No era un gran orador, no movía multitudes, no dejó una gran obra ni filosófica ni política. ¿Por qué lo asesinaron entonces? Evidentemente, era peligroso para el poder de Putin. Pero ¿por qué un hombre tan pacífico, una persona que no tenía ningún comando armado detrás de sí, uno sin ninguna vinculación con el ejército (como Prigozhin, por ejemplo), un simple y consecuente opositor como hay varios en Rusia, podía ser tan peligroso como para haberlo intentado asesinar dos veces, la segunda con macabro éxito? Para responder a esta pregunta, necesitamos saber cuales eran los objetivos políticos de Navalni. En este punto, no hay que elucubrar demasiado.
Navalni, dicho de modo simple, tenía en mira dos objetivos. El primero, la lucha en contra de la corrupción. El segundo, una propuesta de participación electoral adaptada a las condiciones rusas usando el, por él mismo llamado, voto inteligente (votar a favor de un candidato con posibilidades pero que no fuera putinista). Esos objetivos de denuncia: corrupción en, y desde el poder, y dominación del sistema electoral, son dos piedras basales del sistema de dominación impuesto por Putin en Rusia, sistema extendido hacia diversos países de formación política precaria, entre ellos dos latinoamericanos: Nicaragua y Venezuela, ambos, junto a Cuba, aliados internacionales de la Rusia de Putin.
Las dos vías post-soviéticas
“El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. La frase atribuida a Lord Acton parece ser cierta en diversos países poscomunistas, pero también en formaciones políticas aparecidas después de la Guerra Fría en países donde la democracia constitucional carece de raíces profundas. La lucha en contra de la corrupción, en la perspectiva de Navalni, no era moral ni moralista, sino en contra de una característica propia a todos los gobiernos unipersonales como el de Putin. Pues corrupción, personalismo, y dictadura son tres instancias distintas, y -esto fue lo que logró captar el opositor mártir- representadas en un solo dictador: Putin, el vengador de la caída del antiguo imperio ruso.
El colapso del imperio dirigido por la URSS, eso lo podemos saber recién ahora, dejó como sucesión dos grupos de países. A un lado los que abrazaron el ideal democrático occidental, sobre todo en Europa Central y del Este. Al otro, los que revivieron las tradiciones autoritarias del comunismo, aunque adoptando ciertas formas democráticas (sobre todo electorales), pero subordinadas a la dominación de un orden antidemocrático. En Asia Central, en la región del Caúcaso, y después en Latinoamérica, han aparecido gobiernos en donde las formas dictatoriales de dominación subordinan a las democráticas, sin exterminarlas, pero sí, poniéndolas a su servicio. Son las autocracias electorales de nuestro tiempo. Sobre ese tema nos hemos referido en otros textos.
En un comienzo, recordemos, Rusia y Ucrania navegaban juntas entre dos aguas: las del pasado antidemocrático y las del futuro democrático. Las posibilidades de democratización en la Rusia de Gorbachov y sobre todo en la de Yeltsin, e incluso durante el primer gobierno Putin, parecían ser más que promisorias. Lo mismo sucedía en Ucrania desde la declaración de independencia (1991). Pero como sabemos, en Rusia las contraolas autocráticas del pasado -sobre todo a partir de las guerras neocoloniales que tuvieron lugar en Georgia y Chechenia, y después en la lejana Siria- lograron imponerse por sobre las de la democratización post-soviética. Hoy Rusia, bajo Putin, no solo es dirigida por una dictadura cuyo poder es aún más absoluto que el ejercido por el partido comunista de la URSS, sino además, irrumpe como país conductor de una cruzada (Kiril dixit) antidemocrática mundial, vanguardia militar de un eje compartido con China, Irán y Corea del Norte, eje apoyado por gobiernos endeudados con China y Rusia, como el de Lula en Brasil o el de Ramaphosa en Sudáfrica. En el escalón más bajo, nos encontramos con gobiernos periféricos antidemocráticos como los de Nicaragua, Venezuela y, por momentos, Bolivia.
Ucrania, como es sabido, optó por recorrer una vía contraria a la de Rusia. Después de la revolución democrática nacional de Maidán (llamada fascista por los sicarios internacionales de Putin) y la expulsión del rusista Yanukovich del poder, los gobiernos que le sucedieron, los de Porochenko y Zelenski, asumieron una posibilidad democrática que solo podía quedar asegurada con la integración política e incluso militar de Ucrania en el espacio occidental. O dicho así: la democratización de Ucrania pasaba por su afirmación como nación independiente y soberana. A la inversa, también. Democratización y liberación nacional son dos instancias imposibles de ser separadas en la actual realidad de Ucrania.
