El hecho de que el secretario de estado Antony Blinken se haya visto en la necesidad de reinterpretar a Joe Biden, después que el presidente en un rapto de retórica emoción y fuera de libreto dijera que “Putin no puede seguir en el poder”, muestra una inaceptable falta de coordinación estratégica. Fueron palabras que sin duda hablan muy bien de Biden como persona moral –millones deseamos lo mismo– pero como persona de estado, Biden cometió un error político de proporciones.
Putin, nos guste o no, es el representante del estado de Rusia, elegido presidente de acuerdo al sistema de votación ruso y, como tal, reconocido por la comunidad internacional. No corresponde al presidente de una nación, aunque sea EE UU, decidir quienes deben o no gobernar en otro país. Lo más grave es que con esa frase, Biden oscureció el sentido de la guerra que lleva a cabo el pueblo ucraniano.
La guerra que libra Ucrania es contra un país cuyo mandatario busca anexarla, es decir, hacerla desaparecer del mapa como nación. Para Ucrania es, por lo tanto, una guerra de vida o muerte. Una guerra existencial. Lo que está en juego es nada menos que la existencia de Ucrania como nación independiente y soberana.
Ucrania no ataca a Rusia - ¿habrá que repetirlo? -pero Rusia sí ataca a Ucrania. La de Ucrania es –y esto es lo decisivo- una guerra esencialmente defensiva. Por eso mismo, legítima, justa y necesaria. Y por ser defensiva, la guerra debe ser mantenida dentro del espacio del territorio a ser defendido. Lo que pase con Putin en el territorio ruso no debe ser tema para el gobierno de Ucrania y mucho menos para el presidente de un país como EE UU.
Con su desafortunada frase Biden pasó por alto, además, los objetivos de la guerra de los patriotas ucranianos, objetivos que son exactamente lo contrario a los que persigue la Rusia de Putin. Digámoslo en su modo más simple: Putin quiere derrocar a Zelenski pero Zelenski no quiere derrocar a Putin
Todos conocemos los objetivos de la Rusia de Putin: convertir a Ucrania en una provincia rusa como logró hacerlo con Chechenia y Georgia, o en el mejor de los casos, en un apéndice colonial como Bielorrusia. Y para cumplir ese objetivo, Putin necesita hacer desaparecer a la institución jurídica y política que da forma a Ucrania como nación: el estado ucraniano, representado por el gobierno de Volodymyr Zelenski.
Seamos claros: el objetivo de Rusia no es oponerse a la expansión de la OTAN, como divulgan los propagandistas de Putin. La OTAN es la institución militar que cobija y protege naciones democráticas europeas y, por lo mismo, sus objetivos no son imperiales sino estrictamente defensivos. No hay ninguna nación que forme parte de la OTAN que esté ahí en contra de la voluntad de sus gobiernos y de sus ciudadanos. Es muy esclarecedor el hecho de que Zelenski, cuando ofreció como garantía de paz al gobierno ruso su renuncia a solicitar el ingreso de Ucrania a la OTAN, no haya apaciguado en absoluto la guerra declarada por Putin. En el fondo, a Putin le importa un bledo la OTAN. Lo que sí le interesa, lo único que le interesa, es hacer desaparecer a Ucrania como nación y por lo mismo como estado, esté Ucrania dentro o fuera de la OTAN.
Ahora bien, ese único objetivo de Putin es el que debe configurar el único objetivo de Occidente. Y este no puede ser otro sino evitar que Putin haga desaparecer a Ucrania como nación. Para y por eso, Occidente necesita que Putin pierda la guerra en Ucrania. Y perder la guerra significa para el gobierno ruso reconocer la existencia de Ucrania. Como escribiera el siempre pragmático Michael Ignatieff: “El objetivo estratégico de Occidente en esta guerra debería ser preservar el gobierno de Zelenski. Al salvar el gobierno, Occidente puede salvar a Ucrania. Cualquier esfuerzo ruso para acabar con el gobierno de Zelenski debería ser la línea roja de Occidente: el momento en el que envíe un mensaje a Putin de que si no se detiene, responderá con fuerza”.
