Nadie esperaba que iba a alcanzar esa magnitud de millones. Lo que comenzó siendo una iniciativa de unos pocos ciudadanos organizados en redes sociales, en grupos culturales, incluso en iglesias, se transformó de pronto en la más grande demostración democrática de los últimos tiempos, no solo a escala alemana sino también europea.
Como todas las grandes convocatorias, estas también debe su inusitado auge a la reacción en contra de un hecho, fenómeno, o proceso, visto como peligro existencial, en este caso, para la sociedad alemana. Ese peligro proviene no solo del innegable crecimiento que otorgan las encuestas al partido de ultraderecha Alternativa para Alemania (AfD) sino, en gran medida, porque personeros de ese partido, entusiasmados con los pronósticos, creyeron que había llegado la hora de dar rienda suelta a su agresividad en contra de lo que ellos consideran sus enemigos biológicos: la población de origen no alemán que habita el país.
De acuerdo a una investigación muy seria hecha por la agencia de investigación Correctiv, a la que se suman fotos, audios y videos, tuvo lugar en el mes de noviembre del año pasado una reunión secreta entre empresarios económicos, miembros de grupos fascistas, dirigentes de AfD y otras organizaciones extremistas cercanas al partido. En dicha reunión fue planteada la llamada política de “re-migración”, esto es, la deportación masiva de extranjeros a sus lugares de origen, en caso de que AfD llegue a acceder o a influir en posiciones gubernamentales. La novedad de la reunión, hecha en una residencia de Potsdam - no muy lejos de ese lugar, a orillas del lago Wannsee, donde representantes del nazismo decidieron la “eliminación de la raza judía”, en enero de 1942 - fue que la "re-migración" no solo incluía esta vez a extranjeros recién llegados sino, en las palabras de la dirigente máxima de AfD Alice Weidel, a los “alemanes de pasaporte”, es decir, a los “alemanes sin sangre alemana”. Como era de esperarse, AfD intentó distanciarse de las monstruosidades aprobadas en la reunión pero solo recién cuando estas aparecieron en la publicidad. Ya era tarde. En la reunión había participado nada menos que Roland Hartwig, consejero directo de la líder Alice Weidel.
Para nadie es un misterio que, conjuntamente con ejercer el rol de un partido populista de derecha como hay tantos en Europa, AFD es además un punto de conexión en torno al cual se articulan grupos abiertamente fascistas, antisemitas, racistas, vale decir, la hez de la política. Eso quiere decir, no en contra de la existencia de AfD a la que la mayoría de los partidos políticos reconocen los derechos que corresponden a un partido legal, sino al papel objetivo que cumple, el de servir de órgano representativo para asociaciones y personas peligrosas para la convivencia democrática, fue que surgieron las grandes demostraciones. A partir de esa constatación, algunos dirigentes de los partidos de gobierno, sobre todo de la socialdemocracia, pero también miembros de la CDU, han exigido la ilegalización de AfD.
El argumento predominante a favor de la ilegalización de AfD es que Alemania, debido a su pasado nazi, no puede permitirse la existencia de un partido portador de las mismas tendencias que llevaron al Holocausto y a la segunda guerra mundial. En contra de esa posición, más moral que política, se han levantado algunas voces aduciendo con buenas razones que la prohibición de un partido que supera en votación a cada uno de los tres que conforman la coalición de gobierno, podría ser vista como una maniobra antidemocrática dirigida en contra de millones de ciudadanos que, sin ser fascistas, están dispuestos a votar AfD como protesta en contra de las políticas, sobre todo económicas, del gobierno Scholz.
¿Puede defenderse a la democracia apelando a medidas antidemocráticas? ¿Por qué en lugar de prohibir a un partido no intentan sus enemigos superarlo en elecciones apelando a buenos argumentos? ¿Por qué un partido de ultraderecha no tiene derecho a participar de la vida política si cumple con los requisitos formales para hacerlo? Las preguntas son pertinentes: O la democracia es liberal o no. Y el liberalismo político, al serlo, rige no para unos, sino para todos. En este caso, aducen los contrarios a la ilegalización, expulsar a AfD de la legalidad sería un autogol. Evidentemente, tienen razón. Los únicos favorecidos serían los dirigentes de AfD quienes asumirían gustosos el papel de víctimas.
Viendo el tema desde una perspectiva constitucional habría un solo motivo por el cual podría ser admitido judicial y políticamente el recurso de la ilegalización, y este sería, acusar a AfD de actuar en contra de los intereses de la nación. Pues bien, ese motivo existe, pero paradojalmente es el único que los personeros de gobierno no se atreven a nombrar cuando se trata de cuestionar la legalidad de AfD. Pues aunque muchos no quieran decirlo, todo el mundo sabe que AfD es un aliado local de la Rusia de Putin, potencial enemigo de Alemania, es decir, un partido que, en las condiciones de una guerra frente a la cual Alemania ha tomado partido, colabora abiertamente con la que en estos momentos es la amenaza más grande a la integridad de la nación.
