Érase una vez un desgraciado país, violentado por ocho siglos de guerra entre dos maneras de entender a Dios —a mi entender, venció la menos mala—. Una tierra ingrata regada con sudor y sangre, poblada por infelices sometidos a reyes, curas, espadones y sinvergüenzas. Una nación que hizo cosas portentosas para destruirlas después, costumbre secular aquí, donde la envidia siempre fue pecado nacional y donde el rencor, tóxico destilado de siglos, envenenó cualquier intento hecho por hombres y mujeres buenos que acabaron, como no podía ser de otro modo, en el cadalso, la cuneta, la tapia del cementerio o el exilio. Este lugar donde, como escribió Julio Camba, el anhelo de un español no es conseguir un coche como el de su vecino, sino que su vecino no tenga coche.
Estoy cansado, oigan. Muy cansado. El tiempo me ha hecho llegar a ciertas conclusiones poco agradables. Una es la inutilidad del esfuerzo; y no hablo de mí, sino de gente mejor que yo. Si repasan las hemerotecas, verán que unos pocos periodistas y escritores contaron en sus páginas y artículos lo que pasaba e iba a pasar. Hicieron de Laocoontes y Casandras, labor ingrata que nunca sirve para prevenir nada —la gente adora los Titanic aunque se incline la cubierta, sobre todo si oye tocar a la orquesta—, pero sí para ganarse innumerables enemigos. Sin embargo, muchas de aquellas sombrías predicciones se han cumplido. No porque quienes las hacían fueran genios de la anticipación, sino porque era evidente que iba a ocurrir así, y no de otra forma. Y ahora, para justificar su infame gestión, para eludir la responsabilidad, para ponerse de perfil ante la contaminación, desprestigio o demolición de las instituciones y estructuras que hacen posible un Estado, la sucia clase política, liberada al fin de la necesidad elemental de guardar una mínima compostura, nos aturde con un populismo y una demagogia que insultan la inteligencia, desentierran fantasmas olvidados y los agitan sin pudor, olvidando —o ignorando, iletrados como son— que todo eso ya ocurrió muchas veces en nuestra historia y nos llevó a lugares oscuros. A navajeo entre vecinos y hermanos. A bien nutridas fosas comunes.
Rencor, es la palabra. En España, por razones históricas, sociales, culturales, no hace falta demasiado estímulo para resucitar, o utilizar, el viejo e indestructible rencor nacional: el nosotros y ellos, conmigo o contra mí. El no reconocer una virtud en el bando adversario ni un defecto en el propio. Y ese rencor, manipulado por quienes en su limitación intelectual, cobardía o vileza no disponen de otras herramientas, infecta las redes sociales, el periodismo, la vida. Y un público cada vez menos dispuesto a identificar la manipulación y la mentira compra gozoso, sin cuestionarlo, el dudoso producto que esa chusma pregona como si se tratara de crecepelo, recetas milagrosas o muñecas de tómbola.
¿De verdad quieren que emplee los años que me quedan en escribir sobre eso y la gentuza que lo hace posible?… Pues disculpen si no lo hago más a menudo. Es natural que de vez en cuando se me suba la pólvora al campanario, pero prefiero dedicar esta página a otras cosas. A buscar y describir, por ejemplo, pequeños reductos defensivos donde aún sea posible atrincherarse para seguir respetando, aunque se ponga muy cuesta arriba, esta triste España en que vivimos, tan incapaz de respetarse a sí misma. Quisiera mantenerme ajeno, en lo posible, a lo que un periódico republicano, en plena Guerra Civil y refiriéndose al bando propio, definió hace casi un siglo con un lúcido titular en primera página: Cuánto cuento y cuánta mierda. (Zenda)