El triangulo formado por las tendencias conservadoras, liberales y socialdemócratas, puede ser visto como la columna política vertebral de las democracias de la modernidad.
Escribimos, nótese, tendencias y no partidos, pues si bien esas tendencias logran encajar en partidos, suelen también presentarse en partidos que no llevan necesariamente esos nombres. Para poner un ejemplo, en la política norteamericana, a diferencias de la europea, no hay ningún partido que se llame conservador o liberal o socialdemócrata, pero todos sabemos que en el Partido Republicano hay más conservadores que en el Partido Demócrata y que en este último coexisten –no siempre de modo armonioso– tendencias liberales y socialdemócratas. Así sucede también en otros países regidos políticamente por rotaciones gubernamentales que se desprenden del mencionado triangulo. De la misma manera, nuevas tendencias políticas, por ejemplo, las ecologistas, no nacieron como negación sino como complemento del orden político triangular. Los partidos “Verdes” en efecto, incorporaron a su acervo el conservadurismo con respecto a la naturaleza, el liberalismo como forma de convivencia ciudadana, y el igualitarismo de las tradiciones socialistas.
Ahora bien, esas tres tendencias eran las que generaban la dinámica política en diferentes países de Occidente. Las mismas sobre la cuales fue edificada la llamada “sociedad del bienestar” euroamericana y a la vez muy parecida, en su composición interna, a las que se ocultan detrás de biombos aparentemente populistas, en algunos países del “lejano Occidente” (Latinoamérica), como Brasil, Uruguay, Chile, Costa Rica, y tal vez Colombia. Argentina, para variar, es un caso único, pues las tres tendencias del triangulo de la modernidad política, sea en sus formas conservadora, liberal o socialdemócrata, conviven en un solo partido: el peronista. Milei, aunque parezca mentira, derrotó a tres peronismos en uno.
Conservadores y liberales, enemigos acérrimos durante el siglo XlX, pasaron a ser socios compatibles en diferentes alianzas conformadas durante la primera mitad del siglo XX, sobre todo cuando debían enfrentar un enemigo común. Lo mismo ha ocurrido entre liberales y socialdemócratas cada vez que aparecía la posibilidad de un sobrepeso conservador. Solo en situaciones límites –pensemos en los frente populares antifascistas formados en Francia, Italia y España durante la segunda guerra mundial- el triangulo se cerraba sobre sí mismo en defensa del espacio común. Quizás algo parecido deberá ocurrir pronto frente a esa eventualidad determinada por el avance de los nacional- populismos, la mayoría pro-putinistas (neofascistas, dicen otros) llámense de izquierdas o de derecha. Ya el canciller alemán Scholz esbozó esa posibilidad sugiriendo un pacto democrático entre liberales, verdes y conservadores socialcristianos, en contra de dos partidos extremistas y/o putinistas alemanes: AfD, y el recién formado por la diva medial, Sahra Wageknecht, esposa del ya anciano, pero siempre destructivo, Oskar Lafontaine.
Probablemente en otros países, en España por ejemplo, ocurrirán fenómenos parecidos al alemán pero solo si el PSOE entiende alguna vez que su aliado inter-democrático más cercano frente a la amenaza de fenómenos como VOX, es el PP, y no izquierdas reaccionarias como Podemos, o autonomías antiespañolas sin visiones nacionales. En Francia, Macron, a diferencias de Scholz, no ha hecho ningún llamado unitario, entre otras cosas porque los demócratas franceses ya están acostumbrados a jugar con fuego para después unirse frente al peligro mayor representado por el lepenismo.
Pues bien, ese triangulo, llámalo eje o base de la modernidad, enfrenta y enfrentará por lo menos durante gran parte del siglo XXl una crisis existencial. En otras palabras, ese triangulo ocupa y ocupará un lugar cada vez más disminuido en el espacio político. Peor aún: su disgregación puede traer consigo alteraciones agónicas al interior de cada uno de sus tres lados. Miremos, para comenzar, el lado conservador.
