del deseo masivo, diría casi con seguridad Freud. Ahora bien, cuando esa relación de amor entre idolatrado e idolatrador ha cristalizado, la posibilidad de la discusión, base de la política, decae hasta llegar a sus escalones más bajos. El amor populista, como todo amor, no admite razones, ni lógicas, ni argumentos.
“Haremos lo que María Corina decida”, dicen hoy sus seguidores, y no precisamente los más ignorantes. Cuando se ha alcanzado este punto en el que la muralla del amor bloquea todo pensamiento, más vale no insistir. Chávez, Guaidó, María Corina, para seguir ejemplificando con el caso venezolano (podríamos hablar también de Perón, Evita, Cristina y Milei en el caso argentino) son personas-objetos de una líbido que bloquea a la razón política. ¿Cómo convencer a un enamorado de que el objeto de su amor no es lo que él o ella necesita? Imposible. Si el amor entendiera razones, deja de ser amor. Es por eso que las uniones matrimoniales mejor logradas no son las sustentadas en el amor-pasión (muy pasajero, por lo demás) sino en el respeto mutuo, en la solidaridad, en la responsabilidad. Tres cualidades que no son solo familiares sino también políticas, o por lo menos, ciudadanas.
El amor-pasión es destructivo, nos decía Sandor Márai en casi todas sus magistrales novelas. El amor populista también lo es. La destructividad del amor comienza desde el día en que descubrimos que el objeto del amor al ser humano no puede ser divino por la sencilla razón de que ningún humano es divino. “Lo que tu quieres de mí yo no te lo puedo dar porque yo no lo tengo” decía Sócrates a su enamorado general Alcibiades, en esos tiempos pre-.cristianos cuando fue inventado el auténtico LGTB. Nadie, efectivamente, puede dar lo que no tiene. O dicho en formato lacaniano: amar es dar lo que no se tiene como si se tuviera. Por eso, cuando un pueblo enamorado (o pueblo populista, es lo mismo) descubre en el objeto elegido el vacío del no tener, vacío que en el plano político se traduce como la realidad del no-poder, llegará inevitablemente el momento de la desilusión, del desencanto, e incluso del odio. De ese odio que viene del amor fracasado solo se salvan los líderes políticos que tienen la suerte de morir a tiempo o los que poseen habilidad para saber mutar su populismo anti-político en una política racional (pienso en Valesa)
María Corina, como tantos objetos del amor político, tiene también en sus actuales y aparentes momentos estelares, solo dos posibilidades. O conduce hasta el final a “su” pueblo a estrellarse contra el muro armado de un gobierno autocrático que ha hecho de la inhabilitación a la líder un principio existencial, o reconoce el límite de su poder y actúa políticamente desde esa realidad que ella ni nadie ha elegido, cediendo el lugar a un candidato de oposición no divino ni mágico pero elegible para un periodo que, necesariamente, tendría que ser de transición. Si decide caminar sobre ese segundo camino, dejaría de ser, tal vez, una figura heroica, inmolada ante el altar de la historia, pero pasaría a ser lo que en América Latina es muy difícil encontrar: una dirigente política solidaria y responsable, no solo ante sí misma sino ante los demás. La suerte está echada.