En la década de 1970, cuando la televisión sueca emitió Un día en la vida de Iván Denísovich, basada en la novela de Aleksandr Solzhenitsin, Finlandia cerró las emisoras de las islas Aland para que los ciudadanos no pudieran ver a través de Suecia una película que en nuestro país estaba prohibida. La Comisión de Censura Cinematográfica de Finlandia había vetado la película, que denuncia los campos de trabajo de la Unión Soviética, por considerarla antisoviética.
La novela documental Archipiélago Gulag, también de Solzhenitsin, corrió la misma suerte. El presidente Urho Kekkonen y el primer ministro Kalevi Sorsa impidieron la publicación de la obra, y Tammi, la editorial finlandesa del Premio Nobel, se resignó ante la situación. Sin embargo, el traductor finlandés, Esa Adrian, no quiso transigir y llevó su traducción de la obra a Suecia, donde la editorial Wahlström & Widstrand publicó la primera parte. Pero la distribución en Finlandia fue complicada y al final el libro se retiró de las bibliotecas y las librerías. Hubo finlandeses que guardaron un ejemplar como muestra de propaganda antisoviética para las generaciones venideras.
Varios años más tarde, mi madre se trasladó desde su Estonia natal a Finlandia al contraer matrimonio. Yo nací en un país que había conservado su independencia, pero donde todo estaba afectado por la finlandización. Este concepto, acuñado en Alemania Occidental, describe la sumisión a la voluntad de un país vecino fuerte; Finlandia estuvo sometida al férreo control de la Unión Soviética más que cualquier otro país occidental. Esta práctica no solo afectó a la política exterior, sino también a la defensa nacional, la economía, los medios de comunicación, el arte y la ciencia. En el ámbito de la investigación académica no convenía ahondar en la catastrófica economía soviética ni en otros temas considerados antisoviéticos si uno pretendía avanzar en su carrera. Cuando las autoridades aduaneras se dieron cuenta de que el atún soviético contenía tres veces más mercurio de lo permitido, se concluyó mediante consulta popular que el experto que había propuesto prohibir su venta había interpretado el valor de forma “demasiado teórica”. La Administración Marítima Finlandesa modificó su regulación cuando la compañía petrolera finlandesa Teboil, subsidiaria de la empresa soviética Lukoil, puso a la venta botes que no habían superado los controles de seguridad. Las autoridades determinaron que los botes soviéticos eran comparables a chalecos salvavidas.
Mis libros del colegio mentían al afirmar que Estonia se había unido de forma voluntaria a la feliz familia soviética porque la enseñanza estaba adaptada a la historiografía de la Unión Soviética. El trasfondo era el Tratado de Amistad, Cooperación y Asistencia Mutua, firmado en el año 1948 por la Unión Soviética y Finlandia y acatado por la Junta Nacional de Educación, que supervisaba nuestros libros de texto. Aunque en los libros de geografía se dedicaba un espacio a los problemas de Estados Unidos, nunca se utilizaban adjetivos negativos en relación con la Unión Soviética. Allí todo era grande y magnífico; el comercio con el Este, con su acuerdo de compensación, era “el milagro soviético”. En realidad, cuatro quintas partes de la importación de Finlandia se destinaban al Oeste, mientras que, en la práctica, a los vecinos del este se les concedía crédito gratuito.
Sin embargo, la Unión Soviética recibía elogios incondicionales del sector cultural. Dado que la libre actividad de los comunistas había quedado garantizada por las condiciones de paz tras la Guerra de Continuación, resultó fácil difundir la ideología entre los círculos artísticos y estudiantiles. El taistoísmo, el movimiento izquierdista radical del partido de Taisto Sinisalo, que glorificaba de forma acrítica a la Unión Soviética, ocupó una posición dominante. Los actores que no se habían unido al Coro del Ejército Rojo se quedaron sin papeles. En honor al centenario de Lenin, se celebraron miles de actos conmemorativos en toda Finlandia.
