Fernando Mires - POLÍTICA EN TIEMPOS DE GUERRA


No vamos a volver sobre la famosa y trillada frase de Clausewitz. Solo unas palabras para agregar que cuando escribió “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, no quiso decir, como ha sido comúnmente mal entendido, que la guerra suprime a la política, sino algo distinto, a saber, que la política continúa existiendo bajo la hegemonía de la guerra. Eso significa que hay política en la guerra, que hay política de guerra y que hay política más allá de la guerra.


POLÍTICA Y GUERRA

Hay política en la guerra porque si no fuera así las guerras no tendrían final. Kant, en su Paz Perpetua, fue el primero en entenderlo. Sabiendo que las guerras buscan imponer condiciones al enemigo, concedía mucha importancia a los llamados armisticios, también llamados parlamentos: espacios y lugares donde los enemigos parlan. De los armisticios surgen las negociaciones que pondrán fin a la guerra. Los armisticios, siguiendo a Kant, serían los huecos políticos de la guerra.

Hay política de guerra, pues en guerra, la guerra determina el sentido y la lógica de la política. Particularmente importante es la política de guerra cuando se trata de fijar objetivos y comenzar a actuar, no solo militar, sino también políticamente, de acuerdo a ellos. Fijados estos objetivos los partidos de la guerra buscan realizar alianzas entre naciones así como neutralizar a otras. Los gobiernos en guerra saben que la cantidad y la calidad de los gobiernos aliados si no es decisiva, es muy importante.

Hay política más allá de la guerra pues en toda guerra es importante asegurar las condiciones de sobrevivencia en la post-guerra. En ese sentido los partidos de la guerra no solo intentan ganar la guerra, sino también dejar establecido un orden que les permita existir en un medio no hostil ni peligroso. De nada sirve en efecto ganar una guerra si la victoria no reposa sobre una base nacional e internacional estable, vale decir, un orden político post-militar, tanto a nivel nacional como internacional. Eso fue lo que no pensaron Napoleón y Hitler quienes, habiendo logrado victorias militares, no crearon las bases para sostenerlas en el tiempo, ni dentro ni fuera de sus naciones. No así Stalin. Las victorias militares de la Rusia stalinista fueron incrustadas dentro de un orden político mundial llamado “mundo comunista”.

Al igual que Napoleón y Hitler, Stalin sabía cómo y cuándo comenzar una guerra, pero también sabía cómo y cuándo terminarlas. Lo demostró varias veces. ¿Domina ese arte Putin? No lo sabemos. Probablemente, no. Putin, si seguimos sus declaraciones, está dominado por alucinaciones meta-históricas. Stalin, en cambio, no creía ni en el comunismo. Solo creía en el poder.


LA HORA DE PUTIN

También en la guerra a Ucrania esas tres dimensiones de la política en tiempos de guerra continúan existiendo. Putin trazó su objetivo. Lo dejó claro incluso antes de la invasión, en la famosa reunión de Putin con Xi Jinping en las Olimpiadas de Pekin. En esa ocasión ambos dictadores firmaron un documento según el cual se comprometían a crear un nuevo orden mundial. Aunque lo más seguro es que cada uno entendió ese nuevo orden mundial de un modo diferente.

Mientras que para Jinping debía ser económico, para Putin debía ser geopolítico y militar. Por eso mismo Jinping se ha abstenido de aplaudir la invasión de Putin a Ucrania. Para el mandatario chino el tema Ucrania es exclusivamente ruso. Pero lo importante es que con ese acuerdo, Putin diseñó antes de comenzarla, el objetivo de su guerra a Ucrania. No tanto en contra de la ampliación de la OTAN, como imaginaron los analistas “apaciguadores”, entre otros el mismo Kissinger, sino para debilitar militar, política y económicamente al Occidente, sobe todo al europeo. La conquista de Ucrania según el proyecto de un nuevo orden mundial no aparece entonces como un fin en sí. Es, si se quiere, un punto de partida.

