H. C. F. Mansilla - LA TRÁGICA VINCULACIÓN ENTRE LITERATURA Y POLÍTICA EN EL SIGLO XX


A veces pienso que los artistas, los inconformistas por excelencia, constituyen la reserva moral de la humanidad. Por ello me interesó la suerte de los escritores bajo los regímenes autoritarios en general. La problemática resultó ser, sin embargo, muy complicada. Mi desilusión con la gente del espíritu se ha extendido a los literatos, quienes habitualmente se hallan muy alejados de los asuntos mundanos y de la praxis política. Pero esta distancia no ha preservado a algunos de los más ilustres poetas de caer bajo el encantamiento de dictaduras de todo tipo. Si los escritores son encandilados fácilmente por las luces engañosas y las mentiras oficiales de los regímenes autoritarios, entonces es comprensible que las masas incultas se entreguen fácilmente a la seducción que emana de los artificios propagandísticos de estos sistemas políticos. Así se diluye la esperanza de una resistencia seria a la maldad en la vida social.

La literatura tiene – o debería tener – una función trascendente que la acercaría a la genuina religiosidad: que el olvido no tenga la última palabra, que la injusticia y la impunidad no resulten lo definitivo y que los seres humanos no sean únicamente medios para fines ulteriores. Aprendí esta hermosa enseñanza leyendo a Anna Ajmatova (1889-1966), la eximia poeta, cuya vida fue un ejemplo trágico de la desesperanza que caracterizó a la Santa Rusia en la primera mitad del siglo XX. Ajmatova nos dice que la memoria brinda sentido al sinsentido por excelencia, que es la historia. Me impresionó mucho su Réquiem, escrito en un estilo elegante y lacónico y por ello doblemente emotivo y persuasivo. En esta obra Ajmatova relata un encuentro fugaz con otra prisionera en los sótanos de una cárcel. Esta última, una mujer al borde de la muerte por el maltrato y las dolencias, le preguntó si podía describir esa terrible constelación y salvarla para la posteridad, es decir para evitar que el olvido eterno y las sombras de la historia eliminaran definitivamente la memoria del sufrimiento y del abandono en que se hallaba una buena parte de la población bajo el régimen stalinista. Cuando Ajmatova asintió, una leve sonrisa iluminó lo que quedaba del rostro de la pobre mujer, que murió débilmente consolada.

Se puede preservar un sentido de la vida humana si alguien deja un testimonio fehaciente del dolor de toda una generación, como lo hizo Ajmatova al cantar lo que sucedía durante la noche del terror y la inhumanidad, que las crónicas oficiales tratan hasta hoy de encubrir y omitir. La gran poetisa tuvo el valor de recordar e inmortalizar literariamente aquel tiempo del desprecio por el individuo, cuando se quebraron las “rutinas de la civilización” y cuando unas “sombras burocráticas” decidían arbitrariamente sobre la vida y la muerte de las personas en los oscuros e inaccesibles corredores del poder supremo.

En la Rusia del siglo XX Anna Ajmatova pensó que su producción poética serviría para evitar el olvido de las víctimas del stalinismo, pero creo que fue un esfuerzo vano. ¿Quién se acuerda hoy de los innumerables prisioneros obligados a trabajar en condiciones infrahumanas en el norte de Siberia? ¿O de los millones de víctimas de los experimentos radicales en Cambodia y en China? Y todo ello ocurrió en nombre de un modelo que pretendía ser la culminación racional de toda la evolución humana, basado en la infalible interpretación racionalista de la historia universal, un modelo que debería haber traído la paz perpetua, el paraíso terrenal de los trabajadores y la prosperidad general a sus habitantes.

Pensando en las innumerables víctimas de los regímenes totalitarios me acuerdo de un pensamiento del gran novelista ruso Isaak Babel (1894-1940): para conocer bien a una persona no sólo hay que percibir los rasgos de su rostro, sino que hay que estudiar las cicatrices causadas por sus derrotas. Para comprender a los vivos hay que saber quiénes son sus muertos. Babel fue condenado al fusilamiento por el régimen stalinista en 1940 porque nunca quiso dejar de ser él mismo, inconfundible en su ironía, leal a su melancolía, fiel al otoño de su breve vida. Creó una prosa admirable, lacónica, concentrada, pero al mismo tiempo muy expresiva y llena de un gran poder evocativo. Él creyó que el ruido de las batallas y los cantos salvajes de los vencedores no podrán sofocar del todo los susurros y las lamentaciones de la consciencia. Babel fue el soldado que no aprendió a matar y el poeta que no quiso mentir.