Desde una perspectiva estonia, todo esto resulta difícil de comprender, ya que a los estonios que vivían bajo la ocupación soviética no les quedaba otra opción que vivir según las leyes de la dictadura. Finlandia, sin embargo, era una democracia occidental independiente en la que los ciudadanos elegían a sus representantes en elecciones libres. Y ni siquiera fueron necesarias disposiciones legales para la finlandización: cualquier actividad contraria al clima imperante también era sofocada sin castigo ni censura oficial. Existía un sólido consenso, un lavado de cara soviético según la costumbre del país. Para los estonios, los confinamientos y otros delitos contra los derechos humanos cometidos en los gulags eran hechos indiscutibles, y, por tanto, que los estigmatizaran como propaganda derechista les resultaba tan grotesco como para los finlandeses era ya entonces tachar al Holocausto de mentira. Lo mismo habría tenido que parecerles a los finlandeses, ya que en la Gran Purga de Stalin murieron tantos finlandeses como en la Guerra de Invierno.
En el año 2020, el Foro Económico y de Políticas de Finlandia (EVA) encargó una encuesta sobre valores y actitudes cuyos resultados fueron sorprendentes: las generaciones mayores tienen una actitud más positiva hacia Rusia que las jóvenes, cuya franja de edad ronda los 45 años. Las generaciones mayores crecieron en una época de intensa finlandización, pero los estragos de la guerra les resultaban más cercanos y había muchos veteranos que seguían con vida. Entonces, ¿cómo es posible que vean Rusia de un modo distinto a los más jóvenes?
La respuesta está en la finlandización, que moldeó la memoria histórica, la identidad nacional y el uso del idioma. La lengua es la herramienta del pensamiento, cuando se modifican sus componentes también cambia la forma de pensar. Finlandia fue un laboratorio de pruebas para las operaciones psicológicas soviéticas, y la suya es una historia de éxito para los vecinos del Este. Nuestro Estado, que se asemejaba a una democracia nórdica, era la prueba de que la Unión Soviética podía llevar una convivencia pacífica con un país fronterizo. Ese bonito escaparate llamado Finlandia podía inducir a los extraños a pensar erróneamente que esta práctica era una alternativa aceptable. Podíamos ver series de televisión norteamericanas, que devorábamos con fervoroso entusiasmo, y viajábamos a Occidente con total libertad. Es decir, que la occidentalización y la finlandización fueron de la mano, y los finlandeses quieren considerar esa época como un período en que el pueblo realmente sabía lo que estaba sucediendo en la Unión Soviética. Pero solo una pequeña parte de la población cruzó la frontera del Este. A los extranjeros que entraban en la Unión Soviética solo se les permitía ver de forma controlada lo que se consideraba adecuado para sus ojos. Por tanto, una parte de los finlandeses creció creyendo en la liturgia soviética. Si el imperio soviético no hubiera colapsado, esa parte de la población sería notablemente mayor.
Cuando en 2014 cambió el poder en Ucrania debido a la Revolución de la Dignidad, la situación desembocó en una guerra operada por Rusia en las zonas orientales del país. Empezaron a llegar comentarios desde el extranjero que sugerían el camino de la finlandización como alternativa pacífica para Ucrania. En los últimos tiempos, con el aumento de las agresiones de Rusia, me he dado cuenta de que la idea de la finlandización se sigue colocando disimuladamente sobre los hombros de Ucrania, aunque perjudicaría a su integración con Occidente y llevaría al país de vuelta a ese pasado del que quiso desprenderse con la revolución. La pluralidad de los medios quedaría atrás y, según la propaganda rusa, la guerra de Rusia en Ucrania oficialmente solo podría llamarse “guerra civil”. No me atrevo ni a imaginar las consecuencias ambientales para el país.
Con la disolución de la Unión Soviética, se derogó en Finlandia el Tratado de Amistad, Cooperación y Asistencia Mutua, pero romper con las prácticas establecidas resultó más complicado. El subconsciente aprende rápidamente a eludir expresiones históricamente inadecuadas y el lenguaje aprendido no cambia sin la decisión consciente de hacerlo. Gracias a la nueva independencia en los países bálticos, se empezó a utilizar un lenguaje que reflejaba las experiencias reales de los ciudadanos y, finalmente, se pudo llamar a la ocupación soviética por su nombre. En Finlandia, la renovación lingüística ha sido más lenta. Rusia ya había invadido la península de Crimea cuando nuestro ministro de Defensa, Carl Haglund, fue reprendido públicamente por firmar un documento junto con sus homólogos nórdicos en el que calificaban a Rusia de amenaza militar. Los presidentes de los dos partidos más grandes de Finlandia, el socialdemócrata SDP y el Partido del Centro, declararon que eso no podía hacerse. Al parecer, el escrito en cuestión no era acertado.
