Recuerdo una discusión con mi abuelo, un mediodía de verano, ante el globo terráqueo del Telediario. Las 625 líneas del blanco y negro dejaban ver tanques con la estrella soviética y ciudadanos que los maldecían. Mi abuelo, excombartiente republicano libertario que en la guerra temía más a los comisarios estalinistas que tenía a sus espaldas que a los franquistas que tenía delante, aducía que lo que estábamos viendo -el aplastamiento de la Primavera de Praga- no podía ser como lo contaba la televisión franquista.
Pese al ornato anticomunista del Régimen, los hechos eran espantosamente reales. El 20 y 21 de agosto de 1968 los tanques de cinco estados del Pacto de Varsovia (URSS, Bulgaria, Polonia, RDA y Hungría) arrasaron la tímida democratización de Dubcek. En una semana, el yugo soviético coartó reformas, restableció censura y partido único, dejó medio centenar de muertos...
Entre los jóvenes que encaraban los tanques estaba Václav Havel. El 68 checo acabó sepultado por los cursis eslóganes del mayo parisino. Nuestra progresía denunciaba el imperialismo yanqui y justificaba «por su carácter defensivo» el expansionismo soviético. Nuestros intelectuales preferían Sartre a Camus; coquetaban con el maoísmo, aconsejaban devolver a Solzhenitsin al gulag, llamaban meapilas a los polacos de Solidarnosc y no fue hasta la caída de Muro cuando aceptaron, a regañadientes, la tozudez de los hechos: hoy comparan la agresión de Putin con el zarismo y esquivan la barbarie del Ejército Rojo.
Este año se cumplirán tres lustros de la publicación en español del ‘Diario ruso’ (Debate, 2007) de Anna Politkóvskaya: corregía sus galeradas cuando fue asesinada por unos sicarios que se acabaron yendo de rositas. Fue el 7 de octubre de 2006: la periodista de ‘Novaya Gazeta’, 48 años, fue abatida por cuatro disparos en el ascensor de su casa. Volvía de comprar en el supermercado. La sentencia anunciada se cumplía en el cumpleaños de Putin. Un lacónico presidente remató las falaces lamentaciones institucionales con una observación cruel sobre la periodista asesinada: «Su capacidad sobre la vida política del país era mínima». No era la primera vez que Politkóvskaya estaba en la diana: en septiembre de 2004, durante un vuelo a Rostov para cubrir el asalto de la escuela en Beslan, le sirvieron una taza de té envenenada...
«¿Cómo consiguió Putin ser reelegido el 7 de diciembre de 2003?», se pregunta Politkóvskaya en el primer capítulo de su ‘Diario’. La mañana electoral coincidió con el entierro en el balneario de Yeseentuki, Cáucaso Norte, de trece víctimas de un atentado al «tren de los estudiantes», llamado así por transportar a los universitarios. Cuando Putin compareció para la foto de su votación, los periodistas esperaban escuchar su opinión sobre la masacre que ensangrentaba la jornada electoral. Quedaron perplejos. Putin, de natural inexpresivo, compareció eufórico y emocionado. Su esposa explicó el por qué. Vladímir Vladímirovich estaba deseoso de regresar a casa. Connie, su perrita labrador, había parido cachorros. Ni rastro de los jóvenes asesinados por un terrorismo islamista que el Gobierno ruso no conseguía controlar.
Tanta insensibilidad hacia el sufrimiento humano, ya demostrada en otras situaciones luctuosas habría de pasar factura a la candidatura gubernamental, coligió Politkóvskaya.
Nada de eso. Tras el recuento, Rusia volvía a rendirse al antiguo agente del KGB: «Una mayoría había votado al partido fantasma Rusia Unida, cuyo único programa político consistía en dar respaldo a Putin». La formación «había agrupado bajo su bandera a los burócratas rusos -todos los funcionarios del antiguo Partido Comunista soviético y la Joven Liga Comunista empleados en la miríada de agencias gubernamentales-, y estos habían aportado conjuntamente grandes cantidades de dinero destinados a promover todo tipo de fraudes electorales».
