José Joaquín Brunner - EL PLEBISCITO Y LA ENCRUCIJADA DE LAS IDEOLOGÍAS













Nuestras élites políticas no han sido capaces de construir una visión común que permita fundar una gobernabilidad relativamente estable y eficaz en beneficio del país.

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Ideológicamente hablando, el plebiscito del próximo domingo no representa una salida para la crisis de visiones, ideas, ideologías e imaginarios que la sociedad chilena arrastra desde el fin de la hegemonía de la Concertación, al terminar el primer gobierno Bachelet.

Se trata de la crisis en una esfera crucial de la sociedad; aquella en que nos constituimos como una comunidad imaginada, una nación. Y donde circulan los cuerpos de ideas, o ideologías, que constituyen a los actores políticos y les otorgan una identidad en las disputas por el apoyo del electorado.

Allí se constituyen también los discursos y los relatos que buscan orientar a la opinión pública, sean de gobierno u oposición, de partidos y movimientos sociales, de corrientes culturales y grupos religiosos, de intelectuales y expertos, de editorialistas y columnistas. En breve, las múltiples y discordantes voces que pugnan por explicar los sucesos del día, proyectar horizontes de posibilidad e interpelar a la gente para que adopte una posición y la manifieste en la plaza pública (conversación cívica, redes sociales, testimonio, actuación militante, ejercicio de derechos, defensa de causas, protagonismo comunitario, etc.).

En el trasfondo de esta esfera vital de las sociedades se halla un entramado de medios de comunicación, fuentes de información, asociaciones y organismos locales, instituciones escolares y académicas, archivos y registros físicos y virtuales, museos, iglesias, relatos familiares, tradiciones, usos y costumbres, estamentos, ritos de honor y de mérito. Es un plano, por tanto, inseparable de la política; si se quiere, allí donde esta empalma con la cultura.

Nunca mejor que en momentos de conmoción de esta esfera -cuando los lenguajes, las ideas, los valores y los intereses de las personas y grupos están (o se perciben) en juego, como actualmente ocurre en Chile- puede percibirse el funcionamiento de dicho entramado, sus tensiones internas e impacto sobre las demás esferas y ámbitos de la sociedad.

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De hecho, el proceso político de los últimos 4 años, desde el estallido social de octubre de 2019 hasta ahora, o bien, en perspectiva más larga, desde el primer gobierno Piñera hasta el gobierno Boric, transcurre esencialmente en dicha esfera ideacional de la sociedad. Y expresa su crisis.

Particularmente, el llamado «momento constitucional» ha consistido casi en su totalidad en una lucha de ideas e ideales, de ideologías y su desmontamiento, de creación -a través de las palabras- de variadas promesas de futuro, de escrituración de una Carta Fundamental. Definición de principios y derechos, generación de espacios de posibilidad y de cierre de otros, establecimiento de jerarquías, de un Estado y su «sala de máquinas», de movilización de ideas atadas a proyectos de poder, o a tradiciones de clase social, o al lenguaje experto de profesionales (de la economía y el derecho, la salud y la educación, la sociología y la seguridad ciudadana, la ecología y la moral, las relaciones internacionales y la geopolítica).

Miradas las cosas con cierta distancia y sólo desde este ángulo, lo que se despliega ante nuestra vista es un intenso, grandioso (aunque no lo parezca) y a la vez efímero ejercicio de construcción de conceptos, reglas, valores, derechos e intereses; las bases, por tanto, de una polis civilizada a la altura del siglo XXI.

Por cierto, no es una empresa pacífica, de mera empatía y motivos puros, de la razón desinteresada y verdades reveladas. ¡Todo lo contrario! Lo que mueve a esta esfera en que buscamos establecer un pacto de convivencia duradera -pero qué significa eso ahora, ¿diez, veinte, quizás treinta años hasta llegar a la mitad del presente siglo?- son resentimientos y pasiones, visiones de mundo contrapuestas, éticas e identidades que compiten entre sí, ideologías de signo contrario. En suma, una apenas velada «guerra cultural», convicciones excluyentes, creencias encontradas, poderes que tributan a dioses y a clases sociales que se hallan enfrentados en una red de antagonismos.

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Nunca fue más claro todo esto que con ocasión de la primera fase del proceso constituyente, desde el 15-N de 2019 hasta el 4-S de 2022. Ese trienio extendió ante la mirada sorprendida de las y los chilenos un enorme fresco de nuestra crisis en la esfera simbólica-ideológica, que quedó inicialmente retratada en los muros de nuestras ciudades.