Tampoco es un misterio que los dirigentes de AfD viajan permanentemente a Moscú, y no precisamente a visitar museos. ¿Por qué el gobierno calla frente a esa evidencia? Por mucho menos, durante los tiempos del comunismo, personas, grupos y partidos prosoviéticos fueron inhabilitados políticamente. ¿Por qué a los de Putin se les permite hoy lo que estaba prohibido ayer para los de Breschnev? La respuesta es obvia: porque el gobierno, al actuar en contra de la traición nacional que comete AfD, debería declarar públicamente que Rusia es un enemigo real de Alemania. Y decir eso significaría contradecir a la línea internacional (apaciguamiento, negociación, diálogo) impuesta por el propio gobierno de Scholz. Ante esa posibilidad, el gobierno alemán elige el silencio. Y bien: en ese silencio topamos con el verdadero problema que pocos quieren mencionar. Ese problema es el siguiente: los silencios del gobierno son parte de su línea política.
Olaf Scholz podría ser bautizado como el canciller del silencio. Frente a ninguno de los grandes problemas que enfrenta la nación, ofrece explicaciones. Sobre las inmensas olas migratorias, y los problemas o soluciones posibles, no dice una palabra. Frente a la crisis energética, deja solo hablar al ministro de economía, Habeck, quien parece dominar muchos temas, menos los económicos. Sobre las reformas que es necesario implementar en una economía de guerra, ni siquiera una mención. Precisamente ahí, en el tema de la guerra en Ucrania es donde más falla. Nunca Scholz se ha dado la molestia de mencionar las razones que obligan (sí, obligan) a Alemania a prestar ayuda militar a Ucrania. Jamás se ha detenido a expresar públicamente el peligro que representa para Europa y Alemania la expansión territorial del imperio ruso. ¿Cómo nos puede extrañar que, seducida por la demagogia de AfD y del recién formado partido populista de Sahra Wagenknecht, gran parte de la población piense que Scholz nos ha metido en una guerra “que no es la nuestra”, solo por obedecer a los dictámenes de la burocracia de la UE? (Esa es la tesis de AfD).
Definitivamente, entre las diversas crisis que sufre Alemania (energética, financiera) Scholz suma otra, a la que podríamos denominar crisis de conducción política. A esa crisis el ex Vice Canciller Joschka Fischer la ha llamado sin titubeos “crisis de canciller”.
No es por lo tanto la política de AfD la que la está llevando hasta las cimas de las encuestas. Aparte de Alice Waidel, y uno que otro personero con cierto formato político, el partido está formado por fanáticos cuya cultura política no pasa del nivel de las discusiones de cervecerías. No obstante, y sin hacer ningún esfuerzo, solamente por estar “ahí”, crece y crece, favorecida por una población a la que no faltan motivos para sentir decepción e incluso ira frente a “la clase política” alemana. Es por eso, que no soportando más la pusilanimidad de su propio gobierno, la incisiva parlamentaria liberal Marie-Agnes Strack-Zimmermann, al ser preguntada acerca de las razones que explican el crecimiento de AfD, dijo ante el escándalo de algunos castos oídos: “mientras más grande es el mojón, más grande es la cantidad de moscas que se posan encima”. El mojón lo pone la coalición de gobierno. Las moscas de AfD solo se limitan a cenar.
Los silencios del gobierno, e incluso de la oposición democrática, han obligado a la sociedad civil a actuar por su cuenta. Las grandes demostraciones que han vivido las ciudades alemanas durante enero no fueron convocadas por ningún partido político. Al contrario, los políticos fueron obligados a plegarse a ellas y, en cierto modo, a tratar de capitalizarlas.
Como todas las demostraciones multitudinarias, las vividas por Alemania no obedecen a un ideario común. Para algunos se trata de prohibir o simplemente detener el avance de AfD. Para otros, se trata de razones humanitarias, o de ejercer un acto de solidaridad con la ciudadanía amenazada por los nazis que forman parte o rodean a AfD. Para las personas morales, lo más importante es señalar a nivel simbólico que esta vez Alemania no cederá frente a los enemigos de la libertad constitucional. Quizás para la gran mayoría lo decisivo es defender a la democracia acorralada frente a ofensivas internas y externas que avanzan desde el horizonte político. Sin embargo, más allá de las diversas motivaciones, lo más importante es que la democracia alemana ha mostrado en las calles que está viva y que, cuando es necesario, vibra. Esto último es muy importante.
Si Trump accede al gobierno de su país, y todo indica que así será, Alemania, así como la mayoría de las naciones europeas, deberá enfrentar por sí sola el avance de la barbarie internacional, militarmente conducida por la Rusia de Putin. Llegado ese momento, el país necesitará recurrir a todas sus reservas democráticas. Las jornadas de enero demostraron que esas reservas democráticas existen.
El pueblo alemán, como todos los pueblos, tiene dos posibilidades para actuar como entidad política: o se convierte en populacho des-constitucionalizado, como la mayoría de los seguidores de AfD, o se convierte en ciudadanía activa en defensa de la Constitución y sus instituciones (“patriotismo constitucional”, para decirlo con Habermas). Ahora bien, independientemente de ideologías o creencias, o de por quien voten, las multitudes de enero han demostrado en las calles que gran parte de la ciudadanía alemana, con o sin certificado de nacimiento alemán, no quiere verse de nuevo convertida en populacho.