Héctor Abad Faciolince - DE LA PAZ TOTAL A LA PELEA PERPETUA

CUANTO MÁS TIEMPO LE DEDIQUE uno a pelear en cualquier actividad (salvo quizá el boxeo o la lucha libre), menos cosas se hacen y más nos distraemos de lo que queremos alcanzar. Si uno concibe la vida como una guerra permanente, como una lucha continua, se vuelve experto en guerrear y nada más. La lucha deja de ser un medio y se convierte en fin. “Un luchador”, dirán en el entierro, y habrá quien aplauda, pero el resumen de la vida serán entonces las luchas, las batallas y no los logros.


No es el cambio, sino la pelea por el cambio. Y como nada cambia, la culpa es de los otros que no nos dejan cambiar. En lugar de cambiar, es decir, en vez de intentar siquiera mejorar las cosas, la vida entera o los cuatro años completos del gobierno se irán en la ira o en la queja por no ser capaces de cambiar ni de mejorar nada. Puesto que lo único que saben organizar bien es la protesta, gobiernan tal como actuaban cuando eran oposición: marchas, consignas, discursos incendiarios. La rabia y el señalamiento contra los demás, pero no la acción ni la responsabilidad por los propios errores.

Lo único que importa es la retórica que se construye a partir de una premisa moral que todo lo justifica, incluso la inacción: somos el gobierno del pueblo y de los pobres. Tenemos un mandato popular que nos hace éticamente superiores, aunque seamos incapaces de hacer nada útil. Lo que importa son las buenas intenciones y en nombre de quiénes hacemos algo (o nada), salvo pelear y protestar porque si no logramos nada, la culpa es de otros. ¿Quiénes son esos otros? Los malos, los ricos, la oligarquía, los medios de comunicación vendidos al capital, los periodistas que serán definidos “mentirosos” si no repiten en coro lo que el gobierno quiere oír.

Es verdad que se proponen reformas, leyes para intentar convertir en estatal todo aquello que gobiernos anteriores habían resuelto poner, al menos en parte, en manos de los privados. El axioma (una convicción religiosa que no se discute) es que lo estatal es lo ético (porque no incluye el negocio ni el interés particular) y lo privado (que deja un margen de ganancia) es lo inmoral. Lo paradójico es que al mismo tiempo que se pide que se le entregue al Estado lo que los privados manejan (una parte de la salud, por ejemplo), salta a la vista la forma ineficiente, caótica, clientelista, en que manejan ese mismo Estado. Si a ese Estado iracundo e incapaz le vamos a entregar los recursos, es natural que la mayor parte de la ciudadanía desconfíe de la entrega de los impuestos a semejante pandilla de incompetentes que también buscan, claro está, los puestos para su clientela y la plata para su repartija personal.

A un Estado como el que este gobierno representa, con altos funcionarios que duran meses, que entrega los cargos de un modo clientelista, que ejerce el poder a los gritos, y cuyos integrantes son ineptos y al mismo tiempo arrogantes, es fácil comprender que no conviene entregarle nada, francamente. Es más, si llegan a ver una empresa pública manejada con rigor técnico y sin politiquería (el ejemplo era EPM), los aliados de este gobierno son quienes se encargan de saquearla, de infiltrarla para convertirla en botín de su clientela voraz, incapaz y corrupta. Esto ha sido Quintero, el Petro de Medellín.

¿Cuándo va a entender Petro que el presidente es él, pero que el presidente de una democracia no es un dictador? ¿Cuándo se dará cuenta de que a él lo eligió el 50,4 % de los votantes, es decir menos del 30 % de la población? Esto quiere decir que no tiene un mandato popular dictatorial, que no puede hacer solamente lo que le dé la bendita gana, sino que tiene que ponerse de acuerdo con los demás. ¿No dijo que quería ser un gobierno de reconciliación, que iba a hacer de Colombia una potencia mundial de la vida? Hasta ahora lo que está consiguiendo es convertirnos en el paraíso de la discordia, el resentimiento y la pelea perpetua.