El partido de Putin nació para eso: agrupar oligarcas enriquecidos por la corrupción de los monopolios estatales. Los dirigentes de Rusia Unida se jactaban del dinero que la oligarquía empresarial les había dado para mantener el corrupto tinglado: «Para nuestros nuevos ricos, la libertad no tiene nada que ver con los partidos políticos», advertía Politkóvskaya.
En el plano ideológico, la trama que ha sostenido a Putin más de dos décadas conjuga la depredación con el ultranacionalismo paneslavo: «La Duma quedó orientada hacia el tradicionalismo ruso más que hacia Occidente... Rusia Unida, mediante una propaganda antioccidental y anticapitalista, alimentó la idea de que el pueblo ruso había sido humillado por Occidente», constataba la autora de ‘Diario ruso’.
Tras el caos de Yeltsin, Rusia Unida recicló los «episodios nacionales» del Homo Sovieticus para tunear la vieja URSS: «Ligeramente retocada, maquillada y modernizada, pero en el fondo la buena y vieja Unión Soviética de toda la vida, con un capitalismo burocrático donde los funcionarios del Estado constituyen la principal oligarquía y son mucho más ricos que los terratenientes y los capitalistas». Putin, por ejemplo.
Ucrania, Georgia, Chechenia... Politkóvskaya fue la voz disonante en la campaña antiterrorista con la que se disfrazó la guerra sucia en Chechenia. En ‘Novaya Gazeta’ alertó sobre la deriva totalitaria: «Escribo esto para despertar vuestro sentido de la compasión. Mis compatriotas han resultado ser de lo más despiadado. Estáis sentados gozando de vuestro desayuno, escuchando informaciones conmovedoras sobre la guerra en el norte del Cáucaso que hacen digeribles los hechos más perturbadores para que a los votantes no se les atragante la comida. Pero mis notas tienen un propósito muy distinto, están escritas para el futuro».
Entre julio de 1999 y enero de 2001, Politkóvskaya fue el eco de un pueblo torturado en los campamentos de Daguestán e Ingushetia: madres con hijos y maridos desaparecidos; desechos humanos que fueron soldados: la misma catástrofe moral que la generación de Afganistán. La periodista recibió amenazas de violación y la condena a muerte de paramilitares con licencia del Kremlin.
El ‘Diario’ de Anna denuncia la conexión del Régimen con la Lubianka. El 20 de diciembre se volvía a celebrar el Día de la Policía Secreta. El orden de las siglas no altera el producto represivo. Checa, OGPU, NKVD, KGB y ahora FSB (Servicio Federal de Seguridad). Ochenta y seis años funcionando. Y la televisión oficial lo conmemora: «¿Qué más puede esperar un país cuyo líder reconoce públicamente que incluso ocupando el cargo de la Presidencia del país sigue ‘en reserva activa de La Casa’?», se preguntaba Politkóvskaya.
Militarización, corrupción, liquidación de los medios de comunicación independientes y una sociedad civil desmovilizada o encarcelada.
«Así es la vida en la Rusia actual: crímenes de todo tipo y una total falta de investigación, incluso una falta de intentarlo». Cada vez más sola, Politkóvskaya anotaba los datos con prisa, antes de que fuera tarde: «¿Qué ha sido de la opinión pública?», clamó la última periodista libre en su último verano ruso.
Un mes después de su asesinato, el exagente Alexander Litvinenko fue envenenado en Londres con polonio 210. Según la propaganda de Putin, el Gobierno Zelenski o el activista Navalny son nazis, drogadictos (el estalinismo les llamaría perros rabiosos).
«Una sentencia de muerte para nuestros nietos». Así concluía Anna Politkóvskaya su ‘Diario Ruso’. (ABC)
Sergi Doria es escritor.