Fernando Yurman - CAMINATA EN FA MENOR: FANTASMAS DE FANTASMAS

Quizás para humillar el mortífero siglo XX, la nostalgia inventó ese álbum que se llamó la “Belle epoque”, una atmósfera crepuscular para el romanticismo del siglo XIX, y una armonía candorosa para la pausa que precedió la primera guerra. No habría habido esa conflagración si tal armonía no hubiera sido falaz, sin contar que aquel olímpico atardecer cultural ya estaba agrietado por los relámpagos de las vanguardias. No obstante, el ensueño de un tiempo perdido y recuperado, en la literatura y fuera de ella, hizo de esa época un melancólico oasis en la penuria de la historia. El encuentro de Freud y Mahler, una sesión caminada de cuatro horas, en un día de verano de 1910, es una de las joyas deslumbrantes de aquel ámbito mítico. Fue un simple paseo incrustado en las vacaciones de Freud para aliviar psicoanalíticamente la angustia de Mahler, pero las constantes referencias culturales lo convirtieron en un enigma de porcelana, misterio laqueado de cajitas chinas encastradas unas en otras; también podría considerarse como una escena viva y adelantada del Ulises de Joyce, una interioridad moderna exportada fuera de Dublín. Lo cierto es que ambos paseantes, destinados a un friso de su tiempo, fueron comprometidos con sus afinidades y sus diferencias en una larga sesión. La memoria de aquella cita, un palpitante “presente” de aquel pasado, todavía nos concierne. No podemos adivinar la gama de luz y oscuridad silvestres que esfumaban rincones, alturas y lejanías en una calle 1910, tampoco el silencio y los ruidos que rodeaban las voces y su matinal escucha, pero insiste una gran sospecha de su eco. La mescolanza postmoderna de nuestro irreversible siglo XXI hereda todavía la perplejidad de Mahler por los horizontes cruzados del sonido y la curiosidad de Freud por un más allá del más acá. Ambos bebieron desde una misma extrañeza originaria.

Gustav Mahler había revolucionado la música, era admirado por genios y vanguardias, pero ferozmente criticado por voceros conservadores y antisemitas, y la plena aceptación habría de llegar muchas décadas después de su muerte. Sigmund Freud había trastornado casi todas las nociones que definían lo humano, desde la conciencia a la sexualidad, pero estaba marginado de la ciencia, solo alentado por artistas y pensadores de vanguardia; el psicoanálisis era la biblia de los impíos. La generosa tolerancia folclórica de Herder era una inspiración, la nueva ciudadanía ilustrada era otra. En su refinada música, Mahler incorporó romanzas, baladas, los aires populares del imperio, por el contrario, Freud aspiraba a una cultura rigurosamente cosmopolita, universal y clásica. Los dos eran judíos, pero Mahler pagó con su conversión la entrada en los círculos áulicos de la Opera de Viena, mientras que Freud reivindicó siempre su identidad. El primero representaba lo que la sociología de la asimilación llamaba “judíos de excepción”, aquellos que podían ser sumados a los gentiles siempre que no se mostrasen demasiado judíos. Freud vivía entre judíos (excepto Jung, que renunciaría en ese 1910, todos sus discípulos lo eran) pero no preservaba el judaísmo en sentido religioso o social; mantenía “La judeidad”, atmósfera en idish con que Hanna Arendt definía las costumbres y valores judíos. También había otras diferencias: Freud tenía reservas con la música, las que usualmente padecen los pensadores concentrados en el concepto, y especialmente las que derivaban de su trabajo con las pulsiones a través de la palabra. Desconfianza al influjo musical que atraviesa sin aviso, invade y transfigura las capas del psiquismo. Mahler apostaba a la verdad de la música, y tratar de unirla fluidamente con el drama había sido uno de sus ideales creativos.