Putin decidió actuar cuando creyó que las fuerzas políticas occidentales se encontraban en dispersión, cuando captó que vendrían periodos de contracción en la economía mundial, cuando entendió que los efectos de la pandemia no eran solo biológicos sino económicos y sociales, cuando advirtió que la dependencia de Europa con respecto a los recursos energéticos de Rusia era irreversible, y cuando se dio cuenta de que los partidos pro-putinistas de Europa, tanto los de derecha como los de izquierda, habían alcanzado un alto grado de crecimiento. Visto así, Putin ha proyectado la guerra a Ucrania en dos direcciones. La una lleva a la otra. Según la primera, el apoderamiento de Ucrania cumpliría el sueño de reconstruir geopolíticamente al antiguo imperio zarista. La segunda apuntaba a introducir a Europa en una “guerra irregular y prolongada”.

La prolongación de la guerra reveló al tirano otras posibilidades, y una de las más atractivas fue la visualización del apocalipsis económico de Europa con el consiguiente malestar social provocado por las miserias que causa toda guerra, hecho que llevaría, sobre todo en el sur europeo, al auge de los partidos neo-fascistas. En Francia, Le Pen sigue siendo una alternativa de poder. VOX crece y crece en España. En Italia, el putifascismo ya está en las puertas del gobierno. El trío Meloni -Salvini- Berlusconi avanza a paso de vencedores. Según algunos observadores estamos asistiendo al renacimiento de la Italia fascista, pero bajo las condiciones existentes en el siglo XXl.

Pues bien, esos ejemplos demuestran que la guerra no solo está ocurriendo en las ciudades de Ucrania sino también, de modo paralelo y en formato político, al interior de las propias naciones europeas. El nuevo orden mundial según Putin, más que económico es político, y supone la destrucción del orden democrático europeo. Para Putin la guerra no es la continuación de la política por otros medios sino la utilización de la política en función de la guerra.


LOS CÁLCULOS DEL DICTADOR RUSO

Seguramente Putin ya ha sacado cuentas alegres: si Italia cae bajo su influjo -una adquisición sin costo militar– el nuevo gobierno italiano pasaría a articularse con Hungría y probablemente con Serbia, acelerando así la descomposición de la UE. Pero Putin no se detiene ahí. Su orden mundial no solo apunta a Europa, también hacia otras latitudes.

Antes que nada es fundamental para Putin asegurar el apoyo de las naciones del Caúcaso y de Asia Central, ya sea por medios económicos, por adhesión política, o simplemente mediante la fuerza bruta. Luego intentará crear, paralelamente a la guerra a Ucrania, un bloque antidemocrático que integre a la Turquía de Erdogan y al Irán de los ayatolah. No otro objetivo tuvo la reunión de las tres anti- democracias en Teherán. Para la conformación de ese eje, Erdogan es una pieza clave.

Miembro imprescindible de la OTAN, tiene Erdogan dos posibilidades: o se convierte en el mediador entre Rusia y Europa Occidental, o se integra de modo subalterno a la alianza de las tres autocracias. La decisión de Erdogan deberá tomar forma en el encuentro bi-lateral que mantendrá con Putin el 5 de agosto, en Sochi

Si bien Erdogan no es un amante fiel de la OTAN, para ganarlo Putin deberá ofrecer mucho. Más todavía cuando Turquía atraviesa por una profunda crisis económica y cuenta con una oposición política cada vez más creciente. Lo más probable es que Erdogan mantenga a Turquía en una posición favorable a Putin, pero jugando siempre con la posibilidad de su reintegración a Europa a la que también haría pagar muy caro su lealtad. Todo depende -y este es el punto crucial– de que Europa logre resistir las fuerzas desintegradoras que desde dentro y desde fuera la acosan. Y aquí está el gran enigma: ¿resistirá Europa?


