Cuando en medio de la guerra de invasión de Rusia a Ucrania, el canciller alemán Olaf Scholz visitó Brasil (30.01.2023) e intentó convencer al flamante presidente Lula de que, como representante de un país occidental, alineara a Brasil en la lucha mundial en contra del imperialismo ruso, logró al menos desactivar las opiniones en contra de Zelenski emitidas anteriormente por el populista presidente brasilero.
Lula reconoció que Ucrania era una víctima y Rusia un hechor. Pero a la vez negó cualquier tipo de alianza, política o militar, con el bloque euro-occidental. Para fundamentar su posición, anticipó una noticia: la constitución de un “Club de la Paz” que en principio incluiría a China y a India, dos países que en la arena mundial han estado situados hasta ahora más cerca de Rusia que del bloque democrático anti-Putin. “Solo le faltó incluir a Corea del Norte”, escribió un tuitero. “O a Irán”, respondió otro.
Al nombrar Lula a China, quienes entienden los tejemanejes que circundan en las escenas internacionales captaron rápidamente que la idea del “Club de la Paz” no era de Lula sino de Xi Jinping. Como es tradición, los gobernantes latinoamericanos, con muy pocas excepciones, entienden por política internacional solo las relaciones clientelísticas con grandes potencias. En este caso Lula habló más bien como socio accionario de una empresa económica mundial llamada China. De ahí que los que escuchamos a Lula no nos sorprendimos cuando en la Asamblea General de las Naciones Unidas (22.02.2023) el ministro del exterior de China, Wang Yi, revelara explícitamente la autoría china del “Club de la Paz” .
Por supuesto, no debemos creer que Xi Jinping se ha convertido en un ángel de la paz. Por de pronto, está muy lejos de ser un enemigo declarado de la Rusia de Putin. No podemos olvidar que, además, comparte con el genocida ruso una tesis viejísima: la de la creación de un nuevo orden económico y político mundial de carácter anti-occidental. Tesis que ambos sacaron del baúl de los recuerdos en el ya legendario encuentro del Estadio Olímpico de Bejing, poco antes de la invasión a Ucrania (04.02.2022)
De tal modo que cuando llegue el momento de analizar “la propuesta de la paz china” debemos antes que nada recordar la estrategia general que persiguen Xi y su partido al entrometerse como pacifista en la cuestión ucraniana. Y bien, esa estrategia no es otra que desplazar a los EE UU como primera potencia mundial, en el área económica (lo que ha logrado ocasionalmente) y, si es posible, en el área militar. “Desplazar”, repetimos el verbo.
El verbo desplazar no quiere decir eliminar, sino simplemente conquistar la primacía para, en algún momento, dictar las reglas del orden económico y político mundial. Caminando en dirección a esa meta, China requiere ampliar sus zonas de influencia más allá de la pura economía, consolidando posiciones entre sub-potencias económicas regionales: Brasil, India, Sudáfrica, Irán, Egipto, así como en los acaudalados reductos petroleros islámicos. Y, por supuesto, aunque solo como una fuerza más, o como un par entre primus, Rusia.
A la mirada escrutadora de Xi no debe haber escapado el hecho de que si bien en las Naciones Unidas, de las nuevamente 141 naciones que condenaron la invasión rusa a Ucrania, solo 33 estuvieron de acuerdo en aplicar sanciones a Rusia (23.02.2023). Un mensaje clarísimo que más o menos dice así: “condenar la invasión de Rusia a Ucrania no significa alinearnos a favor de Occidente”.
Mirando el globo desde esa perspectiva, el “Club de la Paz” no pasaría de ser para Xi un peldaño en una larga escalera geopolítica. En cierto modo un regalo del cielo que el inteligente jerarca chino va a tratar de capitalizar del mejor modo posible. Para eso debe dejar de ser espectador de la guerra e intentar convertirse en mediador en el árido camino hacia la paz, atrayendo con esa opción a una multitud de países que, si bien se pronuncian en contra de la invasión de Putin, siguen viendo en los EE UU. un imperialismo agresivo y en la OTAN -y por ende, en las naciones europeas que la conforman- un instrumento militar del que se sirven los americanos a gusto y antojo.