Entonces no nos engañemos: la guerra de invasión de Putin a Ucrania no tiene mucho que ver con el deseo de Putin por aumentar la territorialidad rusa (es lo que erróneamente pensaron Kissinger y Mearsheimer) sino con su intento nada oculto de destruir la naciente democracia occidental ucraniana. En otras palabras: la de Rusia a Ucrania no es una guerra geográfica: ni siquiera es una guerra geopolítica. Pero sí, y desde sus orígenes, fue y es una guerra que tiene lugar entre dos países con sistemas políticos antagónicos. A un un lado, el régimen personalista y tiránico de Putin; al otro lado, el gobierno democrático-occidental en estos momentos representado por Zelenski. De acuerdo a ese antagonismo, no tiene nada de raro el hecho de que la enorme mayoría de las naciones democráticas del globo se haya alineado a favor de Ucrania así como casi todas las dictaduras, autocracias, tiranías -entre ellas las de Cuba, Nicaragua y Venezuela- se hayan alineado alrededor de la corrupta dictadura de Putin.
Pero no solo se trata de una alineación geopolítica. Además, en diversas naciones han sido integrados a sus sistemas de dominación elementos muy similares a los que prevalecen en la Rusia de Putin. Entre ellos, los más más advertidos por Navalni: personalismo gubernamental, extrema corrupción y, sobre todo, perversión del sistema electoral. A ese “nuevo orden” interior y exterior a la vez, pertenece la Venezuela de Maduro. Así al menos lo han revelado acontecimientos que han tenido últimamente lugar en el petrolero país, donde el presidente Maduro intenta introducir el sistema de dominación personalista que rige en la Rusia de Putin.
La rusificación del sistema electoral venezolano
Para que se entiendan mejor las opiniones expuestas, debe ser dicho que no se trata de hacer aquí una comparación entre Rusia y Venezuela. Ambos países ocupan un lugar muy diferente en el espacio mundial; uno es una fuerza económica y militar y otro un país arruinado por un grupo de aventureros que adquirió el poder como sucesión del gobierno de Chávez. La semejanza a la que nos referimos apunta a una sola dirección y esta es que, tanto en Rusia como en Venezuela, sus gobernantes mantienen el proyecto común de crear un estado antidemocrático usando formas extraídas de las democracias, pero eliminando la competencia política a través de un sistema electoral usado como medio de dominación y, por lo mismo, convirtiendo a la ciudadanía en simple masa votante al servicio de la autocracia en el poder. En todo lo demás, Putin y Maduro podrían diferenciarse. Pero en lo que ha estado ocurriendo recientemente en Venezuela, no.
Todos los demócratas del continente, incluyendo gobiernos de izquierda como los de Boric y Petro, miran espantados hacia Venezuela. Como dijo el expresidente uruguayo José Mujica: “Maduro no se atiene a ninguna regla democrática”. Nunca, por cierto, el sistema electoral venezolano había sido demasiado democrático. El ventajismo, la presión sobre funcionarios de estado, el control de los medios de comunicación, la conformación parcializada del tribunal electoral, eran y son medios corrientes de extorsión y presión. Pero la oposición, por lo menos hasta el 2018, había logrado obtener victorias y resultados electorales importantes. Y al menos esa oposición podía elegir a sus candidatos. Hoy, en cambio, el ejecutivo venezolano ha rusificado el sistema. Candidatos solo pueden ser los que el gobierno decida quienes pueden ser candidatos, y punto.
María Corina Machado, no estando inhabilitada, fue elegida candidata en las primarias de la oposición. Todos los partidos de oposición –o lo que quedaba de ellos después de la farra abstencionista iniciada desde el 2018, más la “locura guaidoiana”– aceptaron el resultado. Machado en cuanto fue elegida candidata, fue inhabilitada por el gobierno de Maduro. La líder, habiendo aceptado consecuentemente la vía electoral, asumió con imprevista habilidad su inhabilitación política y nombró como candidata -eso sí, poco antes de que se cerraran las inscripciones- a la distinguida profesora universitaria independiente Corina Yoris, como sucesora electoral. El régimen no inhabilitó a la señora Yoris (no tenía cómo). Pero hizo algo peor: simplemente desconoció su postulación. Luego procedió a aceptar la postulación de los candidatos Rosales y Márquez, con el propósito claro de dividir a la oposición entre “electoralistas” y “machadistas”, lo que, al menos en las redes, parece haber logrado. En otras palabras, el gobierno de Maduro ha decidido definitivamente entrar a la fase de la putinización electoral. El objetivo es muy claro: erradicar el principio de competitividad en la lucha por el poder y así dar origen a una dictadura madurista, apoyada, como la de Putin, en servicios secretos, en aparatos policiales y militares y, no por último, en farsas electorales.