Allí, todo el orden simbólico explotó por los aires, consumido por el fuego de la revuelta violenta y la eclosión anárquica de un imaginario destituyente y derogatorio.
El proceso constituyente nacido de ese volcán de deseos e ideas, una verdadera revuelta contra el sistema en su memoria, presente y proyecciones futuras fue, efectivamente, un intento por refundar (repensar, rediseñar y reescribir) una comunidad imaginada como utopía.

En este caso, se postuló, libre del lastre del colonialismo, de una dominación secular de clase, de las explotaciones y destrucciones del industrialismo extractivo, de la moderna razón burguesa, del especismo, de la dictadura del capital, las desigualdades del capitalismo y las violencias físicas y simbólicas, domésticas y públicas, ejercidas sobre las mujeres.

El texto resultante de aquel proceso, que intentó superar la crisis de la esfera ideacional borrando la historia para empezar de nuevo en nombre de un pueblo imaginado, deseado -desde una página en blanco- fue rechazado rotundamente.

Más interesante todavía fue que dicho rechazo fue gradualmente compartido por todas las principales fuerzas políticas y los principales articuladores de la opinión pública, con excepción del núcleo más recalcitrante de las izquierdas y de los destituyentes-profetas de cátedra. Pasó a ser considerado una insensatez, un absurdo, incluso por varios de de sus autores.

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Enterrada esta propuesta refundacional que pretendió, a través de una verdadera «ruptura democrática» impuesta en las calles, pero canalizada institucionalmente por vía de una nueva Constitución, se abrió de inmediato una segunda fase constituyente. Sólo que ahora en un ambiente de restauración generalizada del orden amenazado por la fracasada revuelta previa.
De un ascenso de las fuerzas del pueblo -izquierda radicalizada, listas del pueblo, programa maximalista del gobierno de Boric, infantilismo revolucionario, utopismo extremo- pasamos a un profundo reflujo en que el rechazo del 4-S se fundió con la derrota del gobierno de Boric y su programa, la disolución de las listas del pueblo, el fenómeno social postraumático de la pandemia, el estancamiento económico y el auge del crimen organizado con sus deletéreos efectos en la intimidad de los hogares, las comunidades locales, la agenda pública, las pantallas de TV, las redes sociales y la opinión popular.

Se instaló así un nuevo clima en la esfera de las imágenes e ideas políticas, del sentimiento público, de la confrontación de ideologías y del medio ambiente que respira la población. La demanda por orden, seguridad y disciplina creció fuertemente después del 4-S de 2022, a la par con el rechazo hacia «los políticos», la inefectividad de sus actuaciones, la corrupción de las fundaciones, el descontrol de la violencia y las querellas entre y dentro de las élites.

Se difundió la idea de un Estado de malestar (contra toda la retórica del Estado de Bienestar), de un país paralizado, desbordado por la inmigración y amenazado por las mafias, la inflación de las expectativas y el miedo al cambio y el futuro.

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En ese marco se desplegó la segunda fase del proceso constituyente, incluyendo el esfuerzo por ponerle bordes, dotarlo de un componente experto y someterlo al juicio de un órgano electo controlado por la representación del «nuevo pueblo» emergido del rechazo del 4-S, mayoritariamente de derechas o alienado de la política, que da lugar a una ola restauradora, a demandas de orden y a la necesidad de contrarrestar los fantasmas del octubrismo.

El texto de Carta Fundamental surgido en estas circunstancias refleja tanto las condiciones políticas de su producción como la voluntad hegemónica de las derechas presididas por su extremo Republicano. Voluntad de imponer una Constitución de la seguridad, ethos conservador, libertad de mercados y una democracia protegida frente a los riesgos de sus propios excesos y el desborde de las demandas y las fantasías populares.

Se propone entonces al país, que deberá pronunciarse el próximo domingo, una nueva articulación de su plano simbólico y una nueva comunidad imaginada, consistente en un orden estructurado -desde la familia hasta el Estado- en torno a los tópicos del orden y las jerarquías ‘naturales’, deberes como contracara de derechos, realismo fiscal, apuesta neoliberal por los mercados como motor exclusivo del crecimiento, la idea de desigualdades dinámicas, cuerpos intermedios, adhesión a las tradiciones y una subsidiaridad de lo público en razón de la primacía de los intereses y las elecciones privadas.

Estamos frente a una apuesta tan radical como la del octubrismo en la Convención Constitucional, aunque expresada de manera no-rupturista. Al contrario, buscando mantener las formas con el fin de preservar la continuidad con la Constitución de 1980 -pre-firma de Lagos- en cuanto a su inspiración guzmaniana.

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Dicho en otros términos, tras la disolución de la esfera simbólico-política plasmada por la Concertación -la que no pudo renovarse a sí misma para adaptarse a la modernización del país impulsada por ella- ingresamos a un período de sucesivos fracasos en el intento de recomponerla.