Sin embargo, a China tampoco conviene que Putin gane la guerra en términos absolutos. Probablemente a Xi no gustaría ver emerger a un Putin vencedor, una suerte de Pedro el Grande atómico, en condiciones de apoderarse a mano armada de naciones que ya son clientes de China, como las del Caucaso y Asia Central. No obstante – y este es un juego de paradojas- a China tampoco interesa que Rusia pierda totalmente la guerra, de ahí que va a ayudar a Rusia para que logre ese difícil objetivo llamado Ucrania, siempre y cuando sea el último y no el primero de una escalada, como seguramente piensa Putin. En verdad, lo que más interesaría a China es que la guerra de Rusia a Ucrania no termine nunca. Pero eso no es posible.
Más allá de que Rusia gane o pierda, lo decisivo para Xi es lo que probablemente ocurrirá, a saber, que Rusia salga de la guerra contra Ucrania, gastada, cansada, empobrecida, reducida militarmente, y sobre todo, tan desprestigiada en la arena internacional, que ningún gobernante (aparte de uno u otro latinoamericano o africano) quiera codearse con Putin o con quien lo suceda. Bajo esas condiciones, Xi podría prestar ayuda a Rusia, incluirla como actor secundario en su bloque mundial, y luego convertirla en lo lo que ya anuncia ser: una inmensa Corea del Norte. O en otra variante: un sub-imperio regional al servicio del imperio chino como lo viera una vez, antes de tiempo, Obama. En otras palabras, a Xi no le vendría mal que Occidente haga el trabajo sucio de demoler a Rusia, pero sin vencerla del todo, como efectivamente puede acontecer.
Si la estrategia China se acerca medianamente a la aquí esbozada, tendríamos que concluir en que no es demasiado nueva. En el hecho tiene un origen que probablemente Xi Jinping no niega. Un origen, digamos bien claro, maoísta.
Para pulir esta afirmación que a más de alguien podría sorprender, no debemos olvidar que uno de los objetivos históricos que trazó Mao Zedong fue formar un bloque de naciones “no alineadas” ni con Rusia ni con los EE UU. China, según Zedong, debería erigirse como líder de las naciones pobres del mundo en contra del imperialismo norteamericano y del “social-imperialismo ruso” a la vez.
En sentido estricto la tesis del bloque de “los no alineados” proviene, antes de Mao, de Lenin, o dicho mejor: de las resoluciones dictadas por Lenin en el cuarto congreso de la Komintern que tuvo lugar el año 1922.
Hacia los años veinte Lenin ya había renunciado a esperar que en Europa, sobre todo en Alemania, estallara la revolución socialista dentro de la cual había inscrito de modo anticipado a Rusia. Precisamente aguardando ese acontecimiento que nunca ocurrió, había otorgado a la revolución rusa el carácter de una revolución democrática, pero no socialista, como hizo Trotzki. Rusia, debería pasar, según sus escritos, por un pasadizo pre-socialista, bajo la égida de un capitalismo de estado controlado por el Partido, en nombre del proletariado pero sin el proletariado (que apenas existía). Ya hacia el año 2022, la teoría de la revolución ininterrumpida de Lenin, o permanente, según Trotzki, dio paso a la consigna de Lenin, ¡hacia el Oriente! La marcha hacia el Oriente sería dirigida no por Lenin sino por Stalin, quien en nombre del comunismo del futuro, reconstruiría el imperio zarista del pasado (por eso mismo Putin lo idolatra) volviendo a rusificar naciones y regiones a las que Lenin había otorgado autonomía. Entre ellas, Ucrania.
Bajo Stalin, Rusia sería convertida en un imperio colonial semejante a un edificio de cuatro pisos. En el primero, la Rusia “clásica”. En el segundo las naciones anexadas del Caucaso y Europa Central. En el tercero, después de la segunda guerra mundial, gran parte de Europa del Este (su objetivo era extenderse, además, hacia Europa del Sur, sobre todo a España, Portugal, Italia, Grecia, pero la fundación de “la maldita OTAN” (1949), frenó definitivamente a Stalin). En el cuarto piso, las naciones “socialistas” clientes del espacio islámico, entre ellas, Egipto, Siria, Irak, Libia.
La política anexionista de Moscú continuó durante los primeros años del periodo Jruschev. El último huésped fue Cuba, desdichada isla a la que Jruschev intentó convertir en base militar atómica. Fue también durante Jruschev cuando los comunistas rusos entendieron que ya no podían seguir avanzando. Por eso mismo, la política de anexión imperial pasó a ser sustituida por la “coexistencia pacífica entre dos bloques antagónicos”. Fue también en ese momento cuando la China de Mao Zedong se sintió abandonada por la URSS.
