Fernando Mires - LA COCINERA DE LENIN

 


Nota: este texto es un fragmento de mi libro Introducción a la Política, Buenos Aires 2004

Fue Lenin, en uno de sus muy escasos arranques utópicos quien escribió que durante el comunismo una cocinera deberá estar en condiciones de administrar los problemas más complicados del Estado (Lenin, 1960, 2, p. 373). De acuerdo con esa utopía, destruía Lenin nada menos que el límite que da sentido y razón a la existencia política. No hay nada más privado ni más doméstico, en un hogar, que la cocina. Naturalmente, quizás llegará el día en que una cocinera estará en condiciones de administrar los asuntos más políticos del Estado. Pero –y eso es lo importante– no como cocinera sino como política, o si se prefiere, como alguien que a la digna profesión de cocinera ha agregado otra, la profesión política, pero sin confundir la una con la otra. Si hay médicos, abogados, sociólogos, obreros, actores, y hasta curas que se han convertido en brillantes políticos, no hay ningún argumento en contra de la posibilidad de que una cocinera (o una peluquera, o una modista) no pueda hacerlo. En algunos países democráticos, aun sin haber alcanzado el comunismo, eso es ya hoy perfectamente posible. Lo imposible es convertir la política en un estofado (aunque debo confesar que ha habido políticos que han estado a punto de hacerlo); o un sabroso postre en un producto político.

Fue el mismo Lenin quien en el menos utópico de todos sus trabajos, en su famoso ¿Qué hacer? (Lenin, [1903], 1, 1960), llegó a establecer el verdadero sentido autonómico de lo político como esfera de acción esencialmente diferente a la económica o doméstica. No deja de ser curioso, sin embargo, que ese texto, en donde se encuentran las opiniones más prácticas de Lenin, haya sido combatido no sólo por sus enemigos “de clase” sino, desde los tiempos de Rosa Luxemburgo, por gran parte de la izquierda europea denominada a sí misma democrática o no dogmática. En ese texto, y con extraordinaria sinceridad, afirmaba Lenin que la clase obrera, de por sí, es incapaz de generar una conciencia política revolucionaria; en el mejor de los casos sólo puede generar una conciencia “tradeunionista” (economicista) de tal modo que ésta, la conciencia revolucionaria, debe provenir, no desde el interior sino desde el exterior de “la clase”, por medio de revolucionarios profesionales, organizados, políticamente, en un Partido. Los enemigos de Lenin, en particular los socialdemócratas alemanes, vieron, y con razón, que el agudo Lenin quebraba con esa tesis el sacrosanto dogma relativo a la condición inmanentemente revolucionaria del proletariado; es decir, que Lenin, quizás sin proponérselo y, por supuesto, sin decirlo, se estaba despidiendo, y de un solo plumazo, del marxismo. Estaba, en buenas cuentas, diciendo “adiós al proletariado” muchos años antes de que lo hiciera André Gorz (1980).

Efectivamente, los representantes del marxismo, hasta Lenin por lo menos, en una disposición abiertamente antipolítica, habían suprimido el espacio de lo político, identificándolo con el espacio de las reivindicaciones sociales y económicas de la “clase”, ya fuera en el estilo “reformista” de Kautsky, ya fuera en el estilo “revolucionarista” de Luxemburgo. Lenin, por el contrario, reconocía que tales reivindicaciones, siendo muy importantes, no podían –en esa forma no política– tener representación y acceso al espacio político, sino que debían ser políticamente reformuladas, es decir sustituidas por la actividad de políticos revolucionarios profesionales. Por cierto, no se trataba de los políticos profesionales de Weber (que en primer lugar dependen del Estado) sino de políticos profesionales que dependían de una empresa privada y anónima, que eso era, en ese tiempo, el bolchevismo. Desde esos días comenzó a circular el término “sustituismo”, que en el marxismo occidental tuvo siempre una connotación altamente peyorativa. Lo que nunca entendieron los enemigos del “sustituismo” es que la política, para ser política, siempre tiene que ser sustitutiva. Sustitutiva en el sentido de que un interés económico, así como una pasión, o un sentimiento, o una emoción no pueden presentarse en esa forma “cruda” en el espacio político, sino que tiene que ser puesto en forma política, y por cierto, por personas –en este caso los bolcheviques de Lenin– que dominen el lenguaje antagonista y polémico de lo político.

