Los debates e incertidumbres previos a la novena Cumbre de las Américas en Los Ángeles han puesto en evidencia el poderoso arraigo de visiones heredadas de la Guerra Fría en los gobiernos de todo el continente. La administración de Joe Biden, erráticamente, no seguir la línea de inclusión total en ese foro, sostenida por el presidente Barack Obama. Los gobiernos de la Alianza Bolivariana, por su parte, han desatado una presión durante meses, que oscila entre la denuncia de la exclusión de Venezuela, Cuba y Nicaragua, la descalificación del foro y el llamado a boicotear la cita de Los Ángeles.
La presión de los bolivarianos, algunos de los cuales proponen el desmantelamiento de la OEA y se mantienen voluntariamente fuera de ese mecanismo, ha estado dirigida, sobre todo, a gobiernos de la izquierda latinoamericana, como el mexicano, el argentino y, en menor medida, el peruano y el chileno, que sí forman parte de la institucionalidad interamericana. El choque entre el interamericanismo característico de las tres últimas décadas, que coincidió con la generalización de la forma democrática de gobierno, y el antimperialismo propio de la Guerra Fría, defendido por Fidel Castro y Hugo Chávez, ha vuelto reinstalarse en la región.
La decisión del presidente Andrés Manuel López Obrador de condicionar su presencia en Los Ángeles, a la inclusión de Venezuela, Cuba y Nicaragua, fue resultado de esas tensiones paralelas: la exclusión promovida por Estados Unidos y el boicot alentado por el bloque bolivariano. La amenaza de una cumbre desangelada, con la ausencia de una figura central del interamericanismo como el mandatario mexicano, provocó una misión diplomática especial de parte de Estados Unidos, a cargo del experimentado exsenador Christopher Dodd, quien logró que tanto el presidente Jair Boslonaro como la mayoría de los gobiernos caribeños y centroamericanos reconsiderara su ausencia.
A pesar de la gestión de Dodd y del anuncio de medidas de flexibilización de Estados Unidos con Venezuela y Cuba, resultado de negociaciones bilaterales previas y no de la posición de Amlo, el presidente mexicano mantuvo su condicionamiento. Esa línea de acción tiene explicaciones domésticas y geopolíticas, ya que el gesto es interpretado como “solidaridad” con los gobiernos de Cuba, Venezuela y Nicaragua, regímenes no democráticos que, sin embargo, cuentan con un significativo respaldo entre las bases de Morena, el partido gobernante en México.
La presión bolivariana a que hacemos referencia, y que incluye toda la labor de diplomacia e inteligencia de la ALBA cerca de los gobiernos mexicano y argentino y de foros más proclives al interamericanismo como la CELAC y el Grupo de Puebla, está dando resultados. No sólo AMLO mantiene la incertidumbre sobre su presencia en Los Ángeles sino que ese bloque ya celebró una reunión en La Habana, en la que participaron los presidentes de Venezuela, Nicaragua, Cuba y Bolivia, que rechazó la Cumbre de los Los Ángeles como “retroceso en las relaciones hemisféricas” por su “exclusión arbitraria, ideológica y políticamente motivada”.
En su muy ideológica intervención en La Habana, Daniel Ortega, que acaba de reelegirse por cuarta vez, con la mayoría de los opositores a su gobierno en la cárcel, se adelantó a cualquier posicionamiento de la Cumbre de las Américas sobre la invasión rusa de Ucrania, con un mensaje de apoyo al Kremlin. Los asistentes a la contra-cumbre de La Habana, incluido el presidente boliviano Luis Arce, que no ha propuesto su salida de la OEA, cuestionaron cualquier distinción entre regímenes democráticos y autoritarios en el hemisferio y celebraron la posición del presidente López Obrador, a quien atribuyen no sólo la misma indistinción sino la misma orientación geopolítica.
La revancha bolivariana incluye, finalmente, un último capítulo, que será una cumbre alternativa, paralela a la de los jefes de estado que asistan a Los Ángeles, convocada por la CELAC, cuya presidencia protémpore ejerce el gobierno argentino de Alberto Fernández. En esa otra cumbre escucharemos las réplicas del viejo antimperialismo latinoamericano al nuevo interamericanismo diplomático que promueve la mayoría de los gobiernos de la región. El núcleo discursivo de esa réplica será la presentación de Venezuela, Cuba y Nicaragua como víctimas del imperio.
La victimización retórica se sustenta en las políticas punitivas tradicionales de Washington contra esos gobiernos y en evidentes errores diplomáticos, como el de la exclusión de la cita de Los Ángeles. Pero esa victimización permite a esos regímenes avanzar con éxito en el objetivo de invisibilizar su propio autoritarismo, puesto en práctica no sólo con la represión sistemática de opositores pacíficos sino con el reeleccionismo, el control de la sociedad civil, el amordazamiento de la opinión pública y el geopoliticismo con que conducen sus relaciones internacionales.
Desde un punto de vista conceptual, la revancha bolivariana va dirigida a deshacer las diferencias entre regímenes democráticos y autoritarios en América Latina y el Caribe. Diferencias que, en efecto, no deberían regir foros interamericanos como la Cumbre de las Américas, más funcionales mientras más inclusivos y realistas, ya que cualquier denuncia de comportamiento autoritario, en presencia de los propios mandatarios cuestionados, resulta siempre más eficaz. Pero diferencias, al fin, que también arrastran consigo la vieja disputa entre interamericanismo y antimperialismo que la globalización parecía haber zanjado hace décadas.
Rafael Rojas es historiador y ensayista, autor entre otros títulos de Historia mínima de la Revolución cubana y El árbol de las revoluciones, ambos en Turner.