Los protagonistas de los pactos que ha suscrito el PSOE con los partidos desleales con la Constitución han celebrado el comienzo de una «fase inédita» hacia una nueva «etapa histórica». Así es. Los acuerdos que servirán para investir a Pedro Sánchez diseñan una reconfiguración unilateral de la organización territorial, la distribución del poder del Estado y los derechos de los ciudadanos -de la idea misma de España- que desborda los consensos constitucionales.
El proceso asume la vía plebiscitaria -«somos muchos más»-, quiebra los principios de igualdad ante la ley y de separación de poderes y promueve el sectarismo y la intolerancia como fundamentos de la acción política: no sólo prescinde de la mitad de la población, sino que actúa deliberadamente contra ese pluralismo, porque la intención declarada es que cualquier precio, por infamante que sea, es aceptable con tal de perpetuar un bloqueo a la alternancia. Se coloca así un estigma difícilmente digerible sobre los valores políticos de millones de ciudadanos en el espacio de la moderación, contra los que se afirma gobernar, y se instala la falsa idea de que no existe alternativa a que la gobernabilidad descanse sobre los extremos.
El escarnio sobre las bases morales de la convivencia se completa haciendo depender «día a día» el futuro del país del prófugo que sometió a los españoles a una vivencia angustiosa y proclamando con jactancia -«hacer de la necesidad, virtud»- el triunfo de la idea antidemocrática de que el fin justifica los medios. Frente al pretendido «reencuentro total con Cataluña», se siembra la semilla de la discordia cívica en el conjunto de España. La atmósfera de frentismo se extiende a la calle y al envenenamiento de las relaciones amistosas o familiares.
El artículo 2º de la Constitución ha sido la columna vertebral que hace compatibles la certidumbre de la unidad de España, la descentralización propia de su diversidad y la cohesión social y territorial que corresponden a un proyecto compartido. Dos puntos basilares quedan comprometidos: la indisoluble unidad y la imprescindible solidaridad entre territorios y personas. Correspondía a las dos grandes formaciones del Estado la defensa del interés general y de un país inclusivo de todos y para todos frente a la desarticulación propugnada por los nacionalismos. El PSOE, tras no pocas vacilaciones, ha abandonado esa posición.
Cataluña y el País Vasco aparecen ahora configuradas como sendas confederaciones insolidarias y extractivas del resto del Estado, diseñándose un privilegio en la asignación de recursos que conduce a una correlativa discriminación del resto. Nace la España fiscal de segunda. Un extremeño o un asturiano tendrán que pagar más impuestos y tendrán peores hospitales. Puigdemont exige el «pacto fiscal» y el PSOE ya admite «un diálogo singular». Esa bilateralidad es la prerrogativa que se conecta con el «reconocimiento nacional». La aceptación del referéndum de autodeterminación está implícita si se completa con la celebración posterior que la propaganda oficial ha hecho de la mención que hace el huido al artículo 92 de la Constitución, que por supuesto no permite consultar sobre la separación de una parte del país. Pero así ha pasado a superarse el escrúpulo de la fragmentación del sujeto de soberanía.
El relato del acuerdo representa la asunción de la narrativa independentista en sus aspectos más falsos y disolventes. Describe un «conflicto histórico» que remonta a los Decretos de Nueva Planta de 1714, deslizando un cuestionamiento de la Monarquía, afirma que la Constitución ni lo resolvió ni sirve para su resolución y deslegitima la respuesta del Estado a la acometida del 1-O. El Gobierno acepta una comisión de verificación internacional extraparlamentaria, descalificando sus propias instituciones. El marco negociador se presenta permanentemente abierto, como en un procés perpetuo de expectativas infinitas e inestabilidad recurrente, siempre desde posiciones de máximos y con el Parlament de Cataluña, un sol poble, como intérprete supremo, cesión de soberanía insoportable. Si esa fuera poca herramienta de chantaje, Puigdemont se reserva el regreso a la vía unilateral.
Nunca fue tan alto el coste de siete votos. La transformación estructural que Sánchez pretende no sería posible si no se hubiera cumplido con la colonización instrumental de las instituciones -el Constitucional- y no podrá llevarse a cabo si previamente no se somete a los jueces y se degrada la separación de poderes. La amnistía servirá entonces a un doble objetivo de erosión del Estado de Derecho: por un lado, garantizar la impunidad a cambio del poder. No sólo no se exige un acto de contrición o de lealtad, sino que se hace ostentación de que los beneficiarios redactan en esas circunstancias la norma por su propia mano. Esta arbitrariedad que vulnera el principio de igualdad ante la ley será cáustica para el respeto a la autoridad y la convivencia.
Y por otro, la introducción del lawfare ha lanzado ya un mensaje político de descalificación de la Justicia y de intimidación que convertirá las comisiones parlamentarias en tribunales populares sobre la actuación de los jueces. Las matizaciones son teatro: el efecto está conseguido. El procés de Sánchez asume los caracteres postmodernos del procés de Puigdemont: la UE hace bien en estar atenta a la deriva antiliberal de España.
Sánchez hará lo posible para que la mentira, el cinismo y la polarización le hagan inmune a las críticas. Pero la pervivencia del Estado de Derecho, la calidad de las instituciones de la democracia y la convivencia pacífica son valores demasiado importantes como para dejar su defensa a una cuestión de izquierdas o derechas. Los ciudadanos estamos orgullosos del país que hemos construido entre todos: España es un país tolerante y moderno, en continua pujanza, que dejó atrás una dictadura gracias a los consensos y hoy ha sabido adaptarse a un mundo en continua transformación, con empresas y creativos que lideran proyectos de innovación asombrosos en todo el planeta. Una sociedad civil en marcha ha comenzado a movilizarse y a dar la cara desde un compromiso ético. Ese será el contrapoder más influyente. En 2019, el Rey dio uno de sus discursos más recordados: «Confiemos en nosotros mismos, en nuestra sociedad; confiemos en España y mantengámonos unidos en los valores democráticos que compartimos». La Constitución prevalecerá.
Joaquín Manso, director de El Mundo.