Mientras que para Jruschev la política de expansión del “socialismo” había terminado, para Mao estaba recién comenzando, sobre todo en los países ex coloniales dependientes de Estados Unidos y Europa ("las aldeas que rodean a las ciudades”, en jerga maoísta). Mao, a fin de dar forma teórica a la nueva estrategia, inventó la tesis de los Tres Mundos. De acuerdo a su lineamiento, los enemigos históricos pasaron a ser para Mao, convertido por decisión propia en líder del Tercer Mundo, el imperialismo norteamericano y “el social-imperialismo ruso”. Más todavía, este último fue etiquetado por Mao como enemigo principal y los EE UU como enemigo secundario. Ese fue también el momento glorioso de Kissinger.
Bebiendo sendas tacitas de té, Kissinger y Mao acordaron expulsar a los rusos del sudeste asiático, siendo entregados Vietnam, Camboya y Laos a la zona de influencia china inmediatamente después que las tropas norteamericanas fueran retiradas de la región. No obstante, nunca Mao abandonaría su proyecto central: el de convertir a China en la nación conductora del Tercer Mundo. Y bien, ese es el proyecto que al parecer intenta retomar, después de mucho tiempo y bajo otras condiciones, Xi Jinping (para la filosofía confuciana los siglos son minutos de la historia).
Rusia y los EE UU comenzaron a ser desplazados del sudeste asiático. La del Vietnam significó no solo una derrota para los EE UU, sino también para Rusia frente a China. El trío hegemónico mundial se convertirá en dúo y la verdadera confrontación, la final del mundial de ese campeonato económico y militar en que está convertida la historia universal, será dirimida entre dos bloques: el que hegemonizan los EE UU, formado por naciones democráticas y el que hegemoniza China, formada por naciones predominantemente autocráticas. De ahí que la contradicción señalada por Biden – entre democracias y autocracias- puede ser incompleta, pero no es políticamente incorrecta.
Las revoluciones democráticas en Europa del Este –para Putin la mayor desgracia geopolítica del siglo XX- tienen como antecedente inmediato la derrota geopolítica infligida a Rusia por China en el sudeste asiático. Con la hegemonía sudasiática ejercida por China, terminaría el proyecto mundialista de Rusia y comenzaría el de China. Los acontecimientos de 1989-1990 en Europa del Este sellarían la inapelable derrota del imperio soviético, derrota que había comenzado a gestarse en las conversaciones Mao-Kissinger.
Resumamos: Lenin vio en el socialismo un proyecto para europeizar a Rusia. Stalin vio en el socialismo un proyecto para reasiatizar a Rusia, apoyando sin reservas a la revolución china de 1949. Jruschev y Breschnev, navegaron entre dos mares, los de la asiatiziación y los de la europeización, y naufragaron en Vietnam. Gorbachov, no tenía más alternativa, retomó el proyecto europeísta de Lenin y presentó a su Perestroika como un medio para reintegrar a Rusia en la que el llamaba “la gran casa europea”. Jelzin volvió a navegar entre dos mares: uno con whisky y otro con vodka. Quiso radicalizar la revolución occidentalista de Gorbachov y terminó apoyando a Milosevic en la guerra del Kosovo y contratando al sanguinario Putin para que hiciera mierda a Chechenia. Putin retomó el proyecto zarista-staliniano destinado a des-europeizar nuevamente a Rusia. Putin, visto así, es el anti-Lenin y el anti Gorbachov a la vez.
La guerra de invasión iniciada por Putin en Ucrania ha sido concebida, según las propias palabras de Putin, como la primera fase de un proyecto neo-imperial (no otra cosa es recuperar a la Santa Rusia). Para Ucrania y gran parte de Occidente, y seguramente para China, deberá, en cambio, ser la última fase. Si Putin logra hacerse de Ucrania, la democracia internacional vivirá una catástrofe. Eso lo han entendido perfectamente la mayoría de los gobiernos europeos.
Quizás pensando en esa posibilidad, el sociólogo Richard Sennett dejo deslizar en una entrevista, y de modo imprevisto, una reflexión radicalmente distinta a la que domina en los EE UU. A la pregunta de un periodista, si las democracias sobrevivirán a dos estados totalitarios como son hoy Rusia y China, respondió de modo muy pesimista: “La democracia será algo para los estados pequeños, no para China o Rusia o incluso los EE. UU., para Holanda, los estados del norte de Europa, tal vez Alemania”.