Neo-conservadores contra conservadores.
Como es sabido, el conservadurismo apareció en escena política ostentando una orgullosa negatividad: su oposición al orden político-cultural impulsado en el occidente geográfico por las revoluciones americana y francesa. Esa ha sido hasta ahora la marca identitaria del conservadurismo tradicional.
Si no reaccionario, el conservadurismo ha representado siempre una tendencia reactiva. En sus orígenes fue el partido de la monarquía, de la tradición cultural nacida para combatir el pensamiento de la Ilustración y, por cierto, en contra de la separación entre Iglesia y Estado. Sin embargo, cuando fue gobierno en Europa –pensemos en Bismarck– el conservadurismo logró adoptar formas y normas propias a los partidos republicanos, sobre todo cuando necesitó unirse con sus enemigos históricos, los liberales, frente a la aparición de un segundo peligro, aún más poderoso que el liberalismo nacido en Inglaterra y Francia: el comunismo ruso-soviético.
Conservadurismo y liberalismo caminaron juntos por la ruta anticomunista, soportando sus diferencias, a lo largo del siglo XX. Hoy, en cambio, cuando del comunismo solo quedan ruinas, no pocos partidos conservadores han pasado a convertirse en socios menores del nacional-populismo, como en cierta medida ya ocurrió durante la época del nacional-socialismo.
Desde una perspectiva latinoamericana hemos visto recientemente en la Argentina de Milei y en el El Salvador de Bukele, como la derecha tradicional se ha puesto al servicio de caudillos que, sin ser conservadores, se han apropiado de banderas conservadoras (patria, honor, familia, religión). En la derecha chilena la hegemonía ya no la tienen los conservadores modernos, tipo Sebastian Piñera, sino extremistas de derecha como José Antonio Kast de la misma manera que en Argentina, Macri ha tenido que conformarse con el rol de segundón de Milei. Algo parecido ocurre en la vieja Europa. Fidesz, el partido de Orban, ya no es la entidad conservadora de sus comienzos, sino un partido putinista dominado por disolutos populistas quienes, como los nazis ayer, agitan banderas conservadoras al lado de las anarquistas, como si eso fuera lo más natural del mundo. Lo mismo ocurre en Eslovaquia, Serbia, Holanda, Austria y, en parte, en Italia.
Los neo-conservadores de hoy, con su ridícula carta de presentación llamada "revolución conservadora", ya no son personajes de abolengo; solo son ruidosos y ordinarios plebeyos, sin rango ni honra. Epidemia que puede convertirse en pandemia si es que, como apuntan los pronósticos, Trump accede por segunda vez al gobierno de su país.
Importante en ese sentido es destacar que ninguno de los líderes de los partidos nacional- populistas es un conservador neto, pero todos están dispuestos a usar el conservadurismo para acceder o mantenerse en el poder. No es exageración afirmar que los conservadores tradicionales están perdiendo la hegemonía de derecha frente al nacional-populismo, cada vez más numeroso, cada vez más grande, cada vez más agresivo.
Neo-liberales contra liberales
Si el conservadurismo tradicional se encuentra acosado por los conservadores nacional-populistas, todavía más trágica es la suerte que está corriendo su enemigo íntimo: el liberalismo. En este segundo caso, el liberalismo surgido de las dos revoluciones madres de la modernidad política, la norteamericana y la francesa, está siendo mutilado, pero no por los conservadores, mucho menos por los socialistas, sino por la tormenta nacional-populista. En efecto, al mismo tiempo que se han apropiado de fragmentos de las ideologías conservadoras, los nacional-populistas han logrado separar dos liberalismos que hasta hace poco parecían constituir una unidad indisoluble. Nos referimos al liberalismo político y al liberalismo económico.
