Ahora que Italia va a celebrar elecciones generales el próximo 25 de septiembre y la posfascista Giorgia Meloni lidera los sondeos, el resto del mundo parece que empieza a tomarse en serio que el país tiene un problema gordo con la extrema derecha y con la normalización del fascismo. En verdad, la extrema derecha, más que una amenaza, es una realidad consolidada en Italia. Desde hace décadas gobierna las regiones del norte –pudimos ver las nefastas consecuencias del desmantelamiento de la sanidad pública y la priorización de los beneficios de los grandes empresarios durante la pandemia– y ha estado presente en (y condicionado a) todos los gobiernos berlusconianos desde mediados de los noventa. Una de las peores leyes de la República, la que criminaliza la inmigración y la categoriza desde un punto de vista clasista, lleva el nombre de Bossi-Fini, exponentes de las dos patas de la extrema derecha italiana, la liguista y la postfascista. Es decir, desde hace veinte años, la vida de los inmigrantes en Italia está sometida a una rígida ley de la extrema derecha. Y Matteo Salvini, justo antes de la pandemia, alcanzó récords de popularidad como ministro del Interior y viceprimer ministro al lado de Luigi di Maio, pasándose los derechos humanos por el forro, a expensas de la vida de los refugiados.