El ataque indiscriminado del grupo terrorista Hamás contra Israel el pasado 7 de octubre es mucho más que eso, como ha quedado claro no solo por su intensidad y crueldad, sino por la reacción de Israel. Como ocurrió con los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 y con la invasión de Ucrania por parte de Rusia, estamos ante un evento que cambiará el devenir del mundo.
En estos tres episodios cruciales de nuestra historia reciente, China ha jugado un papel relevante pero bastante diferente, lo que muestra cuánto se han deteriorado las relaciones entre Estados Unidos y China y hacia dónde nos dirigimos: hacia una guerra fría.
La respuesta de China al 11 de septiembre fue apoyar a Estados Unidos, igual que hizo Rusia, en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. En realidad, ambas naciones tenían mucho que ganar con la determinación de Washington en acabar con el terrorismo islámico, dados sus propios problemas internos: Chechenia, en el caso de Rusia, y los uigures, en el caso de China. En ese tiempo, además, Pekín pudo campar a sus anchas con un modelo económico de planificación y política industrial dirigida, a pesar de la promesa de que se convertiría en una economía de mercado tras su entrada en la Organización Mundial del Comercio en diciembre de 2001. Así, mientras EE UU seguía ensimismado en su cruzada antiterrorista, China se convirtió en su principal socio comercial, con un superávit a su favor de 400.000 millones de dólares en apenas diez años. Para entonces, y después de una crisis que se llevó por delante el sistema financiero estadounidense en 2008, la Administración de Barack Obama empezó a entender que la política de puertas abiertas con el llamado gigante asiático no podía continuar sin condiciones. Con su anuncio del giro de la estrategia exterior de EE UU hacia Asia en 2012, Obama reconocía que la primera economía mundial había perdido demasiado tiempo empantanado en los conflictos de Oriente Próximo sin darse cuenta de que una nueva potencia con ambiciones hegemónicas globales se estaba creando en Asia.
El sueño de la relación abierta entre ambos países se hizo añicos con la llegada de Trump al poder en 2017: inmediatamente pasó a tratar de contener a su rival con una política de aranceles y barreras a la transferencia tecnológica que la Administración de Biden no ha hecho más que aumentar. Lo destacable es que durante los años en los que Estados Unidos miraba para otro lado, China se había convertido en el principal socio comercial de la mayoría de los países del mundo. Para cuando Rusia decidió completar la invasión de Ucrania, en febrero del 2022, EE UU ya había perdido buena parte de su liderazgo económico mundial ―golpeado no solo por la crisis financiera de 2008 sino también por la pandemia― así como de su liderazgo político, como quedó evidenciado en la retirada de Afganistán. La Unión Europea, a su vez, contaba con un shock más en su historial, la crisis de deuda soberana de 2010, que le llevó a afrontar la anexión de Crimea por parte de Rusia en 2014 con las fuerzas exangües y la posterior invasión de Ucrania, tras la pandemia, sin apenas espacio fiscal para hacerle frente. Sin duda, la posición de China ante la invasión rusa ha resultado clave en el conflicto. Uno podría incluso argumentar que, sin el apoyo tácito de Pekín a Moscú, la guerra podría haberse resuelto ya a favor de Ucrania dada la enorme dependencia rusa de China.
La guerra de Ucrania ha ido separando cada vez más a Occidente, no solo de Rusia, sino también de China, que sigue empujando a los países emergentes y en vías de desarrollo a alinearse contra EE UU, bien por su pasado colonial o, simplemente, apelando a su sentimiento antioccidental. En este contexto, el reciente ataque a Israel no solo es enormemente doloroso ―como por desgracia también lo está siendo la respuesta de Israel en Gaza― sino que está provocando a su vez movimientos tectónicos en Oriente Próximo. Movimientos a los que China no es ajena. En primer lugar, parece difícil pensar que Hamás haya podido atacar a Israel de manera tan sorpresiva como certera y letal sin ningún apoyo exterior. Los ojos están puestos en Irán, cuyo presidente, Ebrahim Raisi, acaba de reunirse con uno de los líderes de Hamás en Qatar para amenazar a Israel sobre las consecuencias de sus ataques a Gaza. Por si fuera poco, Arabia Saudí, que hasta que tuvo lugar el ataque se encontraba inmersa en negociaciones con EE UU para cerrar un acuerdo con Israel con el objetivo de normalizar sus relaciones diplomáticas, no parece querer seguir con este proceso. Más bien todo lo contrario. Tras una llamada reciente, publicitada a bombo y platillo, los líderes de Arabia Saudí e Irán parecen haber pasado de ser enemigos históricos a mostrarse un respeto mutuo, ratificando el acuerdo bilateral impulsado recientemente por China. En ese sentido, las declaraciones de Pekín tras los atentados a Israel y las aún más recientes de su ministro de Asuntos Exteriores, Wang Yi, sobre la necesidad de proteger a Palestina, dejan muy claro dónde se coloca su Gobierno en este conflicto: en posición opuesta a la de EE UU.
Esta realidad no es sorprendente. Ya desde Mao Zedong, China había mantenido una posición propalestina. Más recientemente, China ha pasado de ser un mero socio comercial a principal socio estratégico de Oriente Próximo ante el vacío dejado por EE UU. Además, hasta la llegada de la Administración de Biden, China había mostrado más reparos en mostrar ese sesgo propalestino puesto que Israel, durante un decenio, había permitido la venta de empresas de tecnología de uso dual a China. El parón en ese traspaso de tecnología entre ambos países, forzado por la Administración de Biden, probablemente haya dado más libertad a China a instigar un acuerdo entre Irán y Arabia Saudí, lo que no debe ser reconfortante para Israel en este momento. Tampoco debería serlo para EE UU, y mucho menos para la Unión Europea: dicho acercamiento, por no hablar de la conocida sombra de Rusia detrás de Irán, podría llevar a un acuerdo de recorte de la producción petrolera como medida de presión económica para que Israel abandone el ataque a Gaza.
Más allá de que un shock de esta naturaleza podría poner en peligro los dolorosos procesos de desinflación que se están llevando a cabo en Occidente, la reflexión de mayor calado es la del inexorable avance de un mundo que se separa en dos polos. EE UU, con este nuevo shock, podrá identificar aún más claramente a sus aliados, entre los que se encuentra la Unión Europea y, sin duda ya, Israel. A su vez, la rotunda denuncia de los atentados por parte de Australia, Japón, Filipinas o Taiwán, delinea aún mejor dicho eje. La centralidad de China en el otro eje funciona por oposición a los intereses de la potencia hegemónica actual, que sigue siendo Estados Unidos.
Parece importante, a estas alturas, que Occidente entienda en qué momento histórico se encuentra. Lo que puede parecer un mero flashback de una guerra fría que pensábamos enterrada es una realidad. A pesar de la mayor interdependencia económica. Los ataques del 7 de octubre a Israel —junto con, ya dijimos, los ataques terroristas del 11 de septiembre y la invasión de Ucrania— se recordarán como uno de los tres grandes acontecimientos que precedieron y definieron el resquebrajamiento del orden global en dos grandes bloques, volviendo irremediablemente a una guerra fría.
Alicia García Herrero es economista jefe para Asia-Pacífico del banco de inversión Natixis e investigadora del centro de estudios Bruegel.
Este artículo se publicó originalmente en El País.