Maduro no es Putin
Pero Maduro no es Putin. Putin, quiere reconstruir las glorias imperiales de su nación. Los crímenes que a diario comete, dentro y fuera de Rusia, son medios demoníacos para lograr, según su mente trastornada, un objetivo histórico superior. Maduro en cambio carece de objetivo superior: no tiene delirios de grandeza; ni siquiera está loco como parece estarlo Putin. Su objetivo es mantener el poder “al como sea”, solamente porque el poder es poder y nada más. Al igual que los suyos, sabe que sin ese poder no son no más de lo que son: casi nada. Y ese poder es cada vez más difícil de mantener. Basta recordar que bajo el mandato de Maduro, Venezuela ha alcanzado solo tres récords: ocupar el primer lugar de América Latina en los índices de corrupción, haber arruinado económicamente a uno de los países potencialmente más ricos del mundo, y haber provocado la más grande emigración demográfica de toda la historia sudamericana.
La Venezuela de Maduro no cuenta tampoco con potencias militares en sus cercanías, ni con un “hinterland” demo-político como Rusia en Asia Central y en China. Maduro no es ni siquiera internacionalmente temido, como Putin. Cuando más es despreciado, incluso desde el campo de las izquierdas a las que una vez perteneció Chávez. Nadie en el mundo, ni siquiera el Podemos de España (aparte de los gobernantes de esos dos no-países en que por el momento han convertido a Cuba y Nicaragua) quiere declararse pro-madurista como ayer se declaraban pro-chavistas. Maduro, en fin, es el gobernante paria de una nación económica y políticamente arruinada. En un evento electoral, bajo reglas democráticas, nunca podría resultar vencedor como ayer lo fue Chávez.
Naturalmente, el PSUV sigue siendo el partido mayoritario en un país en donde los partidos políticos se encuentran pulverizados. Al igual que Putin, Maduro cuenta con el apoyo de los muy adinerados generales del régimen. Pero a la vez, y eso aparentemente lo sabe Maduro, la inmensa mayoría nacional, según todas las encuestas, no aprueba al gobierno. Si esa oposición se uniera políticamente, terminaría de una vez por todas con el gobierno de Maduro. Para decirlo de un modo intencionalmente chocante: la única fuerza política que actualmente posee Maduro es la no-unidad de la oposición. De ahí que dinamitar la unidad de la oposición, ha llegado a ser su imperativo máximo. Pues bien, no hay mayor fuente de unión política que un proceso electoral. De ahí que, si Maduro no puede suprimir a las elecciones (como tal vez él quisiera), al menos puede putinizarlas. Y eso es lo que ha estado intentando hacer durante todo el mes de marzo.
La suerte de Venezuela, menos que en las manos de Maduro, está hoy como ayer, en las manos de la oposición venezolana. Esa oposición, como ocurrió desde el 2018, puede deslizarse por el tobogán suicida del "abstencionismo digno” del que María Corina Machado fue una de las principales impulsores. Puede suceder también que se impongan las pequeñeces de los dirigentes políticos, y decidan presentarse disgregados al evento electoral. Si eso sucediera, solo habría que cerrar el portafolio y decir con mucha pena que, no el pueblo, pero sí esa oposición, merece a Maduro.
Por el momento solo asoma una leve esperanza: que esa oposición mayoritaria recobre o acceda a la razón política que alguna vez -digamos, hasta el 2015- pareció alcanzar. Eso pasa, evidentemente, por el propósito conjunto de evitar la adulteración del proceso electoral que está llevando a cabo sistemáticamente Maduro. Y eso a su vez significaría elegir un solo candidato entre “lo que hay”, un nombre símbolo, un significante vacío si se quiere, en fin, alguien que ayude a convertir a las próximas elecciones presidenciales en un plebiscito nacional, en un sí o un no a Maduro.
Para decirlo en términos rusos pero en castellano: de lo que se trata es de retomar en Venezuela el hilo en donde lo dejó Navalni en Rusia: el hilo del voto inteligente.