No podemos saber si Finlandia pertenecería a la OTAN en caso de que Rusia no nos recordara regularmente lo inapropiada que sería nuestra pertenencia para ellos. Finlandia se ha condicionado a reaccionar de una determinada manera ante los gruñidos de Rusia y la capacidad de crítica ante las acciones del vecino del este todavía está en pañales. Y eso es peligroso. En 2011, Seppo Knuuttila, investigador del Instituto Finlandés del Medioambiente, detectó una mayor concentración de fósforo en el mar Báltico. Se descubrió que procedía de la montaña de desechos de la fábrica Fosforit, perteneciente al mayor productor de fertilizantes de Rusia, EuroChem. La propia fábrica no dio gran importancia al descubrimiento de esta bomba de fósforo. Por su parte, el Ministerio de Medioambiente de Finlandia cuestionó la competencia del investigador y lo acusó de entorpecer las relaciones medioambientales entre Rusia y Finlandia. En este planteamiento, el interés de la naturaleza quedó en un segundo plano. La purificación de una moralidad turbia es aún más lenta que la renovación del lenguaje. Cuando se toman decisiones en relación con el Este, todavía no sabemos con certeza cuáles están basadas en coacciones y amenazas reales, cuáles en la autocensura y cuáles en el autoengaño. Esta es, precisamente, una de las consecuencias más traicioneras de la época de la finlandización: el daño a la brújula moral del país.
Sin embargo, los medios finlandeses, especialmente con la guerra de Ucrania, se han distinguido por revisar su uso del lenguaje para que se corresponda con la realidad, también en relación con Rusia. Tenemos que agradecer a la Unión Europea nuestros elevados estándares de libertad de prensa, ya que tanto la pertenencia a la UE como la Convención Europea de los Derechos Humanos exigieron una modernización de las leyes de comunicación y el fortalecimiento de la libertad de expresión. Eso permitió el desarrollo de organizaciones e instituciones en favor de la libertad de expresión y consolidó su posición. Los finlandeses más jóvenes han crecido en el contexto de la libertad de prensa y el contenido de los libros de texto que han usado en el colegio se reformó en la década de 1990 para que reflejara la realidad. Por eso tienen una actitud diferente hacia Rusia que la generación anterior.
Dado que la finlandización fue una historia de éxito para la Unión Soviética, es obvio que Rusia quiere repetir sus enseñanzas. Desde el punto de vista ruso, lo ideal sería la finlandización de toda Europa, no solo de Ucrania. Esta aspiración se materializa en las numerosas operaciones de influencia de Rusia fuera de sus fronteras. Los métodos nos resultan familiares, como la finlandización: la manipulación del lenguaje y el pensamiento, la estrategia del palo y la zanahoria, la aspiración de establecer relaciones bilaterales y las insinuaciones de amenaza con violencia.
En Europa, los métodos de influencia de Rusia no siempre se tratan con suficiente determinación, por eso hay motivos para pararse a imaginar cómo serían Europa o los países nórdicos finlandizados. Si la plantilla de la finlandización se trasladara a esos lugares, tendríamos delante un escenario en el que los valores fundamentales de la UE se habrían convertido en una broma y los bolsillos de los políticos se inclinarían hacia Moscú. Seguiríamos conduciendo coches occidentales, viajaríamos adonde quisiéramos y disfrutaríamos de un buen nivel de vida. Pero ya no tendríamos libertad de expresión y nuestros medios de comunicación publicarían los comunicados de prensa de Rusia sin cambiar una coma. Tras varias generaciones, nuestros descendientes se reirían ante la idea de la violación de derechos humanos de Rusia y los que protestaran por algo serían tachados de alborotadores paranoicos. El líder de la oposición, Alexéi Navalni, sería recordado como un terrorista a la altura de Osama bin Laden. ¿Y Ucrania? Es evidente que formaría parte de Rusia, igual que el resto de Europa del Este; los países bálticos, con toda probabilidad, serían los causantes de una nueva guerra, por mucho que los racistas fascistas intentaran señalar a Rusia como culpable. Todo el mundo consideraría el mar Báltico en secreto una cloaca, pero nadie se atrevería a decirlo públicamente. ¿Qué quedaría entonces de Europa, además del cascarón? Y es que somos iguales a nuestros valores.
Sofi Oksanen es escritora y dramaturga finoestonia.
https://www.almendron.com/tribuna/imagina-una-europa-finlandizada/