Los vientos de Asia Central son penetrantes y desoladores, mientras que los fétidos y sudorosos veranos transportan cólera, disentería y mosquitos, pero en abril el aire acaricia como el tacto de la piel de la cara interna del muslo y la fragancia de los árboles floreciendo al unísono impregna el tufillo asfixiante de las fosas sépticas de la ciudad.
Cada ciudad tiene su propia lógica interna. Imagínense una ciudad trazada con formas rectas, geométricas, con lápices de la caja de colores de un niño: en ocre, en blanco, en terracota claro. Hileras de casas adosadas bajas y blondas parecen despuntar de la tierra blanquecina y rosácea como si brotasen de ella en lugar de estar construidas encima. Un polvo leve y granuloso flota sobre todas las cosas, como ese polvillo que dejan los lápices pastel en los dedos.
Contra estas decoloradas palideces, las capas iridiscentes de baldosas de cerámica que cubren los antiguos mausoleos hechizan el ojo. El azul palpitante del islam se transforma en verde mientras lo miramos. Bajo una bulbosa cúpula de lapislázuli y esmeralda entreverados, los huesos de Tamerlán, flagelo de Asia, descansan en una tumba de jade. Estamos visitando una ciudad verdaderamente fabulosa. Estamos en Samarcanda.
La Revolución prometió a las campesinas uzbecas ropajes de seda, y por lo menos esta promesa no se incumplió. Vestían túnicas de ligero satén, rosa y amarillo, rojo y blanco, negro y blanco, rojo, verde y blanco, a rayas emborronadas de brillantes colores que lo dejaban a uno aturdido como una ilusión óptica, y se engalanaban con abundante joyería hecha de vidrio rojo.
Parecen siempre ceñudas porque se pintan una gruesa línea negra recta en la frente que liga una ceja con otra de un lado a otro de la cara sin interrupción. Se pintan con lápiz de ojos. Tienen un aspecto deslumbrante. Se recogen la larga melena en decenas de trenzas enroscadas. Las muchachas llevan gorritos de terciopelo bordados con cuentas e hilo metálicos. Las más mayores se cubren la cabeza con un par de pañuelos de lana con motivos florales, un nudo bien ceñido sobre la frente, el otro cuelga flojo sobre los hombros. Ninguna ha llevado velo en sesenta años.
Caminan con tal determinación que no parece que vivan en una ciudad imaginaria. No saben que ellas mismas y sus paisanos enturbantados, enchaquetados con piel de oveja y calzados con botas son criaturas tan extraordinarias al ojo extranjero como un unicornio. Existen en su resplandeciente y rutilante exotismo, en directa contradicción con la historia. No saben lo que yo sé de ellas. No saben que esta ciudad no es la totalidad del mundo. Lo único que conocen del mundo es esta ciudad, bella como una ilusión, donde los lirios crecen en las zanjas. En la casa de té, un loro verde sacude los barrotes de su jaula de mimbre.
El mercado huele intensamente a verde. Una chica de cejas repasadas de negro salpica agua de un vaso sobre los rábanos. A lo largo de esta primera parte del año lo único que se puede comprar son frutas desecadas —albaricoques, melocotones, uvas—, salvo por algunas escasas, preciosas, arrugadas granadas conservadas en serrín durante el invierno y ahora partidas por la mitad en el puesto para mostrar que guardan un húmedo nido de granos en su interior. Una especialidad local de Samarcanda son las nueces de albaricoque saladas, más deliciosas aún que los pistachos.
Una anciana vende azucenas. Esta mañana bajó de las montañas, donde de los tulipanes silvestres brotan flores como burbujas de sangre y las persuasivas tórtolas anidan entre las rocas. Esta anciana moja pan en un vaso de suero de leche durante el almuerzo y se lo come lentamente. Cuando ha vendido las azucenas se vuelve al lugar donde crecen.
Apenas parece que habite el tiempo. O es como si estuviese esperando a que Sherezade perciba que ha llegado un atardecer definitivo y, una vez concluido el último cuento de todos, se quede en silencio. Entonces, la vendedora de azucenas podrá esfumarse.
Una cabra mordisquea jazmines silvestres entre las ruinas de la mezquita que hizo construir la hermosa mujer de Tamerlán.
La mujer comenzó a construir esta mezquita como sorpresa para su esposo, mientras aquél estaba en las guerras, pero cuando supo de su inminente regreso todavía faltaba por terminar un arco. Fue directa a ver al arquitecto y le suplicó que se diese prisa, pero el arquitecto le dijo que sólo terminaría la obra a tiempo si le daba un beso. Un beso, sólo un beso.
La mujer de Tamerlán no sólo era bellísima y muy virtuosa, sino también muy astuta. Fue al mercado, compró un cesto de huevos, los hirvió bien y los pintó de diversos colores. Llamó al arquitecto a palacio, le enseñó el cesto y le dijo que escogiese el que desease y se lo comiese. Éste cogió un huevo rojo. ¿A qué sabe? A huevo. Cómete otro.
Cogió un huevo verde.
¿A qué sabe? A huevo rojo. Coge otro.
Se comió un huevo morado.
Un huevo sabe igual que otro, siempre que sea fresco, dijo el hombre.
¡Eso es!, respondió ella. Cada uno de estos huevos parece distinto a los demás, pero saben todos igual. Así que puedes besar a cualquiera de mis criadas, pero a mí déjame en paz.
Muy bien, dijo el arquitecto. Pero enseguida volvió ante ella y esta vez llevaba una bandeja con tres cuencos, y se diría que los cuencos estaban llenos de agua.
Bebe de cada uno de estos cuencos, le dijo el hombre.
Ella bebió del primer cuenco, luego del segundo; pero tosió y escupió cuando le dio un trago al tercero, porque contenía, no agua, sino vodka.
Este vodka y el agua se ven iguales, pero saben bastante distinto, dijo el hombre. Y lo mismo sucede con el amor.
Entonces la mujer de Tamerlán le dio al arquitecto un beso en la boca. Éste volvió a la mezquita y terminó el arco el mismo día que el victorioso Tamerlán entraba en Samarcanda con su ejército, sus estandartes y sus jaulas llenas de reyes prisioneros. Pero cuando fue a ver a su esposa, ella se apartó porque ninguna mujer podía volver al harén después de probar el vodka. Tamerlán la azotó con una cuerda hasta que ella le contó que había besado al arquitecto y entonces aquél envió a sus verdugos a toda prisa a la mezquita.
Los verdugos vieron al arquitecto plantado en lo alto del arco y corrieron escaleras arriba con los cuchillos desenfundados, pero cuando éste los oyó le crecieron alas y se fue volando a Persia.
Ésta es una historia de formas sencillas, geométricas y colores llamativos sacados de la caja de lápices de un niño. La esposa de Tamerlán de la historia se habría pintado una línea negra cruzando la frente de lado a lado y se habría recogido el pelo en decenas de trencitas como cualquier otra mujer uzbeca. Habría comprado rábanos rojos y blancos en el mercado para el almuerzo de su marido. Después de escaparse de él, tal vez se ganó la vida en el mercado. Tal vez vendió azucenas allí. (Biblioteca Ignoria)