Construir la paz es una de las aspiraciones permanentes de la humanidad a través de la historia, a pesar de los grandes fracasos, a pesar de los múltiples retrocesos. Seguir buscándola es un deber moral, político, jurídico y religioso, porque la guerra es uno de los mortíferos jinetes del Apocalipsis, que destruye vidas, pueblos, provoca desplazamientos dolorosos. Lo estamos viendo una vez más en Ucrania: protagonizar una agresión, tomar la iniciativa de invadir un país a sangre y fuego, masacrando, arrasando es un crimen contra la humanidad, sea cual sea el nombre técnico que reciba.
Sin embargo, cuando la maquinaria de la destrucción se ha puesto en marcha llega un punto en que el afán de no sufrir más daño aconseja buscar diálogos diplomáticos que se traduzcan en negociaciones y pongan fin a los ataques inmisericordes. Éste es el momento en que nos encontramos en la guerra de Ucrania, y es verdaderamente crítico, porque si las posiciones de poder de los contendientes son asimétricas, como es el caso, los acuerdos llevan todas las trazas de ser radicalmente injustos. Son los poderosos quienes fijan sus condiciones para dejar de destruir vidas, ciudades, hogares, y los débiles han de contentarse con un supuesto compromiso de detener los ataques. Que, por otra parte, en este caso es bien poco creíble, porque Putin empezó mintiendo al asegurar que no iba a invadir Ucrania y ha seguido mintiendo a lo largo de la contienda.
Por eso en este momento es preciso recordar que la paz no se construye a costa de la justicia. Que un acuerdo conseguido desde el chantaje de continuar destruyendo ciudades, asesinando civiles, e incluso con la amenaza de emplear armas nucleares es como arrancar una confesión bajo tortura. Una práctica muy usual por cierto entre los miembros del KGB, de la agencia de inteligencia y de policía secreta de la Unión Soviética, al que Putin perteneció. Evidentemente, una firma conseguida bajo una presión intolerable sólo expresa la inhumanidad del torturador, no la aceptación libre del torturado. Lo cual es radicalmente injusto.
Se reproduce entonces esa lacra que también recorre nuestra historia y hace imposible la paz: la aporofobia, el rechazo al pobre, el desprecio hacia el que se encuentra en una posición de debilidad y ni siquiera puede conseguir una supervivencia justa. Como bien ha dicho Amartya Sen, quien se encuentra en una situación de penuria está dispuesto a aceptar cualquier opción que alivie el desamparo, adapta sus deseos y sus expectativas a lo que considera factible. Es el destino de los desheredados que se ven obligados a acoplar sus deseos y sus preferencias a lo que otros presentan como posible. Lo que David Crocker llama “las pequeñas dádivas”, que, por si faltara poco, se acogen incluso con agradecimiento porque alivian una situación desesperada.
Y no deja de ser ilustrativo comprobar cómo Kant en una de sus obras, La metafísica de las costumbres, dirigida al menos en parte a la construcción de la paz, une sin ambages esas dos aspiraciones humanas que son la paz y la justicia. Según él, en lo que hace a una paz duradera, la experiencia no puede asegurar que vaya a ser o no posible, pero lo que sí sabemos es que no debe haber guerra porque no es ese el modo como los seres humanos deben procurar su derecho. El mandato “no debe haber guerra” es lo que Kant llama “el veto de la razón práctica”, que es la que orienta la acción. Sin embargo, en la misma obra recuerda que es un deber de la humanidad construir la justicia, porque “si perece la justicia, carece ya de valor que vivan hombres sobre la tierra”. Sin justicia no hay vida verdaderamente humana. A lo sumo contaríamos con esa cosa ambigua y difusa a la que se llama “convivencia” en propuestas como “educar para la convivencia”, sobre las que convendría reflexionar a fondo porque la convivencia puede ser injusta, puede lograrse a costa de que los débiles adapten sus preferencias a lo que los poderosos les muestran como posible. Es lo que suele llamarse Realpolitik: confórmate con nuestras dádivas o será mucho peor.
Por eso resulta doloroso comprobar que se hable de encontrar una salida negociada“digna” para Putin, de modo que pueda quedar como un héroe ante su pueblo y no como un villano, como si fuera una obviedad reforzar su prestigio, cuando es él quien ha cometido la villanía de invadir un país en paz y practicar una aniquilación sistemática. ¿No habría que buscar más bien una solución justa para el pueblo ucranio y para su presidente Zelenski, agredidos sin razón alguna de una forma brutal e inmisericorde? Son los agredidos —los humillados y ofendidos, recordando a Dostoievski— los que merecen una salida que repare su sufrimiento, los que merecen justicia. Como bien decía Javier Rupérez en un diálogo celebrado en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en este juego de las negociaciones tiene que haber unas líneas rojas, no se puede entregar al agresor cuanto exige. Desde luego, no lo que ha arrancado mediante la fuerza porque entonces el sufrimiento ha sido inútil, pero también porque con ello se da por sentado que las agresiones injustas son rentables. Putin desprecia las directrices de las Naciones Unidas, institución a la que Rusia pertenece de forma decisiva y privilegiada, rompe todos los pactos y, sin embargo, Zelenski se ve obligado a aceptar que no se unirá a la OTAN y mantendrá un estatus neutro. ¿No sigue siendo imprescindible para una negociación medianamente libre exigir que el ejército ruso se retire de Ucrania?
Llegados a este punto conviene recordar la célebre distinción de Max Weber entre dos tipos de ética cuando en su conferencia Política como vocación se pregunta qué ética debería asumir un político: la ética de la convicción, que exigiría atenerse a principios morales sin tener en cuenta las consecuencias que podrían seguirse, y la ética de la responsabilidad, que valoraría las consecuencias a la hora de decidir. En nuestro caso buscar para Putin “una salida digna”, pero injusta con las víctimas, podría parecer a primera vista lo propio de una ética responsable, consciente de las terribles consecuencias que podrían seguirse de no aceptar sus condiciones. Y, sin embargo, no es así: es justamente una ética de la responsabilidad la que exige no dar al poderoso lo que quiere arrebatar por la fuerza. Ceder al chantaje es reforzar el vetusto principio de que la tiranía sin escrúpulos resulta rentable para quien la ejerce. Y para ese deprimente viaje no hacían falta tantas alforjas jurídicas y diplomáticas.
Mantener la solidaridad de la Unión Europea en las sanciones, proseguir en el intento de romper la dependencia energética en relación con Rusia, pertrechar de armas a los ucranios para que puedan defenderse, acoger e integrar a los refugiados, fortalecer la OTAN de la que formamos parte y estrechar los lazos con esa América Latina, a la que estamos tan ligados, son pasos ineludibles en el camino de la paz. Pero también juzgar a Putin y a los responsables de crímenes contra la humanidad son condiciones de una política responsable, empeñada en ir logrando una paz justa y, por tanto, confiable.
Adela Cortina es catedrática emérita de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, directora de la Fundación ÉTNOR y autora de Ética cosmopolita (Paidós, 2021).