Soldados de una ciudad vasalla entran al territorio del rey señor, asesinan y destruyen a su paso, toman cautivos, y escapan. El rey estalla en cólera, jura venganza, lanza a sus fuerzas en persecución de los rebeldes, sitia su ciudad, lanza sobre ella una lluvia de fuego y corta todas sus salidas; todos los habitantes tendrán que pagar por la osadía del asalto: que mueran de hambre y de peste; que caigan sus defensas y sus puertas para entrar y arrasarlos, ya débiles. Siglos después, los arqueólogos hallarán restos de la ciudad, ya casi polvo, como polvo serán ya los vencidos y los vencedores. ¿Qué desentierran? Edificios mutilados, disecados, sepultados por los polvos de otras guerras y el abandono de la memoria humana. Perdidas para siempre: las horas del horror y la agonía de sus habitantes, hayan o no participado en la incursión contra el rey enemigo; hayan o no estado al tanto de lo que se tramaba; fueran o no soldados ellos mismos; fueran ancianos, niños, jóvenes empezando su sueño de vivir; mujeres, madres, partidarias o contrarias a la guerra. Perdido para siempre: el dolor de las heridas sin curar, los gritos de los atrapados en las ruinas, de los que ardieron vivos, de los que, impotentes, contemplaron la muerte de sus hijos o hermanos; de padres o amigos desarmados ante el poder avasallador de la venganza.
Esta es la historia de tantas historias a través de miles de años. Historias que esterilizamos glorificando a sus más poderosos protagonistas. Desde la antigüedad, Aquiles, Paris, y Odiseo, y no las troyanas que buscaban el pan para sus hijos. Alejandro Magno cabalga deslumbrante, Gengis Khan brilla, solo la hierba lo resiente. Desde las primeras memorias hispánicas es un saqueador quien nos cautiva: el Cid. En la modernidad, la tumba de Napoleón ocupa el centro del honor nacional, mientras el rastro de sangre de bereberes, rusos, austriacos, prusianos y muchos otros, incluso soldados franceses, se disipa. Las estatuas de Colón están por todas partes. Y en la entrada de Ávila, me estremece leer, en el monumento que honra a los héroes militares de la ciudad, un nombre: Pedro Arias. Ni qué decir del mundo que ensalza a MacCarthur y Eisenhower, autores de crímenes de lesa humanidad dentro y fuera de su país, y que ensalza a Truman, capaz de ordenar la incineración de más de trescientas mil personas para demostrar su poder terminal ante un enemigo casi vencido pero aún recalcitrante.
Hay, parece, genocidios buenos y genocidios malos. Genocidios bellos, los de la antigüedad o la victoria, y genocidios feos, los de los genocidas derrotados. ¿Será imposible que la raza humana viva los principios que proclama como “humanos”? De las bestias pareciera separarnos algo que más bien nos disminuye ante ellas: la venganza. Para esta no hay olvido, y hay paciencia. Abunda el primero y escasea la segunda para consignas del espíritu que surgen a veces en medio de la mortandad, los “no matarás”, y más recientemente, después del holocausto de comunistas, socialistas, gitanos, discapacitados, y de seis millones de europeos judíos a manos de los nazis, los “nunca más”. ¿Nunca más? Ya hubo Ruanda, ya hubo Argentina, ya hubo Chile, ya hubo Nicaragua.
Y hay Gaza. Ante nuestros ojos se despliega de nuevo la historia de la ciudad vasalla y el ataque asesino contra el reino opresor. Asesino, sin duda. Hay que decirlo, porque hay que impedirlo, porque da muerte a gente vulnerable, inocente, y quizás hasta opuesta a las políticas del rey señor. Una rabia así no puede ser el camino de la reivindicación cuando los derechos humanos de un pueblo son conculcados. No es que la violencia pueda o deba siempre evitarse. El derecho de vivir implica el derecho a defenderse, y a veces la única manera de defenderse y defender lo propio es por medio de la violencia. Pero el tipo de violencia que Hamás ejecutó en su ataque a Israel, destinado a causar destrucción de propiedad y vidas de manera indiscriminada, más que avanzar la causa de la libertad alimenta la barbarie. Sus humos nublan la visión de ese animal indolente, la opinión pública internacional, y engordan la tolerancia de esta ante la violencia extrema con que responde el poder del rey señor. Es difícil creer que los dirigentes de Hamás ignoraran esto, por lo que, en virtud de la actual correlación de fuerzas, serían además culpables de exponer a sus compatriotas a sufrimiento sin ganancia.
