Lo que hicieron los brasileños durante todo el primer tiempo contra los desamparados coreanos del Sur, fue jugar fútbol. No los goles, cada uno una maravilla por sí solo, sino todos esos 45 minutos. Sucede a veces.
De pronto, como si los once hubieran sido un solo individuo, apareció el soplo de una inspiración que no sé si es divina, y saliendo de todo libreto preconcebido, comenzaron a jugar entre sí, encontrándose con ellos mismos, cuando eran pequeños y jugaban en las barriadas o en las playas de su país. Pues lo que hicieron ese día lunes, fue eso: jugaron sin más propósito que jugar.
El mismo Adenor Leonardo Bacch, Tite, veterano entrenador, se dio cuenta de lo que pasaba y comprendió que ya no tenía sentido dar ordenes. Los jugadores querían jugar y nada más. Los goles fueron el resultado lógico del juego. Por eso fueron obras de arte, sobre todo el tercero, el de Richalson. Y después de cada gol, a bailar zamba. Hasta Tite bailó, recordando cuando lo hacía jugando por Deportivo, Portuguesa o Guaraní, antes de que una lesión maldita truncara su carrera: a los 28 años.
Todos sabemos que eso no siempre es así. Por lo general los futbolistas entran a la cancha con los dientes apretados, con los músculos tensos, con el ceño fruncido. Y, seguramente con ese miedo a perder, que de todos los miedos es el que más se parece al miedo a morir. Probablemente los futbolistas han hecho cálculos. Si juegan bien no solo obtendrán premios, aparecerán en las portadas, se casaran con una modelo más joven y bella que la que tienen, y firmarán un mejor contrato, ojalá con un club inglés o italiano, o por lo menos con uno español o alemán. Cada mundial es un mostrador. Cada partido puede ser un medio que lleva a la fama, a la gloria, al vil metal.
En el fútbol, como en casi todas las cosas de la vida, impera la lógica de la razón instrumental. La misma que los brasileños, durante 45 minutos, mandaron al diablo y decidieron eso que aprendieron una vez y que todavía no han olvidado: jugar.
Todos sabemos, además, que en cada mundial se hacen grandes negocios, que la razón del dinero es poderosa, que algunos equipos son utilizados por dictaduras para obtener réditos políticos, que los jugadores son esclavos millonarios, que para construir posmodernos estadios otros esclavos han muerto bajo el sol, que hay barras contratadas y, sobre todo, que después del partido vendrá el noticiario mostrándonos los miles de cadáveres producidos por gobernantes criminales, como el criminal ruso de hoy. Y sin embargo, en medio de todo eso, o a pesar de todo eso, once jugadores decidieron, como si fuera un acto de rebelión, salirse de todos los esquemas, estrategias y tácticas, y comenzaron a jugar. Simplemente a jugar.
Brasil jugó al fútbol. Brasil jugó un lindo fútbol. Brasil jugó a todo fútbol.
El segundo tiempo, olvídelo. Después de la breve fiesta, a cuidar las piernas. Neymar, Richalson, Paqueta y sobre todo Vinicius, apagaron las luces. En pocos días más viene un partido muy difícil y puede que allí, en vez de jugar, tengan que trabajar duro para no ser eliminados. Pero el gusto se lo dieron. Y fue un gusto verlos.
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