Cotejado por una pregunta similar, el filósofo de la historia, Francis Fukujama, había respondido, pocos días antes de la entrevista a Sennett, exactamente al revés. Dejando de lado la idea de que la Rusia putinista pueda ser algún modelo para alguien, dijo con respecto a China: “No creo que nadie se sienta especialmente atraído por la sociedad china. No vemos a millones de desamparados intentando entrar en el país para convertirse en ciudadanos de la misma manera que lo hacen en Europa o en América del Norte. A mi parecer, la admiración por China solo se debe a su éxito económico y su relativa estabilidad”
¿Quién tiene razón? ¿Sennett o Fukuyama?
Probablemente ninguno. La historia, mucho menos la universal, no avanza siguiendo el trazado de una línea recta. La historia, como el tiempo, avanza, pero sus avances no están definidos por ninguna lógica meta-histórica. Lo que pueda suceder -de eso estoy plenamente convencido– se decide en los trámites del presente. Todos los días amanecemos en un nuevo orden mundial, podríamos decir, en un tono parecido al que usaba Heráclito.
Hoy, tarea de todo demócrata, es apoyar a Ucrania. Mañana la tarea puede ser otra. El futuro seguirá siendo un desconocido gran señor.
El verbo desplazar no quiere decir eliminar, sino simplemente conquistar la primacía para, en algún momento, dictar las reglas del orden económico y político mundial. Caminando en dirección a esa meta, China requiere ampliar sus zonas de influencia más allá de la pura economía, consolidando posiciones entre sub-potencias económicas regionales: Brasil, India, Sudáfrica, Irán, Egipto, así como en los acaudalados reductos petroleros islámicos. Y, por supuesto, aunque solo como una fuerza más, o como un par entre primus, Rusia.
A la mirada escrutadora de Xi no debe haber escapado el hecho de que si bien en las Naciones Unidas, de las nuevamente 141 naciones que condenaron la invasión rusa a Ucrania, solo 33 estuvieron de acuerdo en aplicar sanciones a Rusia (23.02.2023). Un mensaje clarísimo que más o menos dice así: “condenar la invasión de Rusia a Ucrania no significa alinearnos a favor de Occidente”.
Mirando el globo desde esa perspectiva, el “Club de la Paz” no pasaría de ser para Xi un peldaño en una larga escalera geopolítica. En cierto modo un regalo del cielo que el inteligente jerarca chino va a tratar de capitalizar del mejor modo posible. Para eso debe dejar de ser espectador de la guerra e intentar convertirse en mediador en el árido camino hacia la paz, atrayendo con esa opción a una multitud de países que, si bien se pronuncian en contra de la invasión de Putin, siguen viendo en los EE UU. un imperialismo agresivo y en la OTAN -y por ende, en las naciones europeas que la conforman- un instrumento militar del que se sirven los americanos a gusto y antojo.
Sin embargo, a China tampoco conviene que Putin gane la guerra en términos absolutos. Probablemente a Xi no gustaría ver emerger a un Putin vencedor, una suerte de Pedro el Grande atómico, en condiciones de apoderarse a mano armada de naciones que ya son clientes de China, como las del Caucaso y Asia Central. No obstante – y este es un juego de paradojas- a China tampoco interesa que Rusia pierda totalmente la guerra, de ahí que va a ayudar a Rusia para que logre ese difícil objetivo llamado Ucrania, siempre y cuando sea el último y no el primero de una escalada, como seguramente piensa Putin. En verdad, lo que más interesaría a China es que la guerra de Rusia a Ucrania no termine nunca. Pero eso no es posible.
Más allá de que Rusia gane o pierda, lo decisivo para Xi es lo que probablemente ocurrirá, a saber, que Rusia salga de la guerra contra Ucrania, gastada, cansada, empobrecida, reducida militarmente, y sobre todo, tan desprestigiada en la arena internacional, que ningún gobernante (aparte de uno u otro latinoamericano o africano) quiera codearse con Putin o con quien lo suceda. Bajo esas condiciones, Xi podría prestar ayuda a Rusia, incluirla como actor secundario en su bloque mundial, y luego convertirla en lo lo que ya anuncia ser: una inmensa Corea del Norte. O en otra variante: un sub-imperio regional al servicio del imperio chino como lo viera una vez, antes de tiempo, Obama. En otras palabras, a Xi no le vendría mal que Occidente haga el trabajo sucio de demoler a Rusia, pero sin vencerla del todo, como efectivamente puede acontecer.