Esta temática me lleva a reflexionar en torno a las amenazas que representan los regímenes socialistas y populistas para la formación del carácter de los individuos. Leí Fuera del juego de Heberto Padilla: me pareció un poeta regular, pero su caso resulta ejemplar. Para este literato cubano la historia es la crónica permanente del dominio político y de la lógica colectivista. Ambos fenómenos se hallan siempre por encima de los asuntos individuales, que, obviamente, cuentan poco ante la majestad de la historia. No utilizo aquí expresiones irónicas, sino reproduzco lo que las instancias oficiales han elaborado, lo que, por supuesto, no deja de tener sus aspectos cómicos. Hacer manifiesta esta situación es lo que le reprochó la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) a Padilla en su documento del 15 de noviembre de 1968. Este último es un testimonio teórico tristemente célebre por tratar de explicitar la pretendida necesidad de los intelectuales de someterse a los dictados de los organismos estatales, que son vistos positivamente como instancias todopoderosas y omniscientes. La poesía de la resistencia al poder socialista es calificada por la UNEAC como una insoportable desviación que no conduce a ninguna parte, porque no habría ninguna alternativa razonable fuera de lo establecido por el gobierno cubano. Los escritores son considerados como soldados de la revolución, contentos de servir en el lugar que las autoridades tengan a bien designarles. El “criticismo” y la distancia frente a los órganos del poder son los dos pecados irredimibles que la UNEAC percibe en los intelectuales que no quieren contribuir lealmente a la construcción del sacrosanto socialismo cubano.

Por razones de un marcado contraste menciono aquí a un escritor soviético que no cuenta con mis simpatías: Alexandr A. Fadeiev (1901-1956), el autor de una de las obras más famosas del llamado realismo socialista. Su novela La joven guardia, hoy totalmente olvidada, fue uno de los libros más leídos en la época stalinista y también entre jóvenes radicales a nivel mundial. Hoy no nos podemos hacer una imagen clara del enorme éxito literario y de la elevada autoridad moral que acompañaron a Fadeiev entre los partidarios y entusiastas del comunismo y, en general, entre la gente de buena voluntad durante la primera mitad del siglo XX. Fadeiev recibió todos los premios y las condecoraciones importantes de la Unión Soviética. También fue presidente de la poderosa e influyente Unión de Escritores Soviéticos. En febrero de 1956 tuvo lugar el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, durante el cual el Secretario General del mismo, Nikita S. Jrushchëv, reconoció y criticó los crímenes masivos cometidos bajo Stalin. En la época stalinista Fadeiev había denunciado a varios escritores, sabiendo que eran inocentes, lo que entonces significaba el envío a un campo de concentración y a la muerte. Fadeiev no pudo soportar esta nueva constelación, que probablemente le quitaba sentido a su vida, a su pasado y a sus creencias íntimas, y se suicidó a las pocas semanas. Fue la única acción digna de su vida. Se puede decir muchas cosas negativas de Fadeiev, pero no fue ni un oportunista ni un impostor.

En contraposición aludo aquí brevemente a Louis Aragon (1897-1982), una de las glorias literarias más ilustres de Francia. Este notable poeta, novelista y político militó primeramente en las filas del surrealismo, donde escribió sus mejores obras. Bajo la influencia de su esposa, Elsa Triolet, quien trabajó para los servicios secretos de la Unión Soviética, se convirtió al marxismo convencional propalado por el Partido Comunista Francés (PCF), al cual fue disciplinadamente fiel hasta su muerte. Ahí fue el gran representante del realismo socialista. Se puede comprender la fascinación que Elsa ejercía sobre Aragon, pues fue una mujer excepcionalmente bella, sensual, talentosa y enigmática. Todo lo que emprendía, por ejemplo en el campo literario, le resultaba exitoso.

En forma vehemente Aragon defendió la razón de Estado soviética; justificó la “necesaria crueldad” que se utilizó contra los disidentes. Propició – por suerte sin resultado positivo – la instauración de una severa policía secreta en Francia para controlar las esferas del pensamiento, las publicaciones, las universidades y la enseñanza pública. Todavía en vida de Stalin publicó su oda El más grande filósofo de todos los tiempos, en la cual celebra al dictador como el “jefe de los pueblos”, que “fecundó la Tierra”, “rejuveneció los siglos”, hizo “florecer la primavera” y “vibrar las cuerdas musicales”. No hay un ápice de ironía o de distancia en este panegírico, del cual Aragon jamás se distanció. Le cayó muy mal el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. Pero al contrario de Fadeiev no sufrió ni la más mínima sacudida ética. Continuó perteneciendo a la jefatura superior del PCF y, sobre todo, prosiguió con un tren de vida consagrado al lujo, a la publicidad y al hedonismo.

Pablo Neruda (1904-1973), el poeta de la esperanza y la alegría, percibió el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética del siguiente modo. En sus memorias Confieso que he vivido dice a la letra: “Algunos sentimos nacer, de la angustia engendrada por aquellas duras revelaciones, el sentimiento de que nacíamos de nuevo. Renacíamos limpios de tinieblas y del terror, dispuestos a continuar el camino con la verdad en la mano”. La verdad en la mano es, por supuesto, una bella ilusión o algo más prosaico. Neruda registró cuidadosamente todos los actos de discriminación y censura que le tocaron a él, así haya sido tangencialmente, pero no dijo ni una sílaba en torno a la censura, la cárcel y cosas aún peores – las tinieblas y el terror – que sufrieron los bardos en la Unión Soviética y en Cuba.