Como ocurre frente al conservadurismo, las corrientes nacional-populistas no niegan el legado democrático liberal, pero sí lo llevan a sus extremos, ya sea en un sentido político como económico.
El liberalismo, de acuerdo a las premisas sentadas por sus maestros fundadores, desde Kant, Hobbes, Locke, Bentham, Stuart Mill y otros, logró estatuirse como el partido de las libertades individuales, pero también como un garante de la democracia política, entendiendo por esta, un orden republicano protegido constitucional e institucionalmente desde el estado. En ese sentido, el liberalismo político –a diferencia de su primo hermano, el anarquismo, no tuvo -como piensan muchos conservadores- un carácter anti-estatal. Todo lo contrario, sin ser estatista, la mayoría de los pensadores liberales vio en el estado el techo que necesitaba la casa de las libertades. En sentido estricto, si los conservadores aparecieron como defensores de las tradiciones y de la moral, los liberales aparecían como los defensores de la constitucionalidad y de la legalidad.
Para las corrientes hoy llamadas “libertaristas”, cuyos representantes más radicales son Milei en Sudamérica, Trump en Norteamérica, Orbán y Erdogan en Europa, las libertades individuales no cuentan frente al ideal de nación homogénea representada por un líder elevado por voluntad popular por sobre y, a veces, en contra de la Constitución. De este modo, así como los nacional-populistas pretenden erigirse como los verdaderos conservadores, también quieren ser los mejores liberales, entendiendo por liberalismo no la suma y síntesis institucionalizada de las libertades individuales, sino la absoluta libertad económica, más allá de toda moral, más allá de toda ley, más allá del estado.
En suma, para los liberales nacional-populistas, también llamados neo-liberales, la libertad es antes que nada un concepto económico. En América Latina los hemos visto como asesores de dictaduras horrendas. Para un liberal político en cambio, asociar el liberalismo a una dictadura militar -como ocurrió durante Pinochet en Chile y Videla en Argentina- habría sido una monstruosidad. Para un liberal económico, o lo que es parecido, para un nacional-populista, es lo más lógico y natural del mundo. El mismo Milei, declarándose liberal o libertario (según las conveniencias) no ha trepidado en rememorar positivamente a la siniestra figura del general Videla.
Socialdemocracia en caída libre
La disgregación del lado socialdemócrata del triangulo democrático ha sido todavía aún más grave que la experimentada por los conservadores y liberales clásicos. La diferencia es la siguiente: Mientras conservadores y liberales fueron atacados directamente por el nacional-populismo y luego despojados de sus identidades originarias, los socialdemócratas no han necesitado ser atacados por nadie para caer en un proceso de desintegración a la que nos atreveríamos a llamar, estructural.
Los socialdemócratas, como el nombre lo indica, pudieron erigirse desde su momento fundacional como “el partido de la democracia social” en el sentido que a ella le otorgaron sus primeros teóricos (Louis Blanc, Ferdinand Lasalle, Eduard Bernstein, Karl Kautzky, e incluso Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht). Todos ellos sin excepción fueron, más allá de sus diferencias, partidarios de una democracia que buscaba ampliar su espectro, incorporando a las luchas por la libertad política las que conducen a una mayor igualdad social. Partiendo de esa opción, los socialdemócratas tuvieron que lidiar no solo con el conservadurismo, sino también con la izquierda antidemocrática (o revolucionaria) particularmente con la pro-soviética. Pero hoy los partidos comunistas después del derrumbe de las tiranías comunistas de las que, no solo ideológicamente, dependían, han casi desaparecido. En estos momentos no se sabe bien cuales son los enemigos antagónicos de la socialdemocracia, más todavía si en algunos de los partidos socialdemócratas (alemán, serbio, eslovaco) anidan fracciones que apoyan a Putin en su imperialista guerra a Ucrania. Los partidos de izquierda que se han desprendido del tronco de la izquierda de la Guerra Fría, entre ellos Podemos y Francia Insumisa, no solo son populistas, sino además, en nombre de un pacifismo antipolítico, descaradamente pro-putinistas.