Las posiciones “sustituistas” de Lenin han sido incluso presentadas por sus enemigos de izquierda como antecesoras de la dictadura del partido en la URSS. Probablemente, en muchos puntos, el leninismo es el antecesor directo y natural del estalinismo; y el autor de estas líneas no siente ningún deseo de seguir quebrando lanzas a favor de Lenin. Pero, en ese punto, al menos –hay que ser honestos– no lo fue. Porque en la práctica, Stalin no llevó a cabo ningún acto político de sustitución. Stalin no sustituyó ninguna clase por un partido o por un Estado. Para eso habría requerido de la existencia de un espacio político donde realizar el acto de sustitución. Por el contrario, Stalin destruyó definitivamente el espacio político donde podían tener lugar los actos sustitutivos que requiere siempre la representación política. Si de parte de Stalin hubo sustitución, fue exactamente en el sentido inverso al propuesto por Lenin. En lugar de sustituir lo económico por lo político, sustituyó lo político por lo económico en aras de “la revolución industrial en un solo país” (Mires, 1984). El estalinismo radicalizó los postulados liberales y socialdemócratas que neutralizaban lo político en aras del desarrollo técnico e industrial. Pero Stalin no sólo neutralizó (o sustituyó) la política, sino que la destruyó, y con tanta consecuencia y radicalidad que aún hoy, años después del fin del comunismo, no puede reaparecer sobre la pobre Rusia algo que se parezca un poco a lo que debe ser la política. En ese sentido, Stalin fue consecuentemente marxista, tanto o más que Lenin. Asumiendo la representación oficial de la violencia, aquella partera de la historia de Marx dio a luz al totalitarismo soviético, que junto con el fascismo, es la más antipolítica de las monstruosidades que ha producido la humanidad en su historia. No habiendo espacio político de sustitución, el Estado polí-tico –para usar la terminología de Schmitt– no podía sino convertirse en un Estado económico. Y como lo económico sustituyó a lo polí-tico, la economía del régimen debería ser, en primera instancia, poli-cial.

Alguien tan insospechadamente leninista como Hannah Arendt postuló también –por supuesto con otra terminología– que una de las razones que llevaron al marxismo a constituirse en una de las ideologías más antipolíticas de nuestro tiempo, reside en su herencia jacobina que le lleva a identificar la cuestión de las libertades políticas con la cuestión social en general.

La particularidad de la revolución norteamericana, a diferencia de la francesa y de la rusa después, reside en el carácter exclusivamente político de la primera, mientras que las dos últimas, obcecadas en resolver la cuestión política mediante el mecanismo de la cuestión social, es decir, mediante la redención económica de las clases oprimidas, lleva a una confusión que ha resultado fatal para el desarrollo político de la modernidad.

En el hecho, la “cuestión social” y la revolución política son dos procesos diferentes que pueden coincidir pero que no pueden ser asimilados el uno, automáticamente, en el otro (Arendt, 1974).

No obstante, si bien no hay revolución social que haya abierto espacios para las libertades políticas, las revoluciones políticas, vale decir, aquellas que se libran en nombre de la libertad en contra de despotías, tiranías o dictaduras, han abierto por lo menos la posibilidad de que la cuestión social pueda ser llevada a la superficie política y que ahí sea tematizada, problematizada y discutida. Porque, como bien decía Arendt, no se puede luchar por reivindicaciones sociales sin libertad de expresión (Arendt, 2000, p. 248). La libertad de expresión es resultado de las revoluciones políticas y es además condición de transformaciones sociales. Cito a continuación un párrafo de Arendt, en donde explica, con detalle, el sentido que ella confería a la libertad de expresión: “Bajo libertad de expresión yo entiendo no sólo el derecho de expresarme libremente de modo privado, sin ser espiado por un gobierno (que es, como ustedes saben, la regla en todos los países comunistas); ese derecho pertenece más bien a las libertades negativas de la protección normal frente al poder público. Libertad de expresión implica el derecho a hablar públicamente y ser escuchada, y en tanto la razón humana no sea infalible, será esa libertad el fundamento de la libertad de pensamiento. Libertad de pensamiento sin libertad de palabra es una ilusión. Libertad de asociación sin libertad de expresión es además el fundamento para la libertad de acción, que ningún ser humano, por sí solo, puede realizar” (ibíd., p. 248).

La libertad de la expresión, es decir, el derecho a hablar públicamente y ser escuchado, en forma oral o por escrito, es una de las condiciones que garantiza la lucha por otras libertades. Se incluye dentro de ese derecho, naturalmente, no sólo el de la palabra sino también el del silencio. Sólo allí, donde existe derecho a la palabra, tenemos también derecho a callar. El derecho a la palabra, sin su contrapartida, el del silencio, deja de ser derecho y se transforma en obligación. A la inversa también. Un sistema que te obliga siempre a pronunciarte, a hablar sin cesar, es tan infame como el que te obliga a callar. Pero para tener derecho al silencio hay que poseer, primero, el derecho a la palabra. El silencio es, si así se quiere, un resultado de la palabra. Para que las palabras callen, necesitamos que existan.

Nótese entonces cuáles son las razones por las que Hannah Arendt pone en primera línea a la palabra sobre el pensamiento y la acción. Porque un pensamiento que no puede ser hablado no tiene sentido. Porque lo que se habla o escribe es condición para la acción política. Porque esa libertad, esencialmente política, es la base sobre la cual pueden ser libradas otras múltiples luchas a las que pertenecen la cuestión social y hoy otras cuestiones, como la nacional, la de comunidad, la ecológica y, no por último, la de género. En breve, para Arendt, al igual que para Hobbes, la libertad de expresión –en lugar de producir anarquía, como siempre imaginan esos enemigos declarados de la palabra del otro que son los dictadores–, jerarquiza, organiza y politiza la realidad en la cual vivimos. Mediante la palabra política introducimos finitud allí donde sin ella sólo existiría una aterradora infinitud.