Si la estrategia China se acerca medianamente a la aquí esbozada, tendríamos que concluir en que no es demasiado nueva. En el hecho tiene un origen que probablemente Xi Jinping no niega. Un origen, digamos bien claro, maoísta.
Para pulir esta afirmación que a más de alguien podría sorprender, no debemos olvidar que uno de los objetivos históricos que trazó Mao Zedong fue formar un bloque de naciones “no alineadas” ni con Rusia ni con los EE UU. China, según Zedong, debería erigirse como líder de las naciones pobres del mundo en contra del imperialismo norteamericano y del “social-imperialismo ruso” a la vez.
En sentido estricto la tesis del bloque de “los no alineados” proviene, antes de Mao, de Lenin, o dicho mejor: de las resoluciones dictadas por Lenin en el cuarto congreso de la Komintern que tuvo lugar el año 1922.
Hacia los años veinte Lenin ya había renunciado a esperar que en Europa, sobre todo en Alemania, estallara la revolución socialista dentro de la cual había inscrito de modo anticipado a Rusia. Precisamente aguardando ese acontecimiento que nunca ocurrió, había otorgado a la revolución rusa el carácter de una revolución democrática, pero no socialista, como hizo Trotzki. Rusia, debería pasar, según sus escritos, por un pasadizo pre-socialista, bajo la égida de un capitalismo de estado controlado por el Partido, en nombre del proletariado pero sin el proletariado (que apenas existía). Ya hacia el año 2022, la teoría de la revolución ininterrumpida de Lenin, o permanente, según Trotzki, dio paso a la consigna de Lenin, ¡hacia el Oriente! La marcha hacia el Oriente sería dirigida no por Lenin sino por Stalin, quien en nombre del comunismo del futuro, reconstruiría el imperio zarista del pasado (por eso mismo Putin lo idolatra) volviendo a rusificar naciones y regiones a las que Lenin había otorgado autonomía. Entre ellas, Ucrania.
Bajo Stalin, Rusia sería convertida en un imperio colonial semejante a un edificio de cuatro pisos. En el primero, la Rusia “clásica”. En el segundo las naciones anexadas del Caucaso y Europa Central. En el tercero, después de la segunda guerra mundial, gran parte de Europa del Este (su objetivo era extenderse, además, hacia Europa del Sur, sobre todo a España, Portugal, Italia, Grecia, pero la fundación de “la maldita OTAN” (1949), frenó definitivamente a Stalin). En el cuarto piso, las naciones “socialistas” clientes del espacio islámico, entre ellas, Egipto, Siria, Irak, Libia.
La política anexionista de Moscú continuó durante los primeros años del periodo Jruschev. El último huésped fue Cuba, desdichada isla a la que Jruschev intentó convertir en base militar atómica. Fue también durante Jruschev cuando los comunistas rusos entendieron que ya no podían seguir avanzando. Por eso mismo, la política de anexión imperial pasó a ser sustituida por la “coexistencia pacífica entre dos bloques antagónicos”. Fue también en ese momento cuando la China de Mao Zedong se sintió abandonada por la URSS.
Mientras que para Jruschev la política de expansión del “socialismo” había terminado, para Mao estaba recién comenzando, sobre todo en los países ex coloniales dependientes de Estados Unidos y Europa ("las aldeas que rodean a las ciudades”, en jerga maoísta). Mao, a fin de dar forma teórica a la nueva estrategia, inventó la tesis de los Tres Mundos. De acuerdo a su lineamiento, los enemigos históricos pasaron a ser para Mao, convertido por decisión propia en líder del Tercer Mundo, el imperialismo norteamericano y “el social-imperialismo ruso”. Más todavía, este último fue etiquetado por Mao como enemigo principal y los EE UU como enemigo secundario. Ese fue también el momento glorioso de Kissinger.
Bebiendo sendas tacitas de té, Kissinger y Mao acordaron expulsar a los rusos del sudeste asiático, siendo entregados Vietnam, Camboya y Laos a la zona de influencia china inmediatamente después que las tropas norteamericanas fueran retiradas de la región. No obstante, nunca Mao abandonaría su proyecto central: el de convertir a China en la nación conductora del Tercer Mundo. Y bien, ese es el proyecto que al parecer intenta retomar, después de mucho tiempo y bajo otras condiciones, Xi Jinping (para la filosofía confuciana los siglos son minutos de la historia).
