Lidia Jorge - EL HIJO DE MARÍA IVANOVNA

Y, sin embargo, parecía un niño indefenso en sus brazos. (De la carta de una joven a la madre de Vladímir Putin)

Hace mucho tiempo que tengo la convicción de que los niños constituyen otra humanidad. Todavía no saben quiénes son, todavía no se han separado de lo que los rodea, la naturaleza y las cosas son solo una extensión de ellos mismos y por eso su mundo conforma un espacio mágico. Para ellos nada es imposible, los acontecimientos se producen sin causa ni consecuencia, como si la vida fuera un milagro. En el pecho de los niños late la ingenuidad, porque aún no recelan, y en sus ojos la inocencia, porque aún no han descubierto el poder del mal. En los rostros de los niños está grabada la promesa de un mundo nuevo sin crimen, y la ternura que sentimos por ellos se corresponde con la inauguración de una especie humana perfecta. Tocamos un mundo limpio al besar la mejilla de un niño. Por eso, sacrificar sus vidas en los altares era el precio más alto que podía pagarse a los dioses sedientos de sangre en el mundo primitivo. En los tiempos modernos, la crueldad de una guerra se mide por el número de niños cuyas vidas se ven destrozadas. Y esa es la pregunta: para que los imperios sigan floreciendo, ¿a cuántos niños es necesario matar?

La respuesta la dio una vez Madeleine Albright. La representante de Estados Unidos ante la ONU, y secretaria de Estado más tarde en tiempos de Bill Clinton, nos ha dejado una contundente imagen, a pesar de su determinación, rayana en la agresividad. Sin embargo, usaba broches con forma de mariposa y lograba consensos que parecían improbables. Con todo, cuando hoy se pretende redimensionar su imagen, se recuerda especialmente la respuesta que dio a propósito de lo que hablamos en el programa televisivo 60 minutos. Al preguntarle el periodista de la CBS sobre el medio millón de niños que morirían a causa de las sanciones de Estados Unidos contra Irak, Albright se mostró afligida y respondió que había sido una decisión muy difícil, en efecto, pero que era el precio que había de pagarse por la causa que se defendía.

Sabiendo que siempre hay un precio que pagar, todos los imperios acaban ser sanguinarios. En cualquier caso, hay diferentes grados de propósito y forma. Jorge Videla, presidente de Argentina entre 1976 y 1981, además de silenciar a los opositores y arrojar al mar a sus adversarios políticos, lanzándolos por las puertas de los aviones, llegó al culmen de la perversidad al raptar y secuestrar a unos 400 niños y recién nacidos, tras matar a sus padres, arrebatándoles su identidad para repartirlos entre amigos que aspiraban a la paternidad. El dolor que sentimos por la suerte de los niños adquiere entonces una intensidad insoportable. Tal vez por eso nos interesan tanto las biografías de los dictadores. ¿Qué suerte de tierna edad habrán vivido aquellos que esclavizan a sus compatriotas hasta el punto de privarlos del habla? ¿Aquellos que detienen, torturan y matan a sus conciudadanos? ¿Aquellos que invaden los países vecinos? ¿Aquellos que reducen a escombros las ciudades, destruyen hospitales, escuelas, maternidades, museos, casas, incendian campos, roban electrodomésticos y obras de arte, desplazan a millones de personas, desequilibran el mundo y prometen reducir a cenizas a la humanidad si sus pretensiones de dominio sobre otros no se ven satisfechas? Me quedo paralizada ante la imagen sus rostros infantiles. Entonces eran inocentes e ingenuos. ¿Cuándo se transformaron?

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