Fue una sesión psicoanalítica sin diván, una conversada caminata por la calles, plazas y avenidas de la calmada ciudad holandesa de Leyden, donde Freud había fijado el encuentro sin anticipar las volutas históricas que desprendería el empedrado. Traducido al alemán, Leyden significa “sufrimiento”; la elección de Freud fue atinada, el recorrido tenía resonancia en la ciudad interior que traía Mahler, un duelo multitudinario y disperso que lo agobiaba sin freno. Ocho de sus hermanos habían muerto en su infancia, el último por suicidio; a ese paisaje sepulcral se había incorporado poco antes su pequeña hija desde la dura agonía de una difteria; luego Alma, su esposa, perdió un nuevo embarazo que podría haber reparado esa pérdida; la crónica sombría emergió al promediar la caminata, porque la consulta inicial era por la angustia de perder a Alma (veinte años menor) en brazos de un reciente y joven amante. Celos, posesividad, culpa, atravesaban esta angustia abismal, que no podía entenderse sin las capas acumuladas de pérdida previa. Las intervenciones de Freud, en lo poco que se sabe, habrían procurado aliviar a Mahler los celos y enfatizar que su esposa se interesaba en él, no a pesar de la diferencia de edad sino por eso mismo, ya que le recordaba a su amado padre. También trató la fijación de Mahler con su propia madre, una sufrida mujer a la que deseaba que su esposa se pareciese; revisó algunas escenas traumáticas de la infancia que ligaban la música a la violencia de los padres. Como fondo general, había empleado una explicación edípica del caso, figura tan vulgarizada por la información contemporánea que hoy parece un tema banal de revista de domingo, pero entonces conservaba un gran impacto intelectual y emocional.

Probablemente, un terapeuta actual consideraría la pérdida de Alma como una grave lesión narcisista que no podía compensarse sino mediante el amante, pero no dejaría de considerar a Gustav bajo un proceso de duelo. Quizás haría lo mismo que hizo Freud, organizar un sentido de la pérdida que disminuyese el carácter tormentoso del duelo y permitiese su elaboración. Para ello, Freud hizo del relato de Mahler una historia, le dio un significado mayor. Debemos a Oscar Wilde una definición memorable: la música es lo que permite tener historia incluso a los que no la tienen. En este caso Freud entregó la melodía: la intervención psicoanalítica, como la música, se desliza sobre tiempo, es un ordenador del tiempo, y convirtió en narración la angustia de Mahler. Para decirlo en registro musical: le puso letra a Mahler. Contrapunto a lo que hizo Mahler con la ópera, porque la ópera procura esa fusión de sonido e historia, de palabra y música, o dicho en lenguaje de Freud, de significado y pulsión. Pese a su temor, que describió “como sacar una viga mayor de un edificio desconocido”, Freud compuso al compositor en esa soleada caminata de cuatro horas donde intercambiaron palabras. En aquel vasto silencio que no presagiaba el inminente estruendo de la civilización, logró estabilizar con una historia el poderoso tormento del duelo. El gran poeta suizo Robert Walser decía “siempre que no escucho música siento que me falta algo, pero cuando escucho música sé concretamente cómo es que me falta algo”. Eso es lo que procuró Freud, aunque sin música, cernir esa falta, darle una geografía a la pérdida para que Mahler supiera más lo que le faltaba, de modo que esa inquietud difusa y dolorosa pudiera rodear un objeto perdido. La diferencia inicial entre el psicoanalista y el compositor, que era de palabra y emoción, de semántica y sonido, fue sobre algo que ambos sabían tejer.

El clima de muerte siguió insidiosamente a Alma Mahler luego del fallecimiento del músico ( a un año de la legendaria sesión a pie). Ella retomo la relación con Walter Gropius, se casó y tuvo una hija que murió en la adolescencia, tuvo un hijo con Franz Werfel que también murió muy pequeño. Viene al caso recordar que el director Daniel Barenboim observaba que la música ocurre entre silencios, como la vida: un silencio antes de nacer y otro después de morir; sucede entre dos muertes. Dicha semblanza hubiera podido ser suspirada en algún instante por aquellos dos paseantes que tejían un duelo en Leyden.