Rusia y los EE UU comenzaron a ser desplazados del sudeste asiático. La del Vietnam significó no solo una derrota para los EE UU, sino también para Rusia frente a China. El trío hegemónico mundial se convertirá en dúo y la verdadera confrontación, la final del mundial de ese campeonato económico y militar en que está convertida la historia universal, será dirimida entre dos bloques: el que hegemonizan los EE UU, formado por naciones democráticas y el que hegemoniza China, formada por naciones predominantemente autocráticas. De ahí que la contradicción señalada por Biden – entre democracias y autocracias- puede ser incompleta, pero no es políticamente incorrecta.
Las revoluciones democráticas en Europa del Este –para Putin la mayor desgracia geopolítica del siglo XX- tienen como antecedente inmediato la derrota geopolítica infligida a Rusia por China en el sudeste asiático. Con la hegemonía sudasiática ejercida por China, terminaría el proyecto mundialista de Rusia y comenzaría el de China. Los acontecimientos de 1989-1990 en Europa del Este sellarían la inapelable derrota del imperio soviético, derrota que había comenzado a gestarse en las conversaciones Mao-Kissinger.
Resumamos: Lenin vio en el socialismo un proyecto para europeizar a Rusia. Stalin vio en el socialismo un proyecto para reasiatizar a Rusia, apoyando sin reservas a la revolución china de 1949. Jruschev y Breschnev, navegaron entre dos mares, los de la asiatiziación y los de la europeización, y naufragaron en Vietnam. Gorbachov, no tenía más alternativa, retomó el proyecto europeísta de Lenin y presentó a su Perestroika como un medio para reintegrar a Rusia en la que el llamaba “la gran casa europea”. Jelzin volvió a navegar entre dos mares: uno con whisky y otro con vodka. Quiso radicalizar la revolución occidentalista de Gorbachov y terminó apoyando a Milosevic en la guerra del Kosovo y contratando al sanguinario Putin para que hiciera mierda a Chechenia. Putin retomó el proyecto zarista-staliniano destinado a des-europeizar nuevamente a Rusia. Putin, visto así, es el anti-Lenin y el anti Gorbachov a la vez.
La guerra de invasión iniciada por Putin en Ucrania ha sido concebida, según las propias palabras de Putin, como la primera fase de un proyecto neo-imperial (no otra cosa es recuperar a la Santa Rusia). Para Ucrania y gran parte de Occidente, y seguramente para China, deberá, en cambio, ser la última fase. Si Putin logra hacerse de Ucrania, la democracia internacional vivirá una catástrofe. Eso lo han entendido perfectamente la mayoría de los gobiernos europeos.
Quizás pensando en esa posibilidad, el sociólogo Richard Sennett dejo deslizar en una entrevista, y de modo imprevisto, una reflexión radicalmente distinta a la que domina en los EE UU. A la pregunta de un periodista, si las democracias sobrevivirán a dos estados totalitarios como son hoy Rusia y China, respondió de modo muy pesimista: “La democracia será algo para los estados pequeños, no para China o Rusia o incluso los EE. UU., para Holanda, los estados del norte de Europa, tal vez Alemania”.
Cotejado por una pregunta similar, el filósofo de la historia, Francis Fukujama, había respondido, pocos días antes de la entrevista a Sennett, exactamente al revés. Dejando de lado la idea de que la Rusia putinista pueda ser algún modelo para alguien, dijo con respecto a China: “No creo que nadie se sienta especialmente atraído por la sociedad china. No vemos a millones de desamparados intentando entrar en el país para convertirse en ciudadanos de la misma manera que lo hacen en Europa o en América del Norte. A mi parecer, la admiración por China solo se debe a su éxito económico y su relativa estabilidad”
¿Quién tiene razón? ¿Sennett o Fukuyama?
Probablemente ninguno. La historia, mucho menos la universal, no avanza siguiendo el trazado de una línea recta. La historia, como el tiempo, avanza, pero sus avances no están definidos por ninguna lógica meta-histórica. Lo que pueda suceder -de eso estoy plenamente convencido– se decide en los trámites del presente. Todos los días amanecemos en un nuevo orden mundial, podríamos decir, en un tono parecido al que usaba Heráclito.
Hoy, tarea de todo demócrata, es apoyar a Ucrania. Mañana la tarea puede ser otra. El futuro seguirá siendo un desconocido gran señor.