LIUBLIANA – Tras el ataque ruso a Ucrania, el Gobierno esloveno proclamó de inmediato que estaba dispuesto a recibir a miles de refugiados ucranianos. Como ciudadano de Eslovenia, sentí orgullo, pero también vergüenza.
Cuando hace seis meses Afganistán cayó ante los talibanes, este mismo Gobierno se negó a aceptar refugiados afganos, con el argumento de que debían quedarse en su país y luchar. Y hace un par de meses, cuando miles de refugiados (en su mayoría kurdos iraquíes) trataron de entrar a Polonia desde Bielorrusia, el Gobierno esloveno aseguró que Europa estaba siendo atacada y ofreció ayuda militar para colaborar con el vil intento de Polonia de rechazarlos.
En la región han aparecido dos clases de refugiados. Un tuit del Gobierno esloveno publicado el 25 de febrero puso en claro la distinción: «Los refugiados de Ucrania proceden de un entorno que en sentido cultural, religioso e histórico es algo totalmente diferente del entorno del que proceden los refugiados de Afganistán». Tras el escándalo que siguió el Gobierno se apresuró a borrar el tuit, pero la verdad obscena ya estaba a la vista de todos: Europa debe defenderse de lo no europeo.
Esta idea será catastrófica para Europa en la competencia mundial que se está librando por la influencia geopolítica. Nuestros medios y élites la presentan como un conflicto entre una esfera «liberal» occidental y una esfera «eurasiática» rusa, pasando por alto el conjunto mucho más grande de países (en América Latina, Medio Oriente, África y el sudeste de Asia) que están mirándonos con mucha atención.
Ni siquiera China está dispuesta a dar apoyo total a Rusia, pero tiene planes propios. En un mensaje al líder norcoreano Kim Jong‑un, un día después del inicio de la invasión rusa a Ucrania, el presidente chino Xi Jinping dijo que China está lista para colaborar en el desarrollo de una relación de amistad y cooperación con la RPDC «conforme a una nueva situación». Hay temor a que China use la «nueva situación» para «liberar» a Taiwán.
Lo que debería preocuparnos ahora es que la radicalización que vemos (más evidente en el caso del presidente ruso Vladímir Putin) no es solo retórica. Muchos integrantes de la izquierda liberal, convencidos de que ambos lados sabían que no podían permitirse una guerra total, pensaron que cuando Putin acumulaba tropas en la frontera con Ucrania se estaba echando un farol. Incluso cuando describió al Gobierno del presidente ucraniano Volodímir Zelenski como una «banda de drogadictos y neonazis», la mayoría esperó que Rusia solo ocuparía las dos «repúblicas populares» escindidas, controladas por separatistas rusos con respaldo del Kremlin, o a lo sumo que extendería la ocupación a toda la región del Dombás en Ucrania oriental.
Y ahora algunos que se dicen izquierdistas (yo no los llamaría así) culpan a Occidente por el hecho de que el presidente estadounidense Joe Biden haya tenido razón respecto de las intenciones de Putin. El argumento es bien sabido: que la OTAN fue rodeando lentamente a Rusia, fomentó revoluciones de colores en su vecindario e ignoró los temores razonables de un país que durante el último siglo recibió ataques desde Occidente.
Por supuesto que aquí hay un elemento de verdad. Pero decir solamente eso es equivalente a justificar a Hitler echándole la culpa al injusto Tratado de Versalles. Peor aún, implica otorgar que las grandes potencias tienen derecho a esferas de influencia, a las que todos deben someterse por el bien de la estabilidad global. El supuesto de Putin de que las relaciones internacionales son una competencia entre grandes potencias se ve reflejado en su repetida afirmación de que no tuvo más alternativa que intervenir por la fuerza militar en Ucrania.
¿Es verdad eso? ¿Se trata en realidad de un problema de fascismo ucraniano? Esa pregunta hay que dirigirla a la Rusia de Putin. El autor de cabecera de Putin es Iván Ilyín, cuyas obras se están reimprimiendo y se distribuyen entre apparatchiks estatales y conscriptos. Tras su expulsión de la Unión Soviética a principios de los años veinte, Ilyín propugnó una versión rusa del fascismo, donde el Estado es una comunidad orgánica guiada por un monarca paternal y la libertad consiste en conocer el lugar que a cada cual le corresponde. Para Ilyín (y para Putin), se vota para expresar apoyo colectivo al líder, no para legitimarlo ni elegirlo.
Aleksandr Dugin, el filósofo de la corte de Putin, sigue muy de cerca los pasos de Ilyín, añadiéndole un complemento posmoderno de relativismo historicista:
«(…) las así llamadas verdades son cuestión de creencia. Creemos en lo que hacemos, creemos en lo que decimos. Y ese es el único modo de definir la verdad. Nosotros tenemos nuestra verdad especial rusa, y ustedes tienen que aceptarla. Si Estados Unidos no quiere iniciar una guerra, tienen que reconocer que Estados Unidos ya no es más el único amo. Y [con] la situación en Siria y Ucrania, Rusia está diciendo “ustedes ya no son el que manda”. Es la cuestión de quién domina el mundo. En realidad, solo la puede decidir una guerra».
Pero ¿qué hay de la gente en Siria y Ucrania? ¿Pueden también decidir su propia verdad o son solo un campo de batalla para aspirantes a dueños del mundo?
La idea de que cada «modo de vida» tiene una verdad propia es lo que vuelve a Putin atractivo para populistas de derecha como el expresidente de los Estados Unidos Donald Trump, que dijo que la invasión rusa de Ucrania era obra de un «genio». Y el sentimiento es mutuo: Putin habla de «desnazificar» Ucrania, pero no hay que olvidar que apoya a la Agrupación Nacional de Marine le Pen en Francia, a la Liga de Matteo Salvini en Italia y a otros movimientos neofascistas reales.
La «verdad rusa» es solo un mito conveniente para justificar la visión imperial de Putin, y el mejor modo que tiene Europa para contrarrestarla es tender puentes con los países en desarrollo y emergentes, muchos de los cuales tienen una larga lista de quejas justificadas contra la colonización y la explotación por parte de Occidente. No basta «defender a Europa». La verdadera tarea es persuadir a otros países de que Occidente puede ofrecerles mejores opciones que Rusia o China. Y el único modo de lograrlo es cambiarnos a nosotros mismos, mediante una erradicación implacable del neocolonialismo, incluso cuando se presenta en la forma de ayuda humanitaria.
¿Estamos listos para demostrar que al defender a Europa luchamos por la libertad en todas partes? Nuestra vergonzosa negativa a dar trato igualitario a todos los refugiados envía al mundo un mensaje muy diferente.
Traducción: Esteban Flamini
Slavoj Žižek, profesor de Filosofía en la Escuela Europea de Posgrado, es director internacional del Instituto de Humanidades Birkbeck en la Universidad de Londres y autor de The Sublime Object of Ideology (Verso Books, 1989).
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