La salida de la República Federal Alemana de la inmadurez geopolítica autoinfligida tuvo lugar a finales de febrero de 2022 con una brusquedad solo conocida en los cuentos de hadas o en los experimentos mentales filosóficos. Como si todos los partidos que han gobernado en las últimas décadas despertaran de un mal (¿o buen?) sueño, los dogmas que han guiado la política exterior y de defensa alemanas se invirtieron en un lapso de 48 horas: de repente, el suministro de armas a zonas de guerra se juzgó indispensable, mientras que las alianzas estratégicas esenciales pasaban a ser consideradas prescindibles de hecho; los presupuestos de armamento se incrementaron de la noche a la mañana en unos 100.000 millones de dólares; y las hasta ahora tan cuidadosamente preservadas distinciones entre los intereses privados y los del Estado, léase Nord Stream 2, se abolieron de un plumazo. Incluso la reimplantación del servicio militar obligatorio vuelve a estar sobre el tapete en el país, así como la vuelta salvadora a la energía nuclear. Y, como en un cuento de hadas, el demonio de cuya oscura influencia Alemania se creía a salvo hasta que despertó de golpe, tiene nombre propio: Vladímir Putin, el hombre a la cabeza de la Federación Rusa desde hace 22 años.
No hay diferencia
En otras palabras, la política exterior de Alemania ha estado determinada desde hace décadas por la cuestión rusa, y se ha guiado por la premisa personal de que existía una diferencia decisiva entre el revanchismo nacionalista-expansivo que Putin propaga entre su propio pueblo y los cálculos estrictamente racionales y posideológicos que rigen realmente sus acciones en política exterior. A lo largo de las décadas, el continuo escarbar en esta supuesta diferencia ha producido una nueva tradición hermenéutica, así como su propio tipo ideal de mediación en política exterior: el llamado Russlandversteher (el que comprende a Rusia).
Se acabó. El despertar de Alemania causado por la invasión de Ucrania por parte de Putin ha consistido en la estremecedora constatación de que la diferencia decisiva entre la apariencia y la realidad de Putin no existe, o no existe más. Es evidente que el presidente ruso confunde su relato nacionalista del mundo con la realidad, y que se ha vuelto prisionero mental de su propia retórica. Lo cual constituye un efecto meramente humano, de hecho demasiado humano, sobre todo tratándose de un individuo que lleva décadas en el poder, aislado de la sociedad.
No se ha recapacitado en profundidad
Para entender cómo la opinión pública y las élites políticas alemanas han podido sucumbir casi unánimemente a un error de apreciación tan fundamental, no resulta de mucha ayuda atribuir una patología ―Putin, el demente; el loco del Kremlin― al demonio ahora desenmascarado (aunque solo sea porque, por definición, es difícil entender del todo a los locos). A fin de aclarar lo sucedido, es mucho más productivo discutir las razones de las cegueras y las negaciones propias. Al fin y al cabo, incluso las relaciones profundamente tóxicas siempre son cosa de dos.
El verdadero origen del malentendido probablemente se encuentre en la relación de los países y los antiguos imperios con su pasado. Si la suposición moderna de que quien no reexamina a fondo su historia está condenado a repetirla de una u otra forma tiene algo de fundada, las apreciaciones profundamente erróneas de Alemania con respecto a Rusia se deben a la incapacidad de hacerse siquiera una idea aproximada de hasta qué punto no se ha recapacitado en profundidad sobre los horrores del siglo XX que los Estados ruso y soviético hicieron sufrir al llamado pueblo ruso y, por supuesto, a los pueblos de la antigua Unión Soviética. Horrores que, por cierto, seguramente no fueron más crueles ni mortíferos en ningún lugar del antiguo imperio soviético que en lo que hoy es Ucrania.
Desde esta perspectiva, es más que un detalle que, solo unas semanas antes de su invasión, Putin prohibiera definitivamente Memorial, la organización rusa pro derechos humanos que llevaba décadas luchando contra toda oposición estatal al reconocimiento de los horrores soviéticos del gulag, las deportaciones masivas y los exterminios genocidas cuyas repercusiones llegan hasta nuestros días. Exterminios cuyo primer centro, paradigmático en su inhumanidad, lo constituye, una vez más, el llamado Holodomor, la hambruna provocada sistemáticamente por Stalin a principios de la década de 1930 que causó la muerte de más de tres millones de ucranios. Del mismo modo que, a día de hoy, apenas hay una familia rusa que no tenga en su círculo más íntimo alguna víctima que guarde un recuerdo vivo del gulag y las deportaciones forzosas. La cifra de damnificados supera los 25 millones solo entre los años 1930 y 1953.