EUROPA A LA DEFENSIVA

Ya el uso del verbo resistir indica que Europa se encuentra en una posición defensiva. Digamos más claro: extremadamente defensiva. Por el lado contrario, los contingentes políticos que intenta comandar Putin, se encuentran en plena ofensiva en los planos militar, económico y político. Por eso al llegar a este punto tenemos que ser realistas: así como la democracia, a partir del derrumbe comunista, del fin de las dictaduras del sur europeo e incluso del declive de las dictaduras militares sudamericanas, se encontraba a fines del siglo XX en expansión (ola democrática, en la terminología de Samuel Huntington) hoy se encuentra en un periodo de contracción. Eso significa: si el espacio democrático europeo y mundial debe ser defendido, eso depende de factores militares, pero también políticos. No solo Putin, también las democracias occidentales deberán activar los frentes políticos de la guerra.

En esas condiciones los políticos occidentales están obligados a actuar –no sé si se habrán dado cuenta– de un modo defensivo. Deberían al menos saberlo: todas las iniciativas aplicadas desde la invasión a Ucrania por los gobiernos europeos, han sido reactivas. La Rusia de Putin ha tomado la iniciativa. Por el momento los países de Europa deberán resistir tres embestidas: la de Rusia en Ucrania, la desaceleración económica, y el crecimiento de los partidos putifascistas en sus propios interiores políticos.

Defender a Ucrania será fundamental. Ucrania es el primer piso de todo el proyecto mundial de Putin. Los gobiernos europeos esperan que las sanciones económicas y el mantenimiento de la resistencia en Ucrania mermarán alguna vez la fuerza ofensiva del imperio ruso. Pero eso solo será posible si la ayuda militar a Ucrania logra ser mantenida por lo menos al mismo ritmo e intensidad con la que hasta ahora se ha venido haciendo. Algo muy difícil. El gasto que deberá significar prescindir de la energía proveniente de Rusia, será inmenso.

Para contrarrestar los desastres económicos y energéticos que se avecinan, diferentes gobiernos (sobre todo el de Alemania) se verán obligados a llevar a cabo la reinstalación provisoria de reactores atómicos en desuso, volver al desechado carbón y usar el recurso de la inventiva (extraer gas del trigo, por ejemplo). Dicho en palabras impronunciables para los políticos: habrá que establecer una economía de guerra.

Hasta ahora, con eso no contaba Putin, el espíritu de cooperación entre los diferentes gobiernos europeos se ha mantenido inalterable. Pero eso tampoco es irreversible. Desde un punto de vista político ya estamos viendo deserciones en el camino que lleva hacia la construcción de una Europa unida. Sin duda algunas naciones cederán ante la presión rusa. Hay que darlo por descontado. Unir en torno a un solo objetivo a 27 naciones no es fácil.

Sin embargo y pese a todo, el bloque internacional de las democracias unidas, aún menguado, seguirá existiendo. Desde esa perspectiva, Putin, si no quiere embarcarse en una guerra eterna, deberá alguna vez reconocer sus propios límites, como una vez los reconoció Stalin al aceptar terminar la guerra caliente e insertar a la URSS en el marco de una guerra fría.

Ignoramos si Putin aceptará coexistir en un sistema de relaciones pacíficas con naciones a las que ha declarado enemigas. Probablemente extenderá el conflicto hasta las próximas elecciones norteamericanas. Un eventual triunfo de Trump podría llevar a la coronación de su proyecto histórico. Pero tampoco eso está muy claro. Sin duda, un triunfo de Trump conduciría a un debilitamiento de la OTAN, pero a la vez a una intensificación de los conflictos entre EE UU y China frente a los cuales Putin, si no toma posiciones a favor de uno o del otro, podría quedar atrapado entre los dos. Pero dejemos ese tema hasta aquí. El futuro nadie lo ha escrito y el presente es de por sí, altamente preocupante. Quedémonos por ahora solo con una formulación general: La guerra, ya total en Ucrania, ya parcial entre Rusia y Occidente, y ya posible entre Oriente y Occidente, determinará el curso de nuevas configuraciones internacionales.


LOS TRES ELEMENTOS DEL PODER MUNDIAL

Volviendo al tema que dio impulso al presente artículo, podríamos afirmar que el proyecto Putin destinado a cambiar el orden mundial, puede que tenga lugar, pero seguramente no saldrá de ahí el mismo orden que imagina Putin. Tampoco Rusia ocupará el lugar directriz predestinado por el dictador ruso.