En otras palabras, derrotar a Rusia significa preservar la vida del presidente como persona, pero sobre todo, como institución. La razón es obvia; Zelensky, no solo es un héroe. Zelenski es antes que nada la representación humana del estado ucraniano. Así lo entendió el ex-presidente Poroshenko al deponer sus diferencias políticas frente a Zelenski. Lo que está en juego, lo dijo, es el estado de la nación común, de esa polis a la que pertenecen todos los ciudadanos de Ucrania.
La guerra, hay que decirlo mil veces, no es una cosa en sí. La guerra es un medio para lograr un objetivo de poder. Ganar una guerra significa derrotar al enemigo lo que a su vez significa impedir que los objetivos del enemigo sean convertidos en realidad. Solo teniendo claro el objetivo se pueden tener claros los medios para alcanzarlo. El fin no justifica, pero sí, determina a los medios.
Las sanciones a Rusia por ejemplo, no pueden estar destinadas a castigar al pueblo ruso ni mucho menos a perseguir la ilusoria esperanza de que un día, cansado y hambriento, ese pueblo se levantará en contra de Putin. Ni la política ni la guerra se pueden hacer sobre la base de fantasías. Eso quiere decir también: no se saca nada con cerrar locales de Mc Donald o de Pizza Hut si los gobiernos de Europa, sobre todo Alemania, continúa pagando a Putin por el gas y por el petróleo y así financiando la guerra a Ucrania. Las sanciones, para ser efectivas, deberían apuntar estratégicamente a bloquear todos los canales que lleven al perfeccionamiento de la guerra ofensiva de Putin.
Lo mismo se puede decir con respecto a la ayuda militar que Occidente presta al ejército de Ucrania. Las armas a ser enviadas deben ser, en primera línea, aptas para la guerra defensiva. La ayuda militar no puede ser simbólica, como el vergonzante envío de chatarras bélicas expropiadas a la ex RDA por el gobierno alemán. El armamento que necesita Ucrania debe corresponder con los más altos y sofisticados niveles de la moderna guerra defensiva. Detener tanques y hacer estallar aviones es primordial para derrotar a Putin. Un misil bien disparado vale más que cualquier argumento frente al cruel autócrata ruso. Es duro decirlo, pero es la verdad.
Mucho más claro que Biden fue la primer ministro de Estonia, la aparentemente frágil Kaja Kallas: “En la OTAN, nuestro enfoque debe ser simple: El Sr. Putin no puede ganar esta guerra. Ni siquiera puede pensar que ha ganado, o su apetito crecerá. Necesitamos demostrar voluntad y comprometer recursos para defender el territorio de la OTAN. Para controlar la agresión de Rusia, debemos implementar una política a largo plazo de contención inteligente” (...) “los soldados ucranianos son combatientes capaces, pero necesitan armas y material, incluido activos de defensa aérea y misiles antitanque para proteger mejor los cielos. La ayuda militar defensiva debe ser nuestra principal prioridad y debemos comprometernos con ella a largo plazo”.
No vamos a negar que en las guerras también existen triunfos simbólicos o victorias morales. Dentro de estas últimas, una de las más elocuentes fue esa cantidad de 141 votos de las Naciones Unidas condenando la agresión de Putin. Hay que agregar que Europa, hasta hace poco sumida en ociosas discordias, está hoy unida más que nunca; y lo está en torno a Ucrania. E incluso, la por Trump tan maltratada China, ha decidido asumir una posición neutral frente a la locura putinista. Pero todo eso no servirá de nada si Ucrania, apoyada por Occidente, pierde la guerra militar.
Ganar la guerra militar no significa matar a Putin. Pero sí significa evitar que Putin mate a Zelenski, o a quien lo represente, en la legítima defensa del estado nacional ucraniano. Ese y no otro es y debe ser el objetivo de Occidente en la guerra desatada por Putin.