La negación de la negación
Precisamente como alemán, en el impulso de reclamar que se recapacite como no se ha recapacitado sobre estas constelaciones en la Rusia actual, se cae fácilmente, sin embargo, en una espiral de silencio específica cuya dinámica dialógica puede definirse como la de una negación de la negación. Y es que cualquier esfuerzo por hablar de estos crímenes desde la perspectiva alemana de una manera comprensible está bajo la funesta sospecha de querer equiparar tendenciosamente los crímenes de Hitler con los de Stalin. Por eso, la ministra de Exteriores, Annalena Baerbock, y el canciller, Olaf Scholz, al igual que hicieran su predecesor y su predecesora en el cargo, Heiko Maas y Angela Merkel, utilizaron la historia especialmente cruel de la Wehrmacht en la zona para justificar la larga negativa a mandar armas a Ucrania.
En este contexto, la cuestión decisiva no es cómo recuerda y racionaliza Alemania la conducta de Stalin (o Polonia, Estonia, Finlandia, Ucrania o Kazajistán los respectivos crímenes de la antigua potencia soviética contra sus pueblos y sus grupos étnicos), sino cómo lo hace la Rusia de hoy respecto de sí misma y de sus zonas de influencia y, por tanto, de la violencia de entonces. Al fin y al cabo, no ha habido pueblo en la tierra que en el siglo XX haya sufrido más las crueldades de los dictadores y los autócratas “rusos” que los propios rusos.
Desde el principio, la Rusia de Putin ha respondido a este legado con diversas formas de negación, ocultación y censura concentradas, y los efectos más evidentes han recaído sobre el concepto que el electorado y (esto es importante) los dirigentes tienen actualmente de sí mismos. En las últimas décadas, el proceso de negación ruso se asemeja a una marcha autodestructiva hacia la inmadurez histórica autoinfligida, cuya última secreción ha sido la referencia del Kremlin de Putin al presidente ucranio democráticamente elegido, Volodímir Zelenski (descendiente de una familia de víctimas del Holocausto), y a su Gobierno como una pandilla de “drogadictos y neonazis”, un despropósito que los hechos demuestran que sus autores se toman muy en serio. Un psicoanalista vio en ello un claro caso de proyección, como un infiel crónico que acusa a su mujer de constantes infidelidades. Pero la droga que hace posible este estado de autoconfusión no sería otra que la relación de Rusia con su propio devenir histórico basada en la negación.
Viejos demonios
Durante décadas, en particular la ciudadanía de Alemania occidental y sus élites no han tenido conciencia cabal de la mera posibilidad cultural de esta forma de autosuperación histórica máximamente agresiva, que ha sobrepasado literalmente su capacidad de imaginación cultural como hijos de la posguerra alemana. En el contexto actual de la República Federal casi se podría hablar de una forma paradigmática de ingenuidad ilustrada. Es precisamente de esta ingenuidad específica frente a Rusia, reprochada reiteradamente tanto por los aliados occidentales como orientales con gesto de pesar, de la que ahora Alemania ha decidido deshacerse a toda velocidad. En el Berlín de finales de febrero de 2022, la indignación moral madura dio a luz en pocas horas a la voluntad duradera de rearme.
Solo queda esperar que la maduración geopolítica de Alemania no se haya producido de forma demasiado repentina, no sea que el país vuelva a caer en un accionismo no ilustrado y en patrones interpretativos que se daban por superados hacía tiempo. La figura terrorífica “del ruso” como amenaza “del Este” todavía anclada en las capas más profundas del subconsciente cultural alemán, así como de Rusia como la “Otra Europa”, siguen ciertamente al acecho, listas para la movilización político-revanchista. Resistir alerta a sus susurros incluso en los tiempos más oscuros sería la prueba de una autoilustración histórica de Alemania verdaderamente lograda. Aún está por ver. ( El País )
Wolfram Eilenberger es filósofo. Su último libro es El fuego de la libertad (Taurus). Traducción de News Clips.
El País