Las derechas, en su faz piñerista, intentaron en dos oportunidades una reorganización gerencial de esta esfera, sin resultados aparentes. Fueron criticadas, incluso desde su interior, por la insistencia en ‘empresarializar’ la gobernabilidad de la nación, con un consiguiente debilitamiento de la política y la ausencia crónica de un relato. Ambos elementos quedaron al desnudo, finalmente, con el estallido social y las grandes protestas de masas de octubre de 2019.

A su vez, la Concertación intentó, ya en plena decadencia, crear una nueva ilusión con Bachelet 2. Buscó tender un puente entre la crítica a las dos décadas conceracionistas y un proyecto de cambio de paradigma que debía servir de base para una nueva gobernabilidad progresista. Ofreció un modelo socialdemócrata (nórdico) de lo público, con centro de gravedad en una alianza de izquierdas, esperando con ello desencadenar un ciclo de grandes «reformas estructurales». Aunque con algunos elementos interesantes de renovación ideológica y discursiva, este experimento tuvo sin embargo un pronto final, en medio de la confusión de las políticas públicas, el desorden comunicacional y la debilidad de los diseños técnico-políticos de las reformas.

La coyuntura del estallido social y de las protestas abrió momentáneamente una ventana de oportunidad para las izquierdas radicales. Encabezadas por el FA y el PC, encontraron -o, más bien, creyeron encontrar- las condiciones objetivas de fuerza y subjetivas de conciencia colectiva necesarias para emprender una radical transformación de los parámetros constitucionales de la nación. Esto, junto con la elección del gobierno Boric y de la propuesta constitucional emanada de la Convención, los llevó a pensar que era posible un tránsito rápido -quiebre democrático- hacia la refundación de las bases institucionales de la República.

Fracasado también este intento con el masivo rechazo de la propuesta refundacional, y tras un pronunciado cambio de marea en el clima político de ideas, sentimientos, emociones e ideologías, las derechas -que algunos creyeron estuvo a punto de desaparecer del mapa político el 18-O- regresan al centro de la escena política intentando ahora una contraofensiva ideológica conservadora de restauración del orden y la seguridad.

La cuestión de la crisis de la comunidad imaginada en que anhelamos convertirnos para lo que resta de la primera mitad del siglo XXI permanecerá abierta, cualquiera sea el resultado del domingo próximo (17-D).

Sin duda, el perfil ideológico de triunfadores y perdedores -sea que se imponga el A Favor, opción que no cabe descartar, o que gane el En Contra, según anticipaban las encuestas hasta hace poco- saldrá fortalecido uno y debilitado el otro. Esto determinará quien conducirá la siguiente etapa en la lucha por solucionar dicha crisis.

Tal vez este vaya a ser el principal efecto tras darse a conocer el resultado del plebiscito. Dejar establecido cuál será el marco de reglas, la Carta Fundamental, que en adelante regirá la confrontación y las negociaciones en torno a las ideas, ideologías, significados y comprensiones que orientarán el desarrollo del país durante las próximas décadas. Para eso servirán -cada una con sus propios problemas- tanto la Constitución de Lagos que hoy nos rige, como la nueva atribuida con razón a Kast y Republicanos.

Por el contrario, este domingo no habrá un desenlace ni un punto final. La piadosa frase de que “aquí se cierra definitivamente el proceso” no pasa de ser un juego de palabras. Sirve sólo para tranquilizar a la población y ocultar el hecho de que nuestras élites políticas no han sido capaces de construir una visión común que permita fundar una gobernabilidad relativamente estable y eficaz en beneficio del país.

De cualquier forma, el triunfo de una u otra opción traería consecuencias inmediatas para las fuerzas victoriosas y derrotadas.

En el caso del A Favor, se consolidaría la ola conservadora con un triunfo de Republicanos que sería considerado histórico. El gobierno vería incrementado su aislamiento ideológico y se vería forzado a adoptar una agenda mínima con tópicos de seguridad, crecimiento y salud, dentro de los límites fijados por una oposición empoderada.

A su vez, en caso de salir victorioso el En Contra, el escenario se mantendría en un relativo status quo, con una Constitución algo más legitimada, a pesar de no haber recibido respaldo directo alguno. El gobierno y la oposición estarían compelidos a rendirle obediencia cívica, con más o menos incomodidad. Las relaciones entre las fuerzas principales de ambos lados continuarían en la balanza, proyectándose hacia las elecciones en regiones y comunas del año próximo.

En efecto, seguimos en un período de polarización, donde las fuerzas adversarias principales imaginan que pueden imponer a la sociedad un modelo que refleje únicamente su propia concepción de mundo, sus valores e ideas, su ideología y temores.

En esto llevamos ya más de una década, mientras el país permanece detenido por falta de conducción.