En sus memorias Neruda incurre en un infantilismo – que se repite insidiosamente a lo largo de toda la obra – al describir a los grandes líderes comunistas. De Mao Tse-Tung sólo señala los ojos sonrientes y los cálidos apretones de manos. De Stalin dice que era un “gran tímido, un hombre prisionero de sí mismo”, y sin ironía lo compara con Jehová: impredecible y terrible, pero era la voz de la justicia histórica y divina. Y agrega: “Esta ha sido mi posición: por sobre las tinieblas, desconocidas para mí, de la época staliniana, surgía ante mis ojos el primer Stalin, un hombre principista y bonachón, sobrio como un anacoreta, defensor titánico de la revolución rusa. […] La muerte del cíclope del Kremlin tuvo una resonancia cósmica. Se estremeció la selva humana”. Y en otro lugar afirma: “Yo había aportado mi dosis de culto a la personalidad en el caso de Stalin. Pero en aquellos tiempos Stalin se nos aparecía como el vencedor avasallante de los ejércitos de Hitler, como el salvador del humanismo mundial. La degeneración de su personalidad fue un proceso misterioso, hasta ahora enigmático para muchos de nosotros”. Anteriormente, en su celebrada Oda a Stalin, Neruda había cantado: “Stalin es el mediodía, / la madurez del hombre y de los pueblos”. […] “Era más sabio que todos los hombres juntos”. Y en el Canto general dijo: “Stalin alza, limpia, construye, fortifica, / preserva, mira, protege, alimenta, / pero también castiga. / Y esto es cuanto quería deciros, camaradas: / hace falta el castigo”.

Intercalo estas citas porque las opiniones de Neruda frente al stalinismo y, en general, ante el desarrollo fáctico del socialismo en la vida cotidiana de las sociedades sometidas a su mandato, representan la posición de muchos intelectuales progresistas de América Latina (y de gran parte del mundo) con respecto a los regímenes comunistas en la realidad. Conocí y conozco a mucha gente inteligente que comparte esta idea. Casi todos aducen lo mismo: desconocimiento de la represión bajo Stalin y sus sucesores, el rol heroico de Stalin en la construcción y defensa del socialismo, su carácter presuntamente sobrio, bonachón y principista, su fallecimiento como suceso cósmico. Todos ellos sostienen lo que decía Neruda sobre la función histórica de la Unión Soviética: “una lección moral para todos los rincones de la existencia humana”, la “gigantesca verdad” que se elabora bajo ese régimen para toda la humanidad y otras lindezas que llenan varias páginas de sus memorias.

Neruda, un poeta excelso, pero un espíritu bastante convencional con respecto a asuntos políticos, estaba encandilado por la retórica de tonos revolucionarios y ademanes enérgicos de los líderes comunistas que conoció: los gestos autoritarios y decididos y la lógica de la acción violenta le parecían cualidades positivas que encumbraban a estos líderes por encima de los políticos rutinarios. Como muchos bardos revolucionarios, Neruda estaba también fascinado por los agasajos de que fue objeto en los países comunistas: los manjares escogidos, los vinos exquisitos y las mujeres deslumbrantes que experimentó, le impidieron avizorar la vida de privaciones de los trabajadores, las restricciones a las libertades más elementales y los campos de concentración. Para evitar un malentendido quiero aclarar que Pablo Neruda fue uno de los poetas más eminentes que han producido América Latina y el mundo entero. Hay en sus memorias trozos luminosos sobre la existencia humana, como el hermoso párrafo donde reconoce que muchos izquierdistas cultivan la “voracidad por el lujo y el dinero”.

De los libros de los escritores progresistas del siglo XX se desprende un aire de anacronismo y dogmatismo, que probablemente se parezca a la atmósfera intelectual cuando en el próximo siglo se recuerde a los regímenes populistas de nuestro tiempo. Estas obras están llenas de un maniqueísmo ingenuo, pero muy seguro de sí mismo. Sus autores, los grandes poetas y pensadores de aquel momento, repetían con sincera admiración e incansable liturgia la consigna del régimen cubano: “Dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada”. Esto concordaba con la renuncia a todo tipo de cuestionamiento, con la condena del escepticismo como actitud y la prohibición de toda duda con respecto a las verdades oficiales. Estos autores decían sentirse mal por no ser guerrilleros en medio de la lucha armada, pero todos compartían la astuta argumentación del famoso escritor ecuatoriano Jorge Enrique Adoum (1926-2009), quien dijo: “Me consuela, simplemente, decirme que acaso nos está reservada la honrosa tarea que el Che Guevara asignó a Régis Debray: explicarle al mundo el combate de nuestros pueblos”. Así, lejos del campo de batalla y de peligros inmediatos, los intelectuales podían, con la consciencia limpia, consagrarse a la noble y elitaria ocupación de enseñar a los pueblos desde la cátedra o desde los medios de comunicación cuál era el contenido y la meta de la acción revolucionaria. Y, como el mismo Adoum dice, había que explicar al pueblo estas verdades hasta que este último las comprenda y las acepte como propias. Los autores izquierdistas del siglo XX, sin una sola excepción, querían pertenecer a la vanguardia de un partido revolucionario para cargar sobre sus espaldas la pesada cruz de la dirección del movimiento respectivo. A esto no hay mucho que agregar.