Esa caminata sigue sucediendo hoy como la rememoración de una cultura reflexiva, que todavía caminaba y escuchaba. Contrasta con la actual intolerancia para la espera, la pausa y la incertidumbre. Quizás por esa lenta morosidad, el cine la había eludido casi siempre, pero logró una extraordinaria aproximación por la fineza de Visconti y luego por la creatividad de Ken Russell. Sin ese cuidado, en ocasión del aniversario de Mahler, fue retomada por Percy y Felix Adlon, con el expeditivo título de “Mahler en diván”. Este director ya había perpetrado otro film exótico y romántico en “Café Bagdad”, cuando hizo fumigar un intenso realismo mágico sobre el desierto que había prestigiado Win Wenders en “Paris Texas”. Esa vez la realidad ofreció gran resistencia al guion porque fue sólo una caminata de cuatro horas la de Freud y Mahler, y de una profundidad difícil de traducir a un cine de comida rápida. Pese a todo, como no se podía desperdiciar la promesa escenográfica de la Belle epoque, le instalaron un diván a la historia, alargaron la sesión a días, impusieron una hipnosis, escenas eróticas, símbolos dorados ( ¿no estaba también Klimt por ahí ? ), pero no lograron sepultar aquella gloriosa caminata. Visconti había sido prudente, delicado, sabía que esos temas se deben presentir, que hay una riqueza mayor en respetarlos con distancia. En una de las últimas apariciones de este gran fantasma del siglo XX, Tom Field encontró en Cate Blanchet la figura de Tar, una directora imaginaria que representaría la iconografía que suele tener la cultura de masas sobre la alta cultura, incluyendo la admiración por el mismo refinamiento que la excluye. La personificación, exaltada hasta la caricatura, de la pasión por dirigir y mover música que había perfeccionado Mahler, el aluvión de citas literarias e históricas para la más formal y lacónica de las artes, procuraba una idealización abrumadora del músico como el dios creador renacentista. La minuciosa documentación de originalidad e impostura, entorpecía con paradojas la simultanea justificación y cuestionamiento de la contemporánea cultura de cancelación. El film se afanaba en muchas direcciones. El director de la película y el director “imaginario” de la orquesta se habían solapado en la misma grandiosidad imaginaria que hacía virar en redondo toda la nave. Involuntariamente, mostraba que en el mestizaje de la alta cultura y la de masas, que una vez atisbó Gustav Mahler, y el siglo XXI festeja, nacen bastardos irrelevantes más que herederos promisorios. Algo genuino muere en esa cruza de máscaras. La música no debería confrontarse, ni precisarla con definiciones, hay que tratarla con indirecta delicadeza, en escorzo, como probablemente hizo Freud en Leyden.

La cultura de la cancelación, ese “talibanismo” de Occidente, tiene una gran afinidad pasional con la destrucción de los Budas en Afganistán, pero suele carcomerlo saludablemente su ridiculez. Para mi se ha convertido en un ejercicio humorístico desde que supe del cuestionamiento de “ Las aventuras Huckleberry Finn” por el léxico del anacrónico Mark Twain que llamaba “ negro Jim” a su personaje en vez de “afroamericano Jim” u “Hombre de color Jim”, y las hipotéticas reflexiones por el uso del color segregado en el tenebroso cisne de Tchaikovski, en el étnico Otelo del masculino blanco Shakespeare, sin contar las muchas alusiones intolerantes de “Las mil y una noches” sobre la idiosincrasia cultural. TAR podía haber sido una comedia, como la lograda involuntariamente por una serie de Netflix que presenta a Cleopatra como precursora femenina del Tercer Mundo. Más educado y exigido, este filme que espera "oscarizarse" no logró abandonar la seriedad y suficiencia de su propio personaje, y terminó en confuso reclamo sin humor ni convicción.