El poder mundial, eso es lo que seguramente parece no haber entendido Putin, contiene tres elementos: el de la dominación, el de la supremacía y el de la hegemonía. No son sinónimos. El primer elemento, el de la dominación, es militar. Gracias a ese elemento Rusia es poderosa. El segundo elemento, el de la supremacía, es instrumental (económico, científico y tecnológico), y ahí Rusia se encuentra muy lejos de China, de los EE UU, e incluso de Europa. El tercer elemento es hegemónico. Podríamos llamarlo también, “poder de atracción”. Ese elemento es el poder que influye y atrae a los habitantes de otros países a imitar o a desear los modos de vida del mundo occidental. Ahí la Rusia de Putin, al igual que la China de Jinping, no tienen nada que hacer. Probablemente Occidente, o mejor, el conjunto de las naciones democráticas, deberán ceder espacios a las dos potencias, pero por el momento es la única unidad geo-política que puede mantener en posición de equilibrio a los tres elementos constitutivos del poder mundial. Occidente, aún debilitado militar y económicamente, seguirá siendo una fuerza políticamente hegemónica.

En palabras más escuetas: la atracción magnética que ejerce Occidente deviene de un invento que no es militar ni científico: es un invento político. Claude Lefort lo llamaba “la invención democrática”. Una invención que ha logrado desarticular a los poderes mejor armados de la tierra, una que derrotó a los totalitarismos más cerrados, que llevo al hundimiento de las tiranías comunistas del pasado reciente sin disparar un solo tiro. China y Rusia pueden imitar todos los inventos tecnológicos, o desarrollar las más sofisticadas formas de producción y destrucción que quieran. Pero el único invento que no podrán imitar, es el de la democracia. Si lo hacen terminarían negándose a sí mismos.

La democracia no solo es una forma de gobierno, es también un modo de vida. A guisa de ejemplo: puede ser posible que Italia abandone por un periodo los espacios de la democracia si cae bajo el dominio de los partidos putifascistas. Pero en su modo de vida continuará siendo democrática. El virus de la democracia cuando se incuba, no abandona a sus naciones. Ya EE UU logró liberarse una vez de Trump y el trumpismo. Trump puede volver, seguro, pero también los EE UU pueden volver a liberarse de él por segunda vez. La democracia no es una condición estática. Va y viene, avanza y retrocede.

Hoy las democracias se encuentran en una fase defensiva. El mundo vive bajo una ola antidemocrática, y en la cresta de la ola, navega la Rusia de Putin. Los ucranios están en la avanzada de la resistencia. Pero esa resistencia existe mucho más allá de Ucrania. De acuerdo a condiciones impuestas por el mismo Putin, esa lucha que en Ucrania es militar, adquiere formas políticas en otros lugares de Europa. Hasta hace poco, por ejemplo, las elecciones eran solo acontecimientos nacionales. En la Europa de hoy se han convertido en batallas políticas donde los demócratas defienden posiciones frente al avance de los putifascistas y sus amigos, sean estos de derecha o de izquierda. La política de hoy es una parte de la guerra.

Putin, como los fascistas y comunistas de ayer, ha aprendido a manipular lo que ellos creen son las debilidades del orden democrático. Saben que una democracia, justamente porque es democracia, está obligada a incorporar en sus sistemas políticos a los enemigos de la democracia. De ahí que la democracia se ha convertido en un plebiscito cotidiano que define su ser o su no ser.

La democracia de nuestro tiempo es y debe ser existencial. ¿Lo sabrán los políticos occidentales? Ahí tengo dudas. Largos años de libertad y prosperidad convencieron a muchos de que la democracia es solo un lugar de acuerdos, compromisos y negocios, y no un escenario en donde cada día se decide el drama humano. Así se entiende por qué todavía no ha aparecido una mística democrática en Europa. Pero tampoco hay gobernantes que expliquen a la gente que las privaciones que demanda la guerra en Ucrania no solo tienen que ver con Ucrania pues son partes de la lucha por la conservación de “nuestra democracia”. Una democracia que, al estar amenazada, es necesario defender. Para seguir siendo lo que somos.