Gracias a la libertad de palabra accedemos a la limitación de una realidad que si no es hablada o escrita puede remultiplicarse indefinidamente al interior de la mente de cada uno en imágenes y asociaciones que no tienen más límites que la fantasía de cada cual. Por medio de la libertad de expresión es, en cambio, si no reprimida, por lo menos regulada la anarquía imaginativa de cada ser humano. Ese sin fin del desborde imaginativo adquiere así límites semánticos colectivamente regulados y el pensamiento, a su vez, adquiere contornos y por lo mismo, tiempo o historicidad. No se puede decir todo lo que se quiere a la vez, ni en privado ni en público. Por eso cada palabra busca su tiempo de expresión sobre el vacío de indecibilidad que la rodea. De este modo las palabras estructuran y jerarquizan el tiempo en que vivimos. Esa relación estrechísima entre expresión palábrica, temporalidad, y política, ya en su tiempo la había descubierto Hobbes, a quien Arendt sigue en muchos aspectos. Para Hobbes, la función principal del lenguaje era transmitir en palabras –“o en serie de palabras”– “secuencias de pensamientos” a fin de que se cumplan dos objetivos: el primero, inscribir los pensamientos, para volver a recordarlos, gracias a la ayuda de nuestra memoria. Ese es un objetivo histórico narrativo sin el cual nadie sabría de dónde viene ni hacia adónde va, y la propia actividad política, donde el presente se confunde con el pasado o, como ocurrió muchas veces durante el siglo XX, con un imaginado futuro, sería una imposibilidad total. El segundo objetivo, según Hobbes, es organizar el orden y los contextos entre diversas personas que hablan el mismo lenguaje, de modo que cada uno pueda representar ante el otro sus conceptos, pensamientos, deseos, preocupaciones. “En ese sentido –agrega Hobbes– las palabras serán denominadas signos” (Hobbes, 2000, p. 26). No sería pues mala idea que los semiólogos que hoy se imaginan que han inventado una ciencia nueva se tomaran la molestia de leer a Hobbes quien en 1651 ya decía cosas que hoy se dicen. Arendt, por lo menos, se tomó esa molestia (aunque no es molestia; en verdad, es un placer leer a Hobbes).

La lucha por las necesidades, en otros términos, no lleva a solucionar el problema de las libertades. Pero sí la lucha por la libertad, que es, en primer orden, libertad de expresión, de palabra y de silencio, es decir, libertad del discurso, es condición para politizar el tema de las necesidades. Pero, entiéndase bien, para politizar; no para solucionar automáticamente. Hay que escuchar, en ese punto, la voz inteligentemente pesimista de Hannah Arendt: “Es muy importante no pasar por alto que la miseria no puede ser derrotada por medios políticos, que todos los testimonios de revoluciones pretéritas –si hemos aprendido a leer bien de ellas– prueban más allá de toda duda que cada intento de solucionar la cuestión social mediante medios políticos, lleva al terror y que el terror es aquello que lleva a las revoluciones al colapso” (ibíd, p. 249).

Recuerdo en este momento una alocución del ex presidente argentino Alfonsín, quien restableció las libertades políticas en su país después de un largo tiempo de luctuosa opresión militar. Alfonsín dijo, en una ocasión, que él fue elegido presidente por la mayoría de los argentinos para restaurar la democracia, hecho que evidentemente cumplió. Pero que se le quería destituir porque no había solucionado los problemas sociales del país, hecho para el cual no fue elegido. Efectivamente, los argentinos de ese tiempo padecían la pavorosa confusión que prima desde los tiempos jacobinos, herederos al fin del fenómeno industrial europeo, a saber: que la libertad se deduce automáticamente del reino de la necesidad, mundo doméstico y productivo, y –por ser productivo– destructivo, que se rige por reglas completamente diferentes al de la vida política donde, por encima de la igualdad reina sólo el poder de la palabra sin cuya expresión la propia palabra necesidad no existiría.

Sin palabra no hay política. Sin palabra, las necesidades no pueden ser expresadas. La libertad de palabra es condición (para hablar y para callar) de la igualdad (y de la desigualdad). A la inversa, no ocurre lo mismo. Quiere decir: la cocinera de Lenin, mientras no pueda expresar libremente su opinión, ha de seguir, lamentablemente, en la cocina. Porque la mejor cocinera del mundo no podrá jamás regir los destinos de un Estado, si ese Estado no la deja hablar. Por ahí debería haber empezado Lenin. Pero, a la inversa, si la libertad de opinión existe, y esa es la más política de todas las libertades –diríase, la libertad política por excelencia– no sólo la cocinera de Lenin sino, además, todos los pobres del mundo podrán tener acceso a la política, aunque sea para destituir a quienes a veces tan mal nos representan.