Pero tampoco ignoran la correlación militar de fuerzas los líderes del Estado de Israel; saben que al abrir todas las compuertas de su furia infligen un enorme sufrimiento a gente que, según ellos mismos afirman, no es responsable de los actos de los militantes de Hamás. Saben (¿no lo sabemos todos?) que en el cálculo frío de un Netanyahu bajo la lupa del poder judicial, deviniendo poco a poco en autócrata (tendencia mundial que debería tenernos a todos en máxima alerta), y aliado con fanáticos religiosos que leen textos de hace milenios como si fueran Constitución y mapa político del siglo XXI, emplear tácticas de exterminio que entreguen a su público un baño de sangre palestina puede revitalizar su poder. Netanyahu sabe además (hay que preguntarse si sus célebres servicios de inteligencia en verdad “no sabían”) que este es su momento, que “la comunidad internacional” (léase los grandes poderes de Norteamérica y Europa) le abre un paréntesis moral que puede después cerrarse si la resistencia ciudadana en esos países despierta y, por el bien de todos, por el bien, incluso, de los israelitas judíos, defiende los derechos humanos de los palestinos. Los ciudadanos de Estados Unidos y Europa, hasta ahora (imperfectos) focos de democracia, tendrán el reto adicional del lento giro hacia el autoritarismo que asoma en ambas regiones. Ya los franceses enfrentan algo inverosímil: el presidente Macron ha prohibido toda muestra pública de solidaridad con el pueblo palestino. Y en Estados Unidos, salen a flote presiones de grandes magnates para suprimir la libre expresión en universidades donde los estudiantes cuestionan la narrativa de Netanyahu, y más generalmente, del Estado de Israel.
Entretanto, lloran en Israel los familiares de los asesinados; el mundo los consuela, la mayoría de los políticos en Estados Unidos y Europa pelean su minuto ante el micrófono para mostrar su “apoyo a Israel”; los atacantes de Hamás han sido repelidos, y el fuego llueve, literalmente, sobre los dos millones y medio de seres humanos apretujados sin defensa en lo que la respetada organización de derechos humanos Human Rights Watch ha llamado “la cárcel a cielo abierto de Israel”: Gaza. La Franja de Gaza es parte de una “unidad territorial” bajo soberanía palestina, según los acuerdos internacionales avalados por las Naciones Unidas, pero en la práctica Israel la ha separado manu militari de la otra parte, Cisjordania. Hoy por hoy, los gazatíes están reducidos, cuesta dolorosamente decirlo, y es imposible exagerarlo, a condiciones similares a las que la ocupación nazi sometió a los europeos judíos en el infame Gueto de Varsovia, de trayecto al Holocausto. Y como si de una pesadilla se tratara, vemos cómo despierta el monstruo de la deshumanización y el exterminio. De hecho, el Estado de Israel no necesita publicar estas políticas (las evidencia con sus actos) pero sus líderes abiertamente deshumanizan a los palestinos, cortan servicios básicos de agua y electricidad a capricho, incluso a hospitales y otros centros de atención humanitaria, y hacen estallar en pedazos edificios residenciales, no solo en respuesta a la agresión de Hamás, sino como una práctica habitual, mientras a través de toda la Palestina reconocida internacionalmente se asientan colonos en tierras expropiadas de manera ilegal.
Que todo esto ocurra –– y ocurre, pero hay negacionistas, como hay, ¡qué ironía!, negacionistas del holocausto nazi–– en este siglo XXI que en mi niñez era límpida esperanza, es descorazonador. Si por la víspera se saca el día, la campaña de “limpieza étnica” de los extremistas que controlan el Estado de Israel apenas empieza. Pero ¿podrán llevarla a fruición? Solo si la comunidad internacional lo permite. ¿Por qué detendrían la mano del ángel exterminador en Tel Aviv? Uno apenas puede desear que la conveniencia táctica, la codicia de los políticos de Occidente, los haga sopesar los riesgos de una desestabilización regional a gran escala. Es mucha la población afectada; es mucho el riesgo que otros regímenes del área corren, mucha la corrupción que los vacía y frágil su legitimidad, que sufre cada día que pasa y dejan que se masacre a una nación culturalmente cercana.
En cualquier caso, parece lejano el día en que se logre más que una tregua; el día en que se libere a los palestinos de su cautiverio y se libere a ambos, israelitas y palestinos, del azote de la violencia terrorista. Porque mientras no se establezca y no eche raíces un acuerdo justo, que permita a los dos convivir, habrá violencia, cada vez más encarnizada. Y, como ocurre cuando se ilegaliza un mercado donde hay fuerte demanda, (un ejemplo típico es el de los narcóticos) la política en ambos lados de la enorme distancia que separa a Israel y Palestina terminará inexorablemente en manos de los más violentos.
No solo parece lejano el acuerdo, sino que parece, a juzgar por la historia, rebasar nuestra habilidad para resolver conflictos sin que haya un vencedor claro y definitivo. El problema creado desde el siglo XIX por los poderes europeos, particularmente el imperio británico, luego por la Unión Soviética y después por los Estados Unidos, nace de la imposición de un Estado como un dibujo sobre el mapa de un país ajeno. El movimiento sionista logró que esa conducta, típica de la era colonial que agonizaba en la primera mitad del siglo XX, les permitiera llenar de inmigrantes europeos judíos la región, expropiando tierras y hogares a sus residentes de siglos o milenios, expulsando hacia campos de refugiados y despojando de sus posesiones a cientos de miles, y, con la ventaja del apoyo político-militar de las grandes potencias, imponer su voluntad sobre los conquistados.
La tragedia que la arbitrariedad imperial creó es una condena que ya fue perpetua para varias generaciones. Hoy luchan a muerte los nietos y bisnietos de la cohorte que inició este drama. Nacen, ambos, sin salida. Nacen, como gladiadores que la historia ha encerrado en una jaula para matar o morir. Los palestinos sufren, están en estos momentos más cerca del peligro de exterminio, pero ninguno de los dos puede decirse libre, ni de ese riesgo, ni libre para vivir la vida humana en toda su plenitud.