Mujeres secuestradas, asesinadas, paseadas como carne desnuda y muerta, trofeos que una turba enloquecida de gozo –turba masculina, detalle básico–, grababa con teléfonos móviles al grito de Alahu Akbar: Dios es Grande, o Alá es el más Grande. Pese a la censura imbécil de las televisiones que pixelaron las imágenes –el horror también es educativo–, las redes sociales permitieron verlo todo con la claridad necesaria. E insisto en eso: necesaria.
Entre las imágenes que, hace unas semanas, se dieron en la frontera entre Israel y Gaza, hubo unas que se me quedaron especialmente en la cabeza: ese enfervorizado Alahu Akbar ante una joven con los pantalones ensangrentados a la que arrastraban sujeta por el pelo, o ante el cuerpo desnudo –hermoso hasta momentos antes– de otra joven malherida, mientras barbudos milicianos, sentados encima, la paseaban como trofeo para solaz de quienes voceaban Dios es Grande, Alá es el más Grande, con fanática saña (me entristece que los combatientes palestinos que conocí en los años setenta y ochenta, tipo Al Fatah, revolucionarios y laicos, hayan dejado espacio a los fanáticos de Hamás, manejados a distancia por los siniestros ayatolás iraníes: aquellos que, cuando la caída del Sha, pese a las advertencias de quienes andábamos por allí contando aquello, fueron aplaudidos por una izquierda europea que no tenía ni puta idea de lo que traía Jomeini bajo el turbante).
No es la primera vez, ni siempre está Alá de por medio, aunque suele estar Dios. También lo hace el nacionalismo, otro cáncer de la Humanidad bajo el que tanta rata se ampara. El pasado abunda en ejemplos, desde Susana y los viejos en la Biblia hasta el inquisidor que tortura a la hereje o la bruja, y también la Historia reciente. Lo destacado es que esa chusma se ceba especialmente en las mujeres: aceite de ricino, asesinatos y violaciones en la Guerra Civil, sacerdotes señalando desde el púlpito a las pecadoras, colaboracionistas rapadas y violadas en la Segunda Guerra Mundial. Pero no hace falta mirar atrás: ortodoxos judíos escupen hoy a unas monjas o acosan a una mujer que viste poca ropa, desde un cafetín moruno se insulta a una joven de falda corta llamándola puta, chicas jóvenes son apaleadas en Irán por no llevar bien puesto el velo… Lugares sombríos cerrados a la razón, donde a las mujeres libres se las desprecia y daña, como a la viuda de Zorba el griego. Como a las adúlteras afganas apedreadas por los varones felices de participar en el castigo, también al grito de Dios es Grande.
Todo eso, en mi opinión, responde a una vieja pulsión muy masculina: insultar, infamar, mancillar a la mujer que no puedes conseguir. Y más si es hermosa. Lo he visto tanto en el mundo que llamamos civilizado como en lugares desdichados de la tierra. Y los peores son los regidos por quienes dicen actuar, y obligan a hacerlo, bajo mandato divino. En Europa –derechos y libertades hoy en regresión– costó mucha lucha y sacrificio liberarnos de sacerdotes y dioses. Por eso detesto el velo de las mujeres musulmanas y lo que simboliza. Países y pueblos regidos por un Islam que no es sólo religión sino también dictadura social caen con frecuencia en ese extremo. En esa infamia.
En el mundo del extremismo islámico, en las dictaduras teocráticas, azuzados por los obispos de allí y por la podredumbre que muchos de éstos tienen bajo sus pestilentes sotanas, hombres frustrados y condenados a la soledad, la represión, la insatisfacción sexual y la exclusiva compañía social de otros hombres estallan, cuando se presenta la ocasión, bajo formas de violencia camuflada de religión que, como en el reciente caso de Israel y Gaza, son pretextos para pasear, fotografiar, manosear y destruir, si pueden, el cuerpo de mujeres a las que sus curas prohíben acercarse de otra manera. Los de Hamás las vejaban en Gaza no sólo por ser judías, sino por ser mujeres libres, poco vestidas, sin velo, ofensoras de Dios. Por eso el grito Alahu Akbar era esclarecedor, pues traslucía todo el fanatismo, hipocresía, represión sexual, bajeza de que es capaz el ser humano, varón en este caso: masturbación mental –y no sólo mental–, ante mujeres antes inalcanzables y ahora indefensas, deseo insatisfecho que al fin se venga disfrazado de piadosa, farisaica moralidad. Por eso el Islam, excelente en tantas cosas –familia, dignidad, disciplina, respeto– es tan sucio en ésta: hombres llamando putas a mujeres a las que se follarían si pudieran. El problema es que ni a ellos ni a ellas sus curas se lo permiten. Unos curas que probablemente también se las follarían si pudieran: basta con verles la cara, los ademanes, el hipócrita dedo índice alzado hacia Dios. No hay más que escuchar sus sórdidas razones y sus cochinas palabras.
Publicado en el suplemento XL Semanal del diario ABC