El espacio que anteriormente ocupó la izquierda pro-comumista, o se ha convertido en un peligroso vacío, o ha sido ocupado por las llamadas políticas identitarias basadas en demandas no transables (es decir, no políticas) como la sexualidad, las religiones (islamistas, sobre todo) y hasta el color de la piel. En esta nueva realidad, la socialdemocracia, un partido nacido de, y crecido en la, sociedad industrial, intenta sobrevivir durante la era digital sin tener una política definida para sus nuevos actores, entre ellos un proletariado migrante sin tradiciones de clase, trabajadores del sector de servicios, trabajadores y microempresarios individuales, trabajadores home office, más un submundo de oficios múltiples e informales sin representación política y mucho menos sindical. Hoy los socialdemócratas no pasan de ser una asociación de políticos profesionales cuyo objetivo es idear políticas para masas que no los siguen y que ven en ellos a simples representantes de un pasado que nunca volverá.
Pero no todo está perdido
El triangulo político de la modernidad clásica se encuentra atravesando por un proceso de disgregación sin que emerja, por ahora, un sujeto histórico en condiciones de sustituirlo. Sin embargo, eso no quiere decir que no existan multitudes de seres humanos no dispuestos a seguir o acatar a los populistas, a los nacionalistas, a los putinistas, es decir, a toda esa hez fascistoide que en estos instantes asoma en tantos países occidentales.
La democracia, tanto como forma de gobierno, tanto como modo de vida, no apareció para desaparecer de modo repentino. La disgregación del triangulo democrático de la modernidad no tiene por qué llevar necesariamente a la desaparición apocalíptica de las democracias.
Hay indicios, sin embargo, que nos hacen suponer que las luchas democráticas del futuro próximo tendrán un carácter mucho más defensivo que ofensivo, es decir, serán concebidas en contra de los peligros que asoman en el presente y no a favor de ideales meta-históricos relegados al futuro. Por lo mismo, lo más probable es que en ese futuro (en cierto modo, en este presente) las grandes confrontaciones serán más políticas que sociales.
Los que queremos vivir en democracia no tenemos un objetivo de “sociedad ideal” ni tampoco estamos poseídos por la fantasía de una misión histórica a cumplir, como ocurrió con los teleológicos socialistas del pasado reciente. Para los restos de la izquierda de fuera y de dentro del triangulo, acostumbrados a vivir guarecidos en muros ideológicos, la limitación de la lucha política a posiciones defensivas solo sería muestra de una gran debilidad. Pero, si miramos bien, ese también podría ser un signo de fuerza.
Nadie está más dispuesto a luchar cuando el principal objetivo no es conquistar un futuro luminoso, sino no perder lo poco que se tiene. Así lo han mostrado las recientes movilizaciones a favor de la democracia amenazada, sea externamente, por la alianza Rusia- China- Irán, sea internamente, por los movimientos y partidos nacional-populistas y proto-fascistas que emergen por doquier. Ya tenemos algunos botones de muestra.
En Polonia, los partidos y agrupaciones democráticas lograron desalojar del poder a la que se suponía imbatible autocracia del PiS. En Alemania, millones de ciudadanos han copado las calles, protestando contra las agrupaciones nazis que cobija el partido AfD. Incluso en el lejano Chile, la ciudadanía electoralmente organizada logró cerrar el paso a dos proyectos constitucionales extremistas, uno de izquierda (2022), otro de derecha (2023). De verdad, un caso único, pero no por eso menos promisorio.
Existen en muchos países del occidente político reservas democráticas dispuestas a movilizarse si es que llega la ocasión. Por eso mismo, las luchas que se avecinan, o serán en defensa de la democracia, o no serán.
Si quieres recibir el boletín semanal de POLIS dirígete a fernandomires13@outlook